Capítulo 32

Skinheads

 

 

Robin García soñaba que había ganado un torneo de pescar agujas en Las Bahamas, cuando le sobresaltó el ruido de llantas arrollando adoquines. Luego escuchó voces altisonantes en la calle. Solo los turistas malcriados violentaban así la plácida hora de la siesta.

Justo delante del ático que había alquilado frente a la plazuela principal del pueblo, aparcó el enorme todoterreno Hummer gris. Desde lo alto sólo pudo distinguir individuos calvos y tatuados que exhibían macizos relieves musculares bajo camisetas pardas. “Skinheads”, murmuró. Bajando al zaguán, asomó el rabillo del ojo por el ventanillo de la puerta y, de inmediato, fluyó la conversación en alemán hasta sus oídos. El que hablaba por un móvil repetía “positivo, todo bajo control”. Los demás discutían de fútbol. Para su sorpresa intercalaban frases en español.

“Al fin conozco a los hijos de perra”.

Eran tres, y el cuarto llegó al rato protestando en español: “Puta, no hay vacante en esa posada de mierda”. Volvieron a ocupar el Hummer y enfilaron hacia el “camino de la virgen”. Robin decidió seguirlos. Aunque llevaran ventaja los alcanzaría en un pueblo donde las huellas no se borran. Lo mismo que él hiciera, incontables ojos atisbaban desde los ventanillos y persianas.

Los alemanes vieron que la callejuela terminaba en una efigie femenina que oraba bajo el sol, con algo en la base que brillaba ostensiblemente. “Brillo de zafiro”, dijo uno de ellos. Se bajaron del vehículo al lado de la estatua. Al principal no le cupo dudas, el brillo provenía de una piedra preciosa. Deslizó un dedo por la piedrilla, contempló la figura y dijo fingiendo seriedad:

—Me interesa comprar esta obra de arte —Los demás sonrieron.

No había un alma por los alrededores. Un alemán intentó mover la estatua en vano.

—Está clavada, jefe.

—No la rompas, imbécil  —gritó el jefe.

Justo en ese momento cayó la lluvia de piedras sobre sus cabezas y con las mismas se volvieron al Hummer, pistola en mano. El retroceso del vehículo fue un bandazo en la esquina de un edificio. Abandonaron el lugar asombrados de no ver agresores. No obstante, les llamó la atención que empezaban a llegar agrupaciones de palomas blancas.

—Busquemos al dueño de la escultura  —masculló el jefe.

—Los cabrones la van a pagar —refunfuñó el que había recibido una pedrada, palpándose la frente tumefacta.

—No me gusta esta aldea  —opinó un tercero.

Avanzando prevenidamente en un auto rentado, Robin García apenas llegaba a la placita de la estatua cuando la andanada de piedras caía sobre los alemanes. Y al verlos partir, observó la nube de palomas invadiendo el lugar. Caminó despacio hasta la inmediación de la estatua. Conocía el lugar por sus andanzas en el pueblo. Pero esta vez dio la vuelta al monumento mirando las fachadas del entorno, interesado en descubrir la trayectoria de los proyectiles. Fue descartando las casas cuya ubicación dificultaba arrojar piedras con ángulos tan verticales. Finalmente fijó sus ojos en la que estaba más apartada. “Desde allí arrojaron las piedras, desde un patio alto”.

Marcus ya conocía al turista de la gorra de otras visitas a la estatua. No le quitó la vista de encima hasta que sus ojos se encontraron. El turista observaba detenidamente en dirección a su casa. Extrañamente las palomas seguían posadas tranquilas. ¿Acaso aceptaban al forastero? Volvió a mirar hacia la estatua, ya el turista no estaba.

Robin García volvió al auto pensando en los hechos. Alemanes, la estatua, el bombardeo de piedras, el fotógrafo, un castillo encantado, cantidades de palomas blancas rondando donde no se les llama. Sin dudas la trama de la película se empezaba a complicar. No podía investigar nada ni adelantarse a los acontecimientos, por orden del jefe. Manejó hacia las afueras del poblado visitando las quintas y pensiones rurales que ofrecían hospedaje a los turistas. No eran muchas. Recorrió los contados pueblos tramontanos desperdigados por los vallecitos de la comarca. Le dio un aventón a una pareja de turistas daneses que hablaron muy mal de unos brutos alemanes que por un pelo no les echaron la camioneta encima. Dejó a los turistas en una parada del bus, pero no encontró traza de los  alemanes en el recorrido.

Conducía de regreso al pueblo cuando vio el revuelo de palomas a lo lejos. Escuchó un estampido. Tomando un atajo, llegó al pie de un promontorio, lo escaló y desde la cima vio la torre mayor de Cornatel a unos trescientos metros. Los alemanes paseaban por las ruinas asediados por una nube de palomas.

Localizó el Hummer a la entrada del camino al castillo, metido entre los arbustos. Pero no podía intentar una zapa. Lo podían sorprender y no tenía orden de hacerlo. Para su asombro, en una oquedad de otra colina, divisó al pastor de ovejas mirando con anteojos hacia las ruinas. No había mucho que hacer sino seguir vigilando las maniobras de los alemanes, a través de los claros de la niebla. Solo los veía tomar fotos y hacer bajadas al Hummer donde se aprovisionaban de cosas. “Están haciendo una radiografía del lugar”, se dijo Robin.

El pastor de ovejas dejó por un momento los anteojos para llamar por el móvil. Debía informar de la nueva situación: nuevos visitantes, con pinta de saqueadores, tenían tomado el castillo, y marcó la llamada. No escuchó la agitación de las ovejas ni el desprendimiento de piedrecillas en la escarpa. Ni siquiera tuvo tiempo de exclamar cuando un salvaje puñetazo se estrelló en su mentón.

Robin vio al fornido alemán que cargaba como una pluma al pastor de ovejas, conduciéndolo al castillo. Al anochecer, apenas podía ver lo que pasaba tras el velo de brumas. Los alemanes se convirtieron en sombras andantes y haces de linterna. Solo más tarde al verlos partir, ingresó al castillo alumbrándose con su mini linterna.   

“¿Qué hicieron con el pastor de ovejas?”.

Después de una acuciosa búsqueda, no encontró una sola evidencia de que unos alemanes fanáticos hubiesen saqueado el lugar y asesinado a un pobre pastor de ovejas. Recorrió la ronda de la muralla y bajó por una escalerilla hasta el patio de armas. Iba a cruzar el umbral de la entrada cuando iluminó una cosa en un corredor: el cuerpecillo muerto de una paloma blanca, con la cabecilla deshecha, sus alas arrancadas y los ojos quemados.

Robin García maldijo al matón capaz de hacer algo así. De pronto sintió algo moviéndose a su espalda y dirigió el haz de luz. Estaba rodeado de centenares de silenciosas palomas blancas. No pensó que estuvieran reunidas en masa para rendir postrera despedida a un muerto, como en la costumbre funeral humana. Pero allí estaban, alrededor de la heroína, sumidas en un silencio solemne que a Robin le pareció un inusitado, por no decir innatural y hermoso homenaje. Salió del castillo con una idea fija: “Tengo que ver en dónde se metieron esos salvajes”.

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html