Capítulo 62
¿A cuáles demonios tendría que hacer frente ahora?
La bruma intensa no dejaba ver los alrededores, pero a Robin García le agradó escuchar hablar en inglés del otro lado de la muralla. Era el inglés peculiar de su país. Al mirar por una tronera, divisó cuatro hombres que hubieran podido pasar por turistas de no llevar armas. “¿Qué rayos buscan por aquí?” Los observó fallar una y otra vez en el escalamiento con cuerdas, trepaban un tramo de muralla, resbalaban y caían, echaban gruñidos y maldiciones. Supo enseguida lo que sucedía. Iban a tener que asaltar de otro modo la fortaleza, porque el musgo omnipresente les había cerrado el paso.
Cambiando de sitio, Robin tuvo más cerca a los paisanos. Por una rajadura de la muralla escuchó con claridad lo que hablaban y las instrucciones de mando que recibían. No le cupo duda: eran militares norteamericanos. Por un instante pensó: “Ahí están mis compañeros”, pero se extrañó que no lo hubiesen contactado primero desde Langley para coordinar el estrambótico encuentro. Se dio cuenta enseguida. Una operación de combate estaba en marcha en torno al castillo, nada que ver con el plan de rescate emergente previsto para sacarlo de apuros, pero le surgió una subsecuente duda: ¿qué clase de enemigos esperaban encontrar los adiestrados seals o delta, quienes fueran, que intentaban invadir las resbaladizas murallas?
Robin, recordando lo que había visto, pensó que mejor se escondía en caso de que tras las nieblas estuviese por estallar una batalla. Cruzó el patio y subió por una rampa. En ese momento la bala pasó por detrás de su cabeza. Otra bala falló cerca de su brazo incrustándose en la mampostería. Comenzaba el asalto. Al mismo tiempo, mientras se ponía a resguardo tras una banqueta del adarve, sonó el teléfono. Era el jefe Welles.
“Agente29, manténgase lejos de ese operativo, esa no es nuestra guerra, pero la misión no ha terminado”, dijo atropellando las palabras y colgó.
“Al diablo”, gruñó Robin y buscó un mejor sitio para salvar el pellejo
Desde una torrecilla, Marcus atisbó a Robin escurrirse en las caballerizas. Aguzando la vista a través del velo neblinoso, contó unos doce invasores desplegados en la cercanía de la muralla, bien equipados con intercomunicadores inalámbricos y fusiles plegables. ¿A cuáles demonios tendría que hacer frente ahora? Estos parecían más organizados y letales. No sabía hasta cuándo podría soportar el dolor que lo punzaba en la espalda, a veces sentía vahídos, se le nublaba la vista, había perdido potencia física.
—Solo tengo a dios —se dijo mirando las palomas sobrevolar el lugar.
—Nos tenéis a nosotros, hermano Marcus —salió una voz de la niebla. Tuvo un ligero sobresalto, pero no era una voz hostil. Dos hombres de capa blanca con la cruz bermeja marcada al hombro le abrazaron: “Juntos otra vez”. Enseguida Marcus los puso al corriente sobre Prevost hijo y las tremendas circunstancias vividas, y luego oraron tomados de la mano. Justo en ese momento, el francotirador colocó a uno de ellos en el centro de la mira, iba a disparar, pero… no pudo. Un enjambre de palomas blancas cubrió el blanco, la niebla oscureció todo, las palomas atacaron sus ojos y manos, y al caer del árbol rodó ladera abajo.
A miles de kilómetros del castillo, el audio de larga distancia del centro de mando de la operación recogió la exaltada voz del jefe del comando ordenando a sus hombres derrumbar con explosivo la entrada tapiada del castillo. Pero de inmediato Donovan abortó la orden. “Busque otros medios sin hacer ruido, capitán” y observó inquieto la imagen reflejada por el satélite: una caravana de vehículos de la Guardia Civil española avanzando por la carretera de Cornatel. “Capitán, sólo disponemos de una hora, no pueden quedar evidencias en el terreno”.
El jefe del comando escuchó desconsolado la orden. Volvió a enfocar el espectro del castillo con el anteojos, antes de tomar una decisión. Se detuvo en uno de sus malheridos soldados, quien juraba haber sido atacado por palomas furiosas. Luego dirigió el visor hacia el lejano recodo de la muralla donde crecían montecillos de arbustos. Esta vez avizoró tres desconocidos saliendo de la niebla, bajando la cuesta a todo correr. “Huyen como ratas”. Y ordenó interceptarlos.
Por esa parte la ladera terminaba en neblinosas crestas de monte, un prado con tupido hierbazal cubría los altibajos del terreno. Parecía un pastizal abandonado cruzado por senderos, y más allá el terreno se elevaba con peñones desperdigados y farallones. Los comandos ejecutaron un rápido cerco y se internaron en el prado. Vieron llegar la primera oleada de palomas y arbustos zarandeados a poca distancia, y dispararon. El capitán, desde una posición dominante en una peña, podía ver las gorras que cubrían las cabezas de sus soldados, la vegetación removida en varias trayectorias, pero no los objetivos. Luego escuchó gritos.
Una ráfaga automática se apagó de pronto. Un comando cayó traspasado por una espada. Otro comando apuntó su arma al hombre que surgía de la yerba alta, espada en mano, pero no le dio tiempo a disparar. Alguien por detrás puso el filo de un cuchillo en su garganta y ordenó: “arroja el arma o te corto el alma”. Obedeció y en seguida fue abatido de un golpe en la cabeza. El que chocó con Marcus en una maraña de matorrales usó el codo y golpes bajos para quitárselo de encima y a la vez acertó un violento culatazo al rostro. Marcus cayó, vio opaco y escuchó hablar en inglés; el invasor comenzó a informar de la captura de un “objetivo de rara facha, con capa blanca”, pero de súbito enmudeció. Pudo ver su final. Tenía otro objetivo de capa blanca parado delante y una espada se clavó en su pecho. El capitán escuchó en su receptor el grito de dolor y la voz de una persona que no hablaba en inglés.
Los comandos escucharon a su jefe gritarles que salieran de la emboscada. En retirada dispararon sin misericordia al enemigo. Las ráfagas automáticas convirtieron el prado en hierba arrasada.
—Reporte, capitán —ordenó Donovan al jefe del grupo élite tras el cese del tiroteo.
—¿Qué le sucede, capitán —rumió un impaciente general Morgan.
Welles mantenía la vista fija en la pantalla donde permanecía la imagen del castillo envuelta en brumas. “Se metieron en la boca del lobo”, pensó. Sentado a su lado un general cuestionaba el desenvolvimiento de la operación en duros términos: “Inapropiada, ridícula, chapucera”. Uno de los asesores de Donovan tomaba notas, cariacontecido.
Desde Cornatel llegó la esperada voz.
—La operación ha terminado. Tenemos cuatro bajas, dos heridos graves, hay dos enemigos muertos, visten con batas blancas. Es extraño, combatieron con espadas; nadie nos habló de esta gente. Se inmolaron.
—Explíquese, capitán, no estamos para bromas —requirió Donovan.
—¿A cuántos espadachines enfrentaron, capitán? —preguntó Welles, mirando la cara demudada de Donovan.
—Solo tres. Uno de ellos huyó. Hemos registrado hasta bajo las piedras, todo está calcinado, no tengo idea de cómo pudo escapar, lo hubiésemos visto. Se esfumó.
—¡Maldición! ¿Cómo puede alguien esfumarse? —espetó Donovan y ordenó despejar el terreno. Calculó que en media hora estaría la policía española en el sitio.
Desde Cornatel les llegó el sonido del helicóptero que recogería a los diezmados comandos para llevarlos a Gibraltar.
—Ha llegado el rescate, misión cumplida —dijo orondo el capitán y se cortó la comunicación.
“Nos han derrotado, Donovan”, dijo Welles para sus adentros y abandonó la sala.
No lejos de allí, Pascal tomó la última foto de los hechos: la retirada en desbandada de la horda militar clandestina en un helicóptero. Soltó una exclamación de alborozo y soñó con el día que pudiera contar al mundo que existía una jodida conspiración a espaldas de todos. Presentaría pruebas inobjetables, mostraría cuántos crímenes son cometidos en las sombras, llenaría el Internet de imágenes insólitas, besó la cámara.
Robin García también había podido ser testigo de la retirada del helicóptero desde unos pedruscos ocultos por la niebla. Lo visto simplemente lo dejaba a solas en medio de toda clase de divagaciones. ¿Quién estaba detrás de una operación como aquella? ¿El viejo Welles había mentido? Tendría muchas cosas que preguntarle, aunque se disgustara. Ya iba a salir del escondite cuando oyó voces. Se asomó viendo decenas de policías desplegados por dondequiera. Finalmente la guardia civil tomaba cartas en el asunto. Se preguntó qué hacer. Pronto sería de noche; con un poco de suerte podría escabullirse y llegar hasta la camioneta Hummer escondida por los alemanes, por primera vez el temor a lo desconocido prevalecía sobre su innata sangre fría.