Capítulo 76

El enemigo está adentro

 

 

Era medianoche cuando timbró el teléfono, despertando a Solanos. Solo una persona llamaba a esa hora. “Me haría bien verte ahora mismo”, dijo la voz reposada del Papa y Solanos pensó que sería como otras veces que acudía a servir de paño de lágrimas cuando un desvelo martirizaba la conciencia del santo padre. Seguro pediría confesarse.

Este fin de semana ambos ocupaban alcobas próximas en el palacio de descanso del papado en Gastel Gandolfo, a unos 18 kilómetros de Roma. A Solanos le hacía bien estar en un sitio placentero y relajante que lo alejaba de la presionante atmósfera oficial de la basílica. Entró despacio a la alcoba del santo padre, quien leía un periódico, acomodado en un butacón.

—Solanos, he estado pensando sobre la conversación nuestra de hace unos días. ¿Crees aún en la existencia de un plan demoníaco gestado dentro de nuestra santa iglesia?

—No tengo pruebas, santidad, solo incógnitas, pero sí lo creo. Tenemos otros dos sacerdotes muertos, ambos trabajaron con documentos secretos del Vaticano.

Solanos se percató de que el Papa había estado leyendo el diario que anunciaba la muerte del padre Angelus.

—¿Conociste al padre Angelus?  —dijo el Papa, cruzando las manos sobre el pecho.

—Coincidimos a veces en la biblioteca y en los archivos, era una lumbrera. Pero en ese medio tuve más cercanía con el padre Juliano, fue mi tutor.

Solanos observó que la faz del papa reflejaba preocupación. Cuáles secretos querría revelarle que lo hacían vacilar. Sus ojos abotargados denunciaban que sabía algo que no lo dejaba dormir.

El Papa abordó directo el tema:

—Los jesuitas sí tienen evidencias de una conspiración, me lo hicieron saber. El padre Angelus dirigía una organización neotemplaria en Nettuno; pretendía utilizar documentos secretos para chantajear al Vaticano. Tenía vínculos con el padre Monet, robaron actas del processus contra los templarios, que Dios los absuelva. He ordenado una investigación a fondo. Tenías razón, fidelísimo amigo, el enemigo está adentro.

Solanos puso cara de atontado, se le salían los ojos. ¿Cómo el Papa podía dar tanto crédito a la información jesuita? ¿Por qué se dejaba engatusar de ese modo?

—Sí, mi santo señor, el enemigo está adentro, pero no son los neotemplarios, son más bien los asesinos de Monet, Angelus y Juliano.

—Es de suponer que entre ellos ajustan sus cuentas  —repuso el Papa—. La policía secreta italiana nos va a limpiar la casa de demonios, mi buen amigo.

Solanos recordó la carta que le enviase el archivero antes de morir. Pero se cuidó de no decir al santo padre que sí poseía evidencias. Sin embargo, no dejó escapar la ocasión sin abordar ciertas incógnitas y de trasmitir sus juicios.

—Santo padre, ¿ha oído hablar de la loggia?

El Papa lo miró con ojillos avivados.

—Ese caso fue cerrado, la secta P2, aquellos masones del banco Ambrosiano fueron a los tribunales. Estamos cercados por logias masónicas, lo sabéis, de ello hemos hablado si mal no recuerdo.

—Exacto, Santidad. No me confiaría de ninguna de esas logias. Creo que Monet sabía quiénes eran los asesinos, reveló que existía una logia negra capaz de dar un golpe de estado en la casa de San Pedro, ¿recuerda?

—Recuerdo algo, pero no olvide que el padre Monet era víctima de un frenesí emocional, incluso culpó a Dios de sus desgracias, no lo debemos tomar en serio.

—Tenéis razón, Santo Padre, solo tomaré en serio a los asesinos, no a los asesinados. Prometo investigar los hechos, para su tranquilidad. ¿Me llamó para algo más?

—Usted sabe por qué lo llamo a estas horas, necesito confesarme.

El Santo Padre cerró los ojos y se persignó. Solanos esperó por alguna anécdota de su adolescencia cuando las alucinaciones eróticas estimulaban la masturbación del novicio. Pero esta vez era otra historia. Le confesó uno de sus grandes secretos:  

—El Santo Grial existe, Solanos  —Mantuvo la voz serena—. Desafortunadamente en época de las cruzadas el secreto cayó en manos inéditas, gente que por alguna razón esotérica o demoníaca prefirió ocultarlo o temían revelarlo. Por siglos, la iglesia emprendió una cruzada clandestina para arrancarlo de la siniestra posesión profana, pero al coste de tragedias incalculables. ¿Qué sucederá cuando Dios reclame justicia por la sangre derramada?  —El Papa adoptó una actitud meditativa con la mano en la barbilla y tomó aliento—. El Santo Grial, contrario a la creencia general, no es el ajuar de Cristo, ni su sangre, ni una supuesta descendencia, sino un hecho de lo más común: la narración escrita de José de Arimatea sobre la pasión y resurrección de Cristo. Es cuanto sabemos los papas por generaciones gracias a la confidencia de un templario que vio las reliquias, el tiempo ha diluido muchos pormenores.

El Papa bajó la cabeza, murmurando rezos.

—Sería el único testimonio de alguien que vivió el parto de la cristiandad —dijo Solanos, atónito. No podía preguntar. La confesión creaba un secreto mayúsculo, sellado por un pacto sagrado de confidencialidad. Vio llorar al Papa. Era un anciano magno y dulce que desde su juventud temía al infierno. 

Solanos salió de la alcoba creyendo que flotaba en un sueño, pero le atemorizó estar tan solo en ese sueño. Llegó a su habitación y volvió a leer la carta del padre Juliano hecha a mano, cuyo texto era oscuro y trágico:

“Mi querido discípulo, recordad estas palabras: el padre Angelus q.e.p.d. murió por nosotros, por Dios. Esa muerte se llama la Logia. La muerte es la logia y los espías americanos, ellos son los grandes controladores. Y el Papa lo sabe pero les teme. El Opus dei y los jesuitas son los ojos y oídos de esa logia, invisible al común de los mortales. Las iglesias están infestas. La logia le ha robado la historia a Dios. Ellos me forzaron a entregarle documentos del cristianismo original, pero Angelus se negó, no les temía, le costó la vida. Parece que buscan un documento en especial, poco importa. Seguro queman los documentos, porque la nueva civilización estaría dirigida por la única versión del poder que conocen, la masonería omnisciente, la misma que fundó el imperio norteamericano, la que hoy construye el nuevo orden global. Me negué a ser uno de ellos, ahora vienen a matarme. Dios salve al rebaño”.

Solanos tomó un cirio y quemó la hoja escrita. También él conocía bien a la Logia. Le temía. Miró las paredes. ¿Estarían observando en ese momento por una cámara oculta? La idea lo estremeció. Se puso de rodillas y recostó la cabeza en el borde de la cama, abatido y triste. ¿Y si Dios ya no escuchaba?

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html