Capítulo 23
En pos de la revelación
Llegaron a Sevilla en la mañana. Katherina, mirando aquí y allá, exclamó: “Me priva Andalucía mora”. La madre de Ludovico, que los aguardaba en la verja de entrada, no fue efusiva con la visitante. Más bien se manifestó fría y distante y pronunció un seco “bienvenida, señora”, sin besos.
Mientras pasaban al interior de la casa, Ludovico refirió las peripecias del viaje y la razón de la visita “en pos de la revelación”.
—Madre, sigo interesado en los papeles de mi padre, tengo que contarte muchas cosas.
—Mejor primero sirvo el desayuno —dijo la madre, aparentando amabilidad, pero Katherina se sentía desubicada. Percibía que algo andaba mal por estar allí.
Durante el desayuno, Ludovico contó lo que contenía uno de los cuadernos de su padre.
—Madre, gracias a Katherina sabemos un poco más de nuestra familia. Parece que por alguna razón papá ocultó cosas del parentesco. ¿Qué significa que nuestra línea genealógica es diferente? ¿Sabes algo? ¿Por qué me llama príncipe?, habla de templarios, cosas así.
—No te ofusques, hijo. Tu padre era un artista de los misterios. Al envejecer empezó a escribir con doble sentido, me decía que la literatura podía cambiar el mundo. En una tertulia alguien lo acusó de practicar la sofística. Entonces, empezó a escribir en esos idiomas que nadie entiende.
Tras un breve silencio, Ludovico volvió a preguntar:
—¿Alguna vez te habló de un castillo y de los templarios?
—Disfrutaba hablando de castillos, lo sabes bien, Lud. Pero ignoraba a los templarios por ser herejes. Creí habértelo dicho.
—No eran herejes, madre, solo fueron acusados como tal.
—¿Alguna vez lo escuchó hablar de Cornatel? —intervino Katherina.
Katherina vio que le clavaban una mirada incisiva.
—Preferiría cambiar de tema —sugirió la anciana y pasó a contar cuando visitó el Reino Unido con su esposo; tan brillante que se veía exponiendo lo que era España a los británicos. España es una paella de culturas, les decía. Y los mortificaba con el tema del peñón de Gibraltar.
—Madre, ¿alguna vez me cuidó una nana? —dijo Ludovico, interfiriendo a la anciana. Esta, levantándose de la mesa, lo miró seria.
—Lud, ¿de dónde sacas eso de una nana? Tu padre estaría disgustadísimo con esas tonterías —dijo ofuscada, retirándose del comedor.
Katherina y Ludovico se miraron. Al parecer la anciana había vivido ignorante de muchas cosas del viejo, o quizás tenía razón en fastidiarse por misterios ingratos. Poco después ambos pasaron a la biblioteca del viejo Prevost, donde Katherina estornudó y mirando extasiada a su alrededor, dijo:
—Esto es un scientorum, qué maravilla.
Recorrió la estancia observando la incontable variedad de objetos colocados en mesas, vitrinas, estantes, suelos y paredes. Un museo de empatías y sublimidades impregnado de todo lo que un ser humano puede considerar como alto vuelo de la perfección, empezando por el culto a los íconos de la sabiduría y la tragedia. Inquisidores y herejes, vencedores y vencidos, forjadores y demonios, la gloria hecha transepto, la mediocridad remitida a una oscura cueva. Una lumbre eternizada sobre montones de falsos profetas. Todo misterio, secreto, hermenéutica, epistemología. La asombró que hubiesen escrito en el techo la frase del Zóhar inspiradora del hereje Giordano Bruno: “El mundo no subsiste sino por el secreto” y más adelantito: “Por qué sufren los justos”.
Katherina pasó su mano sobre el cristal polvoriento que cubría la imagen de Thomas More, el utopista decapitado. ¿Cómo había concebido el viejo Prevost a la sociedad ideal? Habría sido interesante saberlo, ya que los cuadros ordenados en zócalos y paredes, más que reflejar una manía culta de coleccionista, hacían pensar en un altar de teorías y antinomias tomadas en cuenta como paradigmas iluminantes. Sobre una meseta un libro abierto vertía los versos de Yeats, subrayados con tinta: “I’m looking for the face I had before the world was made”; justo al pie una flechita apuntaba a una carita humana horrorizada.
“También busco mi rostro, antes de existir Eva”, murmuró Katherina y se detuvo ante la regordeta cara de Martín Lutero, pintada por Cranach el viejo y pensó en cómo el sacerdote cismático buscó su propio camino a Dios, desobedeciendo. Allí estaba toda una pared cubierta de paladines auténticos: santos y prohombres crucificados, lapidados, desterrados, ultimados, quemados. No comprendió que los retratos de Einstein y Marx compartieran un mismo portarretratos, con algo escrito en el cristal: “Grandeza judía en decadencia”.
—Mi padre los consideraba socialistas decadentes por haber inventado la muerte teórica y atómica de la sociedad natural, por eso los puso juntos —apuntó Ludovico al verla con cara de extrañeza.
—Tu padre juzgó muy a la ligera —rebatió Katherina—. La muerte la aplican los gobiernos, no los sabios. Por si no lo sabes, Einstein tenía una sensibilidad socialista sui géneris, propugnaba un humanismo sin mezquindad política. Creo que Marx pretendía servirle a los pobres una sociedad justa, teorizó un idealismo algo incomprendido y manipulable.
Ludovico carraspeó, antes de decir:
—Lo acepto, doctora, pero Einstein creó una ecuación cuyo lado oscuro es que la energía expansiva y radioactiva liberada puede destruir nuestro planeta. Mi padre se oponía a tal cosa, era ecologista. Tampoco le gustaba el marxismo en manos de los rusos.
Ella movió el dedo índice, negando graciosamente.
—Usted podría ser un buen inquisidor, querido profesor.
Sonriente, Ludovico señaló el retrato de Erasmo de Rotterdam, centrado en una pared.
—Uno de los preferidos de papá, es una excelente copia del dibujo a pluma de Hans Holbein el Joven. Consideraba a Erasmo el autor más censurado del mundo.
—Leí su Elogio de la locura, me encanta —acotó Katherina y se desplazó a la pared aledaña.
Junto a diplomas y lauros otorgados al viejo Prevost por Oxford, Harvard, Sapienza y Sorbona, figuraba su foto de joven junto a El Pensador de Rodin. “Guapo tu papá”, dijo Katherina. Justo al lado, del piso al techo, había un collage de plumillas y grabados de quienes probablemente habían sido los ídolos del viejo: Newton, Aristóteles, Huxley, Voltaire, Víctor Hugo. Una pared exhibía nombres prominente escritos a mano sin orden: Spinoza, Castellion, Escoto, Cervantes, Pitágoras, Confucio, Kant, Mahoma, Conrad, Zweig, Nietzsche, Averroes, Boecio, Bernardo… Retratos de Dante, Da Vinci y Galileo flanqueados por cuadros de Durero y El Bosco ocupaban un espacio privilegiado junto al escritorio. Katherina dijo “guau” al descubrir junto a estos grandes la máxima latina de Francis Bacon que tanto le gustaba: Scientia potentia est, y musitó:
—El conocimiento es poder.
Katherina suspiró mirando las cosas que la rodeaban cuando llamó su atención un cuadro sinóptico esbozado a mano en una cartulina prendida con chinchetas en un tabique. Del título rotulado como “Malpaís, la saga del poder” partía un diagrama con casillas clasificadas. Una leyenda etiquetada en rojo: “Sectas que gobiernan al mundo”, tenía debajo: “Iglesias, Bancos, Judíos, Masones, Tiranías” con una reflexión en cartela: “Todo es una gran tiranía del dinero, el Novus Ordo seclorum de dos milenios, hermanos mal llevados se pelean entre sí y reparten migajas a sus siervos para tener contento a Dios”. Había símbolos en torno a las casillas: la cruz católica, la flor de lis, la swástica, la hoz y el martillo, la escuadra y el compás, la pirámide con el ojo fulgurante del dólar estadounidense. Un recorte de periódico con la foto del mafioso cinematográfico Don Corleone (en realidad Marlon Brando), se veía debajo de la casilla.
Katherina soltó una risita: “¿Qué honor ha de merecer la Cosa Nostra para figurar entre tantos inmortales? Me lo imagino”, y siguió husmeando en paredes y rincones, mientras Ludovico se ocupaba de registrar cajones y armarios. Mal alumbrado estaba un nicho detrás de una estantería donde la chica metió sus curiosos ojos. Había un cubo de hierro pintado de blanco casi tapando una cruz latina incrustada en la pared.
—Aquí hay una caja fuerte, parece un cofre. ¿Guardas algún tesoro de piratas?
Ludovico no contestó de inmediato. De repente pensó que tal vez había llegado la hora de abrir la caja fuerte blanca que los maestros cerrajeros consideraban impenetrable, al menos que la rompieran con explosivo. La protegía un mecanismo que obturaba el sello de un potente cerrojo. Solo alguna clave o una llave maestra podrían destrabar el rodillo de apertura. La noche de su muerte, su padre había estado a punto de revelarle la clave, pero expiró murmurándole solamente que jurase no decirlo a nadie, ni a su madre. Por el momento Ludovico descartó aplicarle explosivo porque podía dañar algo delicado depositado en su interior. ¿Qué hacer entonces?
—Debe ser el más resguardado de los tesoros porque ningún cerrajero puede abrirla —explicó Ludovico, acercándose a Katherina que examinaba perpleja la caja fuerte.
—Qué raro que nadie la pueda abrir —dijo Katherina, pensativa. Intentaba asir destellos de la memoria retornando a los vericuetos cifrados del cuaderno del viejo: un símbolo, una almena, una llave, dibujos, unas palabras asociadas. Volvió a estornudar.
—¡Jesús! Eso es alergia a la biblioteca de Alejandría, te invito a conocer Sevilla.
—Lo siento, vayamos por el cuaderno, creo que lo tengo —contestó Katherina, halándolo del brazo y explicó que quizás el cuaderno podía tener la clave para abrir la caja fuerte.
La anciana al oír pasos en las escaleras hizo un gesto de contrariedad. Aprisa repuso el cuaderno del viejo Prevost y una agenda telefónica en la maleta de Katherina, abandonando la alcoba de huéspedes por una puerta accesoria. En la habitación vecina pegó la oreja en la cerradura.
Ludovico, apenas entró a la alcoba tras Katherina aguzó el olfato. El exquisito perfume que siempre usaba su madre inundaba la estancia, le pareció extraño pero no hizo comentarios. Tan pronto vio que la chica echaba mano del cuaderno y se colgaba una cartera al hombro, abrió la puerta cortésmente para darle paso y la siguió escaleras abajo.
—¿No sentiste ese olor insoportable a loción barata? —dijo Katherina—. Por favor, diga que no aromaticen mi cuarto, soy alérgica.
La anciana pudo oírla y gruñó: “Qué arpía malcriada”.
De vuelta a la biblioteca, Katherina abrió el cuaderno y leyó porciones del texto. Abrió la libreta auxiliar donde asentaba la traducción y fue acotejando palabras y signos. Había una línea alargada de punta cruciforme, como una estilizada alabarda o tridente, embutida en un redondel, dentro de un cubo bosquejado en perspectiva. Comenzó a mirar el dibujo en distintas posiciones.
—Parece un signo rúnico, o un glifo maya —expresó Ludovico.
—Es un pictograma, hay muchos en el cuaderno —aseveró Katherina. Le puso el dibujo horizontalmente delante de los ojos—. Es una llave traspasando un cofre, ¿lo puedes distinguir?
Lo que miró Ludovico apenas lo convencía, recordó cierta propensión de su padre a graficar abstracciones, ideas y situaciones, pero qué resolvían con eso. Ella comenzó a traducir el texto vinculante: “La llave es nuestro castillo y el cofre de fierro blanco guarda tu niñez (…)”.
Quedaron alelados. Como siempre, faltaban palabras, ligazones, significados, pero la lógica compensaba las lagunas semánticas. Katherina era la más lógica de las criptógrafas, imaginó Ludovico.
—Con un castillo abriremos la caja fuerte —dijo convencida.
Se fijaron de nuevo en el dibujo, mientras ella expresaba una interpretación:
—Esta punta dentada es un castillo, ¿lo ves?, son las almenas, la otra punta corresponde al cabo de la llave que parece una cruz, el dibujo es una llave antigua común pero contiene la clave para abrir el cofre, el redondel es la chapa del dial de combinación, piensa.
“La llave es nuestro castillo y el cofre de fierro blanco guarda tu niñez…”. Ludovico volvió a escuchar aquella voz lejana, un rumor fuera de su tiempo, el mismo que asediaba sus extrañas levitaciones mentales. ¿Qué otro castillo podía ser sino aquel que rondaba sus sueños?
—¡Cornatel! —exclamó, como si hubiera descubierto un nuevo planeta. Corrieron a la caja fuerte y comenzaron a girar la rueda de combinación ajustando cada letra: c o r n a t e l. Un pasador percutió y entonces se abrió la pesada portezuela.
En ese momento Katherina hubiera querido saltar de regocijo y abrazar al hombre que permanecía agachado y boquiabierto, pero se conformó con oírle: “Eres genial, doctora”. De inmediato, Ludovico hurgó en la caja y extrajo un estuche metálico cuyo contenido vertió en el embaldosado del piso: papeles, dibujos y escritos, postales de viaje, sobres de carta vacíos, una foto, una biblia en miniatura. Primero tomó la foto, era la misma exhibida en Internet pero con alguien a su lado: una mujer bellísima de cabellera negra. Y tras ella la imagen de otra mujer, su madre, muy seria, bonita y joven. Obviamente, algún internauta había editado la foto para mostrar únicamente al niño.
Todo le parecía inaudito, raro, imposible, como estar en la inopia absoluta, pero Ludovico no hizo el menor gesto que delatara cuán perturbado y temeroso se sentía.
Katherina tomó la foto: “Qué niño más guapo”. Ludovico, sentado en el piso, seguía ensimismado en el descubrimiento: hojas con sus primeras letras, vocablos con su nombre, garabatos y caligrafías. Una postal que su padre le enviara desde la India: “A mi querido hijo, te extraño, pórtate bien con la institutriz”. Una carta destinada a su padre y firmada con una L era la de un chico que sabía escribir muy bien: “Padre, quiero ser como usted, pero no entiendo por qué me retiene en este aburrido colegio donde ya he aprendido todo sobre Dios y el Universo”.
Ludovico recordó cuándo y por qué había escrito la carta, aunque nunca llegó a enviarla. Katherina miraba un dibujo trazado en un papel, que lo sobrecogió.
—¿Me dejas ver ese dibujo?
Era una escena simple como la dibujan los niños: un somero castillito sobre un cerro, un niño de la mano de una figura femenina de pelo largo, otra persona con una espada levantada y nueve figurillas dispuestas en círculo alrededor de una cruz.
Ludovico sudaba frío y sintió un leve mareo. Ella notó que cerraba los ojos, apretando los párpados.
—¿Qué te pasa, cariño?
—Se trata de este dibujo —Le explicó que cuando viajaba en avión padecía de cierta tendencia regresiva, cierto déjà vu, sin saber si era una forma de soñar despierto o una fobia sicológica. Siempre se repetía una escena que lo perturbaba, “exactamente como la de este dibujo”.
Tomó el dibujo y fue tocando cada personaje con el dedo.
—Este de la espada es mi padre, esta mujer tan bella debió ser mi cuidadora, estos nueve hombres desnudos celebran un rito ante la cruz y este castillo debe ser Cornatel. Este niño —Quitó la vista del dibujo para tocar la foto del niño angelical de Internet—. Estoy seguro soy yo, pero me pregunto qué pasa, ¿por qué me pasa esto a mí?, han jodido mi privacidad.
Katherina, mirándole a los ojos, le contestó con dulzura:
—A lo mejor eres un príncipe de verdad, algo así como un ángel verdadero, la vida es una magia —Se acercó, besándolo en la mejilla.
Al día siguiente, la anciana los despidió con besitos viéndolos partir apurados. Enseguida se dirigió al estudio de su difunto esposo. Toparse con la caja fuerte abierta y vacía la paralizó. “¿Por qué no me dijeron? Se han burlado…”. Registró el lugar, exhalando imprecaciones contrariadas. Rápidamente llamó por teléfono y salía un contestador, hasta que respondió alguien. Apenas contó y lamentó lo sucedido, le dijeron: “Mal trabajo”. Colgaron abruptamente.
La anciana, nerviosa, recorrió las paredes del estudio, palpándolas, tocando los resquicios y las esquinas. En algún lugar tenía que estar el resorte para abrir los casilleros secretos del viejo. Tenía que encontrar el manuscrito a toda costa antes de que fuera demasiado tarde.