Capítulo 79
Guiñol conspirativo
Había elegido el café peor ubicado. El viejo edificio de enfrente obstruía la vista del obelisco estilo egipcio erguido en el corazón de Washington, pero a Welles no le importó. Solo deseaba que la cita tuviera un desenlace rápido y salir del torbellino. Ya la edad no le permitía excesos y quería poner en claro las cosas antes de perder el control y volverse olvido o cadáver. Miró su reloj y lo inquietó no ver al sujeto que haría la seña acordada. Era un día de mucho frío.
Pero el sujeto sí lo veía a él desde una cabina telefónica cercana. Se cercioró de que nadie molestaría (pensó en el FBI) y se encaminó al café. Pasó por delante de sus dos escoltas, mirándoles de reojo y cruzó la calle.
Welles distinguió al hombre alto de lentes, con suéter negro y bufanda, que se acercaba. Cuando lo tuvo delante, reconoció al enviado y se alegró de que en lugar de tratar con un simple mensajero como era la regla, hubiera venido uno de los artífices del gran rollo en el que estaba metido, el padre Augusto.
—Hola, caro amigo —dijo el recién llegado en inglés con acento, sentándose, y se estrecharon las manos.
—Qué bueno tenerte por acá —saludó Welles y escuchó la frase de contraseña.
—No me gusta Washington, prefiero la Atlántida, aquí es fría la primavera.
Welles esbozó una sonrisita, ordenó sendas tazas de café y golpeteó con los dedos en el bordillo de la mesa, como contraseña de validación. Tomaron el café y salieron a la acera, charlando como viejos amigos. En realidad se conocían de años, eran quizás correligionarios pero no amigos. No podían serlo, porque Welles no simpatizaba con los Maquiavelo, así fueran curas y críticos del Opus dei. El viejo jesuita excomulgado por Juan Pablo II por apoyar a los teólogos marxistas de la liberación y “voluntario” de la Orden de Malta, había creado la célula secreta “Hijos verdaderos de Jesús” con clérigos que le obedecían fanáticamente desde dentro y fuera del Vaticano. No lo hacían sin duda por afinidad de fe, sino por dádivas y promesas de poder. Aunque el padre Augusto vivía sin lujos, le sobraba el dinero; ser heredero de un multimillonario negocio familiar en Italia y Francia, con sede en Milán, le abría muchas puertas. Por una de esas puertas había entrado al engranaje de la masonería, escalando hasta las alturas, incluso más allá del grado 33, a la punta ultrasecreta de la pirámide, el dominio del ojo de la providencia.
Welles lo había conocido en una concurrida conferencia en Praga preconizando una idea del paraíso “recobrado”: un orden masónico infinito sin lucha de clases, basado en una democracia universal de “iguales” y de “tesoros compartidos”, impregnada de amor, paz y solidaridad, regida por la bienaventuranza divina y por una asamblea de sabios justicieros.
Al avanzar unas cuadras hablaron del hermoso trazado urbano de la capital norteamericana, pero Welles súbitamente cambió de tema:
—¿Qué ha fallado, hermano?
—El cazador nos traicionó, nos amenazó y mandó al carajo —alegó el enviado.
—Debes explicarte, ¿qué ha fallado en esto? —recalcó Welles, fríamente.
—No pudimos controlarlo, el cazador se fue a Cornatel, se cree capaz de hacer las cosas sin nosotros, quiere la reliquia. Pero ha dejado un rastro de sangre y muerte por donde pasa, ese cadáver colgado en la estatua es mala propaganda. Creemos que perdió la razón, intentó matar a su madre en Sevilla, monstruoso. Ahora el servicio secreto español está involucrándose. Tal vez el tesoro termine en la colección del rey Juan Carlos.
—No quiero oír estupideces, hablas como un perdedor.
—Mejor se calla, usted peca de incapaz, prometió soluciones —replicó el enviado mirando desdeñoso a Welles.
—Solo quiero saber qué falló. ¿Cómo puede un loco fastidiarnos?
—Le repito que ese loco decidió actuar por su cuenta, anda por ahí matando gente, a sus antiguos partisanos templarios. El Papa ordenó una investigación, ha comunicado sus temores a varios gobiernos, no quiere oír hablar de la logia, le dijo al general jesuita que hay que enterrarla. Cambió de pensamiento, hasta ahora no sabemos por qué, y su asesor no coopera, dice que está en contra de la violencia. ¿Ese Solanos es amigo vuestro, verdad?
—Solanos es de los nuestros, téngalo presente. El Papa no, ha sido solamente un aliado circunstancial —aseveró Welles.
—Estamos en un problema, ¿comprende ahora? Tenemos muchos ojos encima, podría estallar un escándalo. Nos echarían a la basura.
—Por tanto, no podemos dejar el edificio a medio hacer, somos los mejores albañiles —dijo Welles, sin darse por vencido, había parafraseado lo que tantas veces oyó de su padre: “Somos los grandes albañiles de la historia”—. ¿Qué han decidido vuestros jefes?
—Que la reliquia no puede caer en las manos de ese loco, necesitamos que usted controle la situación, ya tiene su dinero en el banco, es buen momento para un retiro.
Mientras escuchaba, Welles recordó las expresiones de su asistente Jason: “Jefe, lo que haya en ese castillo nunca será de nadie… muy probable sea un bluff, tal vez alguien nos está manejando como marionetas de un guiñol conspirativo, no sé… Si allí hay algo pertenece a las palomas, tal vez convendría no meternos con ellas…” Habían visto juntos las procelosas escenas de vídeo enviadas por el agente29 y Jason repetía: “No creo en demonios, ni en Dios, pero ese castillo me da mala espina, me espanta”.
—Hermano, ¿qué te hace pensar que el loco encontró la reliquia o lo que sea? Los demás lo intentaron en vano, aquello es una trampa.
—El puede, conoce el terreno, era uno de ellos —afirmó el enviado.
—Bueno, intentaré dar fin a lo que comenzamos, pero necesito me hable del cazador, sería sensato no me oculte nada.
El enviado no respondió de inmediato. Caminó en silencio, cavilando sobre las implicaciones de contarlo todo. Primeramente, la logia ponía límites a cierta información comprometedora y esta era una de ellas. Había rituales, nombres, personas, intereses, instituciones, urdimbres, negocios, claves, palancas y finalidades que debían permanecer en absoluto anonimato. El americano Welles podía ser confiable para la logia, pero no para él. En segundo lugar, aún guardaba la esperanza de que el loco cogiera el tesoro y regresara a vendérselo. Habló con naturalidad:
—Algo enloqueció a nuestro cazador. Simón es su nombre. Fue integrante de una secta hermética y mística, radican allí en Cornatel. Se consideran descendientes de una casta de templarios originales. Juró que no eran fantoches, sino templarios reales.
— ¿De dónde salió ese tipo? Cualquiera inventa una historia.
—Un día me tocó a la puerta. Quería proponerme un negocio, revelarme un secreto a cambio de dinero. Al principio no lo tomé en serio. Hay cada loco.
—¿Por qué te escogió para tal negocio? No debió ser fortuito.
—No lo fue. Me contó que el padrastro, gran maestre de la secta, hablaba de ciertos jesuitas malvados y comunistas que fundaban guerrillas secretas revolucionarias en los predios de Dios para preparar el trono de Lucifer, y mencionó mi nombre. Leyó mis libros. Por eso me buscó, me considera fiable, un ídolo, eso es todo. Me dijo que solo confiaba en los jesuitas porque habíamos sido perseguidos, como los templarios, por los poderes malignos. Cree que los jesuitas somos una orden militar, de historia no sabe un pelo.
—Te ganaste un buen socio —bromeó Welles.
—Acepté el trato bajo condición de que solo pagaría una historia creíble, avalada con evidencias. En realidad, no tuve razones para creerlo lunático. Es inteligente y lúcido. Eso sí, parece una persona sufrida, atrabiliaria. Tiene labio leporino, seguramente la fealdad lo atormenta, usa un pasamontañas todo el tiempo, se tapa la boca con la mano, nunca ríe. Agradeció mi hospitalidad y le di algún dinero. Por esta simple ayuda me llamó benefactor y besó mi mano. Una vez me hizo reír cuando preguntó cómo podía convertirse en jesuita revolucionario. Me di cuenta de lo afectado que estaba cuando se confesó de rodillas y llorando. Manifestó odio y desprecio hacia el círculo familiar, especialmente contra el padrastro, la madre y alguien que llama el príncipe. A la secta la calificó de banda de incivilizados seudo-religiosos, aunque afirmó que nadie la podría barrer fácilmente por ser templarios de verdad, guerreros. Me explicó que todos tenían sangre de los templarios originales del tiempo de las cruzadas, menos él y su madre. Habló de algo increíble: que la secta atesora reliquias importantes del cristianismo antiguo.
—¿Qué pasó con las evidencias que le exigiste?
—Me dijo que él mismo era la gran evidencia. Cuando le conté la historia a la logia, ya estaban enterados de dicha secta y lo referente a las reliquias, me dieron a entender que tenían comunicación con el santo padre al respecto. Por entonces este era molestado por las sectas, debes recordar que una cofradía francesa se atrevió a colocar en internet un anuncio ofreciendo mil millones de dólares por la cabeza del Papa.
—Claro que recuerdo, desde ese momento los hermanos me pidieron supervisión, aunque para mi sorpresa mi gobierno formalizó una operación a través de mi oficina. Luego intervino el Pentágono, la NSA, imaginé que el gobierno no quería compartir el botín con extraños, menos con la logia.
—Imaginó mal, querido Welles, es lo contrario de lo que usted pensó. La logia no quería demasiada presencia visible americana, vuestro ejército puede conquistar un país en veinticuatro horas, pero es incapaz de tomar un castillo templario sin el factor show. No aprobamos eso.
Welles hizo un gesto de estar de acuerdo.
—Entonces, ¿qué plan había para controlar a ese tipo?
—Un plan sencillo. Por suerte, Simón confraternizó mucho conmigo, le hice mil promesas y finalmente aprobó mi idea de restaurar a la civilización el relicario perdido de la cristiandad, escondido en Cornatel. Nos presentó un plan que consistía en seguir los pasos del príncipe, el tal profesor Prevost, a quien la secta ha de revelar el escondrijo del “legado”, así le dice al tesoro. Ese profesor es un elegido, un nuevo guardián, según él. Solo habría que esperar ese momento. Simón nos obedecía en todo, hizo muy bien el papel de sombra, ejecutaba las órdenes que le dábamos en clave por e-mail, eliminó a los matones de otras sectas, hasta que algo ocurrió y nuestros hombres lo perdieron de vista. Comenzó a presionarnos para que le diésemos rienda suelta. Repetía compulsivo la clave: “Los perros no ladran en la iglesia”. Le pedimos calma y nos echó maldiciones, nos llamó sarracenos. Se ha vuelto un descontrolado matarife. Sabemos que está en Cornatel, ya enviamos a los nuestros por él.
—Obviamente está allí. Démosle tiempo, nos llevará al maldito tesoro —Welles pensó en el agente29, ¿resistiría la presión?
—¿Alguna idea, hermano?
—Ninguna, pero me ocuparé de este asunto. Una última pregunta —pidió Welles, poniendo atención en una pareja de lesbianas que pasaban tomadas de la mano. “Ya nada es como era”, pensó.
—Escucho.
—¿Qué tipo de arma está empleando? No es convencional, troza y quema a sus víctimas. No es una común porra táser de defensa personal.
—Nunca lo vi con armas. Un hermano lo vio con un chuzo eléctrico, como un estilete, algo así. No sé dónde lo consiguió. También lleva consigo una corta espada en un morral. El tipo es de veras peligroso, muy sagaz.
Welles se detuvo de pronto al final de la acera y extendió la mano. El jesuita se la estrechó firmemente.
—Gane la logia, hermano Augusto —dijo Welles.
—Gane Dios, americano.
Tomaron rumbos distintos, perdidos en el gentío de las calles de Washington.