Capítulo 25
El juicio final, suenan las trompetas
La computadora portátil había permanecido prendida el día entero sin ninguna novedad. El hombre no quitaba la vista del blog del “blasfemo” que seguía desactualizado, con el mismo ramillete de viejos y repulsivos comentarios. El hombre había orado y fumado sin cesar, hasta que la inacción comenzó a batir la paciencia. “Dios, no me olvides, no me abandones, escucha mis ruegos”. Tomó un crucifijo y lo sostuvo a la altura del pecho, murmurando jaculatorias y reclamos.
Se levantó y caminó caviloso por la habitación, envuelto en una espesa humareda de cigarrillo. La tenue luz de una lámpara de mesa apenas revelaba un relieve de facciones rasgadas tras el pasamontañas. Ropas oscuras vestían a una sombra hercúlea de un metro ochenta que miraba constantemente los mensajes de texto de su BlackBerry, con creciente nerviosismo.
De vez en cuando lo animaba alguna entrada de alguien al blog creyendo que acabaría el hastío, pero odiaba que fueran comentarios de simpatizantes que solo sabían elogiar al blasfemo, poner bobadas indecentes o colgar diatribas imperdonables como “la religión es el opio de los pueblos” o “Alá es la alternativa”. Reaccionaba rabioso dejando alguna que otra protesta anónima: “Miserables aquellos que desafían la divinidad, el juicio final llega, ya suenan las trompetas”, si bien por ello se exponía a regaños. “No puedes hacerlo, no existes, no debes dejar huellas, dejad que dios se ocupe”, le repetían.
Estaba ansioso por ejecutar la próxima misión, la última y alcanzar la gloria. Los perros no podían ladrar más en la iglesia. Ni en los blogs, ni en la televisión, ni en los antros luteranos, ni en las logias, ni en las mezquitas invasoras. Allí estaba él, un humilde soldado de Cristo, para evitarlo. “Los cerdos aspiran a suplantarnos —le había dicho un dominico—. Nos toca impedirlo con una cruzada espiritual”.
“!Guerra a los infieles, como hicieron los cruzados, como hizo la congregación contra los herejes!”, gritó el gigante de rodillas.
Al fin observó que el titular principal del blog había cambiado. Acercó los ojillos para leer:
“…A pensar nihilistas, no tiren piedras a lo loco. El misterio de Cristo no es una bagatela, no lo echen al basural. Existe una verdad que supera la supervisión dogmática de la iglesia. Más allá de los poderes terrenales hay una verdad irrevelada que espera por la ciencia y la imaginación. Dios quizás espera dentro de vosotros y en la infinitud asequible, me dolería que el lucifer Voltaire fuera el irrazonable…”
Leía muy concentrado cuando entró el e-mail con la orden: “Ocúpate de cuidar a la mascota, el momento es crucial, cumplid, Dios contigo”.
Quedó pensativo y terminó de leer lo escrito por “el blasfemo”. Algunas cosas no las asimilaba bien. ¿Por qué le ordenaban cuidar a una mascota tan descarriada, el abominable rey de los ateos? ¿Por qué había que castigar a todos menos al profesor blasfemo, su odioso enemigo? Estaba harto. Mejor no hacerse preguntas, divagaba confuso. Aunque parecieran ilógicas, había que cumplir las acciones “transitorias” promulgadas por el superior hasta que llegase el momento del punto final, porque “agraciado sea mi superior, padre rector, adalid de Cristo como Pedro el Ermitaño”. No podía fallarle.
Abrió un guardarropa y sacó un voluminoso morral colgándoselo al hombro. Miró a través del visillo de la ventana hacia una noche sin luna. Se arrodilló invocando gloria y perdón. Le preocupaba violar mandamientos, pero no era cura, sino un soldado de la iglesia. Y partió resuelto a ejecutar la misión.