Capítulo 95
El amor todo lo puede
El palomo negro voló en ascenso hasta más allá de las nubes y atravesó un arcoíris. Al día siguiente sobrevoló el castillo de Cornatel y fue directo a posarse en el hombro de Ludovico, quien departía con su amigo Robin en un cafetín de la plaza principal del pueblo. Ambos tomaban café y se contaban historias de viejos amores, habían acordado asociarse para restaurar el castillo y abrirlo plenamente a la avalancha de turistas que llegaba a la comarca atraídos por los misterios templarios.
Robin pensó que por ser ya amigos, no tenía por qué seguir intrigado.
—Dígame, Lud, ¿qué hay allí bajo el castillo?
Ludovico se hizo el sorprendido.
—Oh, debe haber algún tesoro, eso lo sabe todo el mundo.
Robin sonrió.
—Hay algo más, profesor. Usted lo sabe.
Ludovico se llevó la taza de café a los labios.
—Amigo Robin, no pierda su tiempo. Es mejor cerrar ese capítulo.
En ese momento, Robin decidió franquearse.
—Quiero que sepa de mí, profesor. Y cerramos el capítulo.
Ya no le importó revelar quien era, estaba harto de vivir una doble vida: se lamentó de ser un simulador, un actor de baja categoría, “¿Sabe lo que es un yankee de mil ojos, un entremetido espía infidente? Y relató sus secretas vivencias, su implicación en “todo tipo de cochinada política”, e incluyó el drama de Cornatel entre sus grandes sinsabores tras bambalinas.
—Por suerte los espías se enamoran —dijo Ludovico en tono de broma, al verlo tomar un respiro—. Usted se ganó a la chica más bonita de la zona y se ganó un amigo.
Ludovico lo abrazó. Robin se sintió ligero como la espuma, como si la confesión hubiera purificado su conciencia y el abrazo fuera la absolución. Escuchó además que reabrían el capítulo:
—Pues le diré la verdad, lo único que sé de todo. A veces uno ve que suceden cosas, existen misterios incomprensibles. Cornatel es uno de ellos.
—No entiendo, profesor.
Ludovico guardó silencio un minuto. El honrado espía, por qué no, merecía saber un pedacillo del secreto, el más hermoso pero inasequible.
—Le diré qué hay allí bajo el castillo, espero me crea —Miró al cielo, a las palomas, a los ojos alucinados del amigo—. Allí habita dios.
—Me quiere tomar el pelo, profesor —protestó Robin.
—Es la verdad, yo era tan escéptico como usted, soy casi ateo.
En ese momento una bandada de palomas invadió la plaza y Ludovico les arrojó pizcas de cereal. Robin, resignado, no preguntó más. Prefería dejar las cosas así. No era pro religioso, pero tal vez Prevost tenía razón. Quién sabe. Llamó a su novia y le dijo: “Mi morena diosa, te espero en la plaza, el día está perfecto para irnos a escalar montañas”.
“Omnia vincit amor, el amor todo lo puede”, pensó Ludovico, miró la hora en el reloj de la iglesia y se despidió del amigo.
Unos turistas brasileños se acercaron y preguntaron cómo se llegaba al castillo templario de las nieblas. Robin les dijo cómo llegar sin tropiezos.
Ludovico atravesó el pueblo y llegó ante la estatua de la virgen. Besó el basamento y compró flores. Abordó su coche y tomó la carretera vieja de Cornatel a gran velocidad, con el castillo a la vista, la primavera vistiendo los campos de colores. Quería llegar a tiempo al aeropuerto; estaba loco por ver a Katherina y curioso por saber qué misterioso regalo le traía. Arriba, las palomas seguían el coche, jugaron todo el tiempo con el viento, sin apartarse de la ruta.