Capítulo 58
Dios en peligro
La llamada de Welles en la madrugada tomó a Solanos de sorpresa. “Los americanos son así de imprudentes”, pensó mientras le decían en italiano que no olvidara enviar urgente las aspirinas. “¿Cuántas veces te voy a decir que las aspirinas no quitan la migraña?”, contestó Solanos, “solo Dios, el amor y Venecia pueden ayudar”. “Pues necesito esos remedios, cura pendejo, es demasiado el dolor, ¿cuándo me puedes ayudar?”, dijo Welles con voz grave y colgó.
Solanos sintió las palpitaciones aceleradas de su corazón. Era el mensaje que no hubiera querido escuchar: Dios estaba en peligro. De Welles solo podía esperar fiabilidad, un consecuente celo con las leyes pactadas, total entrega a la confidencialidad de los sacrosantos designios cristianos. Seguro había descubierto una falla en la impenetrabilidad, una filtración impensada, o solo pretendía hacer más sólidas las prevenciones. Era un genio guardando secretos.
Después del atentado a Juan Pablo II, ambos habían pasado bastante tiempo hablando de historia en un café de Roma. Cuánta sorpresa al oírle exponer una versión distinta a la oficial respecto a lo que denominara “intríngulis” del atentado. Mientras las declaraciones oficiosas y la prensa mundial vinculaban al criminal turco Alí Agca con una conspiración de soviéticos y búlgaros, pues lógicamente quién más podía estar tan interesado en silenciar al gran atizador de la sublevación anticomunista polaca, un super selecto think tank de la inteligencia estadounidense, con ojos y oídos en todas partes, había entregado a sus jefes una versión siniestra: el asesinato había sido fraguado en el mismo Vaticano y las sospechas apuntaban a una sección encubierta de la Compañía de Jesús, utilizada como opción sicaria de la iglesia en circunstancias especiales.
“Los jesuitas son tan ingeniosos que cometen crímenes perfectos, por tal de salvar el reino del Señor”, había dicho Welles.
“Qué ocurrencias dices, amigo”, le contestó Solanos.
Welles era así, capaz de descubrir criminales y golpes de estado históricos hasta en el santoral. Solo existía un asunto que lo hacía titubear: el asesinato de Kennedy. Exoneraba a los demonizados, Oswald, la KGB, la mafia, los cubanos de Miami y a Fidel Castro, de culpas magnicidas, pero no se atrevía a más. “Un día te hablaré del asunto, en la vejez, cuando no me importe ser mártir, ahora quiero vivir la vida, enterarme de los chismes inteligentes”.
“Dios en peligro”, murmuró Solanos. No podía dormirse. ¿Qué le quería decir su viejo amigo yanki? Supuestamente los enemigos declarados habían sido duramente castigados y aniquilados en eventos impredecibles: la virulenta secta alemana, los seudotemplarios vengadores de Jaques de Molay. ¿Quién más intentaría atacar y destruir la santidad de Roma utilizando algún tipo de agresividad terrorista? o ¿quién procuraría chantajearla y menoscabarla por otros medios? ¿Acaso existía algún poder superior al de la iglesia?
“Dios puede estar en peligro, pero es indestructible”, dijo Solanos entre rezos. Llamó a un teléfono, habló en latín: “Padre Juliano, necesito de vuestra ayuda”.
—Véngase cuando quiera —le contestó una vieja voz italiana adormilada.