Capítulo 28

Casualidades de la vida

 

“¿Casualidades de la vida?”, se dijo Robin García, sentado en el vestíbulo del mejor hotel del poblado Bierzo de Cornatel. Alguien, mostrando una credencial de periodista, preguntaba al hostelero cómo llegar al castillo de nombre Ulver o Cornatel. “Ese castillo no está en nuestra ruta turística por el momento”, le explicaron, pero el individuo insistió en ir de cualquier modo porque debía hacer un reportaje por encargo para unas televisoras importantes. “Seréis famosos por mí, os veréis en National Geography y Televisión Española, BBC, CNN, hasta en China y Siberia”, exclamó.

Robin que fingía leer un periódico, se asombró de que dos huéspedes, sentados a su espalda, reconocieran con desagrado al periodista. “¿Aquel no es el paparazzi de la muerte, el de la tele?”. “El mismo, algo caliente lo trae a Cornatel”.  A Robin no le quedó duda: Cornatel podía arder como Troya en poco tiempo. Dejó el hotel sin que nadie lo notara en busca de lo necesario para salir a excursionar. Ya del agente García, asignado por la CIA a España, solo quedaba el interés en hacer bien el trabajo encomendado. Su fisonomía, cambiada drásticamente, mostraba la facha de un turista corriente, alto y de bigotes, que no se quita la boina montañesa para nada.  Cuando hablaba no sonaba las zetas, por lo cual optó por dárselas de ser hijo de canarios, criado en Centroamérica. 

Un taxi lo llevó a Cornatel, tomó fotos de los exteriores y al regreso pidió al taxista que lo dejara en un lugar cualquiera de la carretera. Deseaba regresar a pie, se justificó. Y regresó a pie, varios kilómetros, pero de nuevo al castillo, dando un extenso rodeo para no ser visto. Ni siquiera el pastor de la gorra que se sentaba debajo del olivo junto a sus ovejas podría detectarlo. Alcanzó el interior del castillo después de escalar una abrupta escarpa de cortante roca cubierta de un resbaladizo musgo, y allí esperó y esperó, asombrado de ver tantas palomas blancas posadas en los merlones de las murallas.     

Sentado bajo un olivo, junto a su perro adormilado, el pastor miraba pastar a las ovejas, en la cuesta pedregosa de un montecillo. Ningún momento era comparable a aquel cuando podía contemplar la grandiosidad del atardecer rodeado de los infinitos rumores de la vida. Esta vez percibió un sonido diferente, el desagradable ronroneo de un motor que disipó la sinfonía de los grillos y provocó una desbandada de pájaros. Se irguió, apoyándose en la cachava, soltó la bufanda y la manta que cubrían sus hombros  y buscó  en donde mirar sin ser visto.

Cuesta abajo, por un serpenteante camino vecinal, avanzaba una camioneta deportiva levantando polvareda. A esa hora no pasaban transportes alquilados por turistas ecológicos, lo cual alarmó al pastor. 

Al llegar a una encrucijada de vías, la camioneta, ocupada sólo por el conductor, no torció a la derecha para buscar una salida del valle, sino que tomó el desvío al norte, a pesar del cartel que indicaba en trazos destacados: “No pasar, riesgo de derrumbes”. El pastor entonces dedujo que solamente los cazadores ilegales y los buscadores de tesoros hacían caso omiso de la advertencia del cartel, y llamó por un móvil. Cuando alguien respondió, informó:

—Señor, tenemos visita por aquí.

La camioneta no pudo avanzar mucho, porque, en efecto, estaba el camino bloqueado por una barrera de derrumbes desgranados del risco. Desde un mirador de peñas, el pastor vio al hombre con una mochila a la espalda continuar a pie, y alzó la vista en dirección al peculiar copete de roca de un cerro perfilado en la puesta del sol. La torre de homenaje del castillo con sus almenas derruidas lo coronaba todo emergiendo de apretujados murallones encajados en los agrestes desfiladeros neblinosos de la cima.

El fotógrafo Pascal ingresó pasadas las cinco de la tarde al patio de armas del castillo. “Al fin estoy en Cornatel”, exclamó y aun tuvo suficiente luz natural para poder acometer una dinámica sesión de tomas fotográficas y de vídeo. Iluminándose con un casco de espeleólogo, exploró recovecos umbríos, bóvedas y un laberinto de angostos pasadizos que terminaban en paredes ciegas. No encontró nada sobresaliente, salvo que en las cornisas anidaba una miríada de palomas blancas que al notar su presencia comenzaron a gorjear  nerviosas y a sobrevolar en amplios círculos.

Pasó la noche sin ver fantasmas de templarios ni centellas cayendo del cielo, contrario a las leyendas que narraban toda suerte de fenómenos sobrenaturales. No lo atemorizaron ciertos ruidos ni los graznidos de lechuza, ni las espesas tinieblas. Pero sí lo picó la curiosidad al ver tantas palomas juntas y desveladas sobrevolando las ruinas. Sonrió pensando que pudiera ocurrir el mismo fenómeno —una avalancha de aves furibundas— como en el filme Los pájaros, de Hitchcock. “Uno nunca sabe, los pájaros son impredecibles, odian a los forasteros”. Se durmió lamentando no poder establecer conexión de Internet, después de asentar en su portátil las incidencias del día: “Cornatel no es más que un vestigio solitario cubierto de nubes y lleno de aves misteriosas…”

     

Robin había visto al presunto periodista subir la cuesta y entrar al castillo. Agazapado en una garita cercana, observó a Pascal explorar y tomar fotos, beber cerveza, cantar, brindar por el éxito venidero, desaparecer y aparecer en la niebla que se hacía más densa en el crepúsculo, y maldecir a Ludovico Prevost. Y en la noche, al comprobar que dormía como un tronco a la luz de un farolito de campismo, se le acercó sigiloso y tomó las cámaras y el ordenador portátil. En ese preciso momento, a cien metros allende las murallas, desde una atalaya improvisada en lo alto de un árbol, el pastor sorprendido creyó ver a otra persona pasar por delante de la tenue luz del farolito.

Robin aprovechó la noche para alejarse lo más posible. Estaba entrenado para correr varios kilómetros en montañas y desiertos. Recordó un atajo que aparecía en el mapa local y antes del amanecer llegó al hotel, exhausto pero seguro de que tenía un jefe que apreciaría cualquier información novedosa.

Pasó horas procesando la información y envió al receptor de la CIA una transcripción completa de los archivos del portátil de Pascal más las fotos, adjuntando un reporte analítico de la situación. Por último se quedó pensando en cómo devolver las pertenencias a su dueño.

El revoloteo de palomas despertó a Pascal en la mañana. Saltó de la cama inflable con ganas de café y miró en derredor. Un día de cielo límpido y azul, gracias a las leves nieblas. “La campiña española es realmente hermosa”, se dijo. Merecía ser eternizada en fotos y  se volteó a coger la cámara. No estaba, tampoco la cámara auxiliar, ni la cámara de vídeo, ni el ordenador. “!Carajo, me robaron!”. Registró la mochila y faltaban sus documentos de identificación. Salió corriendo desesperado a lo largo del pasillo de ronda de la muralla, mirando a todas partes y gritando. “¡Por qué a mí, carajo, no puede ser, malditos templarios! ¡Me la vas a pagar Prevost!”.

Sentado junto al olivo, el pastor vio la nube de polvo que levantaba la camioneta corriendo a mucha velocidad por el camino que torcía hacia el pueblo. Dio gracias a Dios por la calma recobrada e hizo una llamada. Quien contestó con un hola, lo escuchó decir en tono apacible: “Señor, el turista acaba de partir para siempre”. Luego explicó que no estaba muy seguro de lo que iba a decirle, pero mientras vigilaba toda la noche desde su posta, había visto una sombra pasar junto al intruso, quizás era no más un espíritu. “Pero ya el turista no volverá más, lo espantó algo”, recalcó. 

Sin embargo, Pascal no pensaba lo mismo. Mientras oprimía el acelerador de la camioneta, juraba una y otra vez que regresaría. “!Coño, los voy a joder!” En el medio periodístico lo conocían por ser un testarudo metiche que no dejaba reportajes a medias. Ahora con más razón estaba resuelto a fastidiar a quien fuera por tal de recuperar lo robado.

Desolado por la pérdida de las cámaras, trató de emborracharse. Sentía que odiaba a Cornatel, a Prevost, a sí mismo. Estuvo el día entero sin salir de la habitación hasta que recibió la llamada del recepcionista para que pasara a recoger un paquete. Cuando de regreso abrió el paquete (una caja sellada con varias vueltas de cinta adhesiva), no lo podía creer: eran sus cámaras y lo demás. Verificó que su inseparable cámara estelar estuviese intacta y la besó. Todavía estupefacto por el hecho de que existieran ladrones tan generosos y excéntricos, leyó la nota pegada en la tapa del portátil: “Perdone las molestias”.

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html