Capítulo 57

¿Creen de veras en esas historietas de Indiana Jones?

 

Subían la cuesta hacia el castillo cubierto de neblinas mañaneras.

—¿Por qué tomaste este camino?, tiene mucha escarcha —dijo Katherina a un desorientado Ludovico que la llevaba de la mano para evitarle resbalones. Ambos cargaban a la espalda sendos morrales.

—En realidad, estoy perdido. Por aquí llegaremos a la muralla sur, creo, la neblina no deja ver  —explicó él.

—Es embrujador el paisaje allá arriba.

Ludovico levantó la vista. La niebla grisácea aglomerada sobre las murallas, atravesada por un encaje de finos haces solares, había formado una silueta fantasmal del castillo. Notaron que la temperatura descendía notablemente mientras más escalaban. Alcanzaron el nivel más elevado en la base de murallas empotrada en el talud de un desfiladero. Ludovico calculó que podían trepar por un sector de sillares desmoronados. Pero Katherina se negó, atemorizada por la altura.

Desde arriba empezaron a caer esquirlas de sillares. Luego sobrevino un alud de piedras que no les cayó encima porque pudieron resguardarse bajo un alero rocoso. Se dieron cuenta que más abajo la roca formaba un foso cortado en una curva de la ladera sobre el que flotaba un colchón de niebla azulada. Caminaron pegados a la contraescarpa hasta que divisaron una abertura, una de las antiguas poternas secretas hechas para comunicar con el interior. Lamentaron encontrarla tapiada por un derrumbe. Pero pudieron orientarse con más facilidad ya que sobre sus cabezas se erguía la torre del homenaje.

—La entrada debe estar más adelante  —dijo Ludovico, pero Katherina lo pellizcó en el brazo.

—Me ha parecido ver a alguien allá arriba  —dijo, señalando hacia las almenas.

—Recuerda, este lugar es frecuentado por turistas, alguno madrugó.

Tales palabras no la calmaron. Había visto a un enmascarado que de inmediato se ocultó.

—Los turistas no usan caretas de Halloween, debemos tener cuidado.

—¿Caretas? —exclamó Ludovico y se detuvo a observar las porciones de muralla a la vista. Por primera vez llamó su atención que una capa de musgo se extendía por los muros con mutaciones de variados colores. Katherina  igual se dio cuenta y comentó:

—Qué raro, parece un musgo vivo, con motilidad mimética.

Ludovico se agarró a los salientes rocosos, trepando hasta la primera hilera de sillares donde tocó el musgo, una superficie gelatinosa que cambió instantáneamente de gris a un color intensamente verde. Bajó a explicarle que había una alfombra de musgo cubriendo las escarpas y la instó a caminar más de prisa y precavida. Un poco más adelante encontraron la portada entre las brumas.

Entraron al castillo al mediodía. En el interior también se avistaban parches de  musgo en los muros, pero se sintieron reconfortados. Ludovico corrió al tope del promontorio que afloraba en el patio de armas y vociferó:

—¡Aquí estamos Cornatel! 

—¿Y ahora qué hacemos?  —preguntó Katherina.

Ludovico miró en círculo.

—Ahora nos toca encontrar ese magnífico tesoro escondido, ¿no crees? Para eso estamos aquí.

—Empecemos por buscar la noria, es una alusión sagrada en el cuaderno de tu padre  —sugirió ella y su amigo asintió.

Ambos se sentaron en la roca a tomar un descanso y mirar el estupendo espectáculo del espeso manto nuboso suspendido sobre la mole fortificada.

—Las palomas le temen al frío, no se oyen —dijo Katherina al no ver ninguna.

—No viste aquel torreón, es un enorme palomar.

Allí estaban, posadas, observándolos inquietas. Algunas volaron en distintas direcciones.

—Alguien ha pernoctado en este lugar —Ludovico señaló una fogata apagada con desperdicios plásticos alrededor. También notó que al otro lado de la torre alguien había corrido a esconderse.

—Tienes razón. No estamos solos, tengamos cuidado.

—Lo sé, corazón. Nos están espiando, no soy ciega.

—Espero sean fantasmas pacifistas —bromeó Ludovico.

Katherina movió la cabeza y comenzó a hacer anotaciones en una libreta de viajes. Ludovico se extendió boca arriba en la roca pelada. Encima había nieblas, pero algo se movía dentro de ellas, decenas de palomas blancas. “¡Hermoso!”. Cerró los ojos. En lugar de nieblas, el sol resplandecía sobre el montículo donde un niño jugaba. Un madero le servía de tobogán para deslizarse desde lo alto hasta los brazos abiertos de la bella mujer que le decía “mi caballerito”. Aquella vez ella le mostró el colorido rojizo de las ruinas. Las plantitas que crecían en los resquicios de la muralla también se ponían rojas, hasta el cielo se enrojecía. Escuchó al padre explicar el extraño efecto: “La hiedra pone todo terracota y tiñe de sangre la tierra santa”. Ese día sucedió un milagro: una cosa voló cerca, una paloma negra, de pecho blanco, nunca había visto una paloma tan grande, de plumaje tan llamativo. La llamó y pudo tocarla, acariciarla. Tenía ensartada una pequeña bolsita de cuero en una pata. Le dijo: “¿De dónde vienes?” y la paloma por respuesta saltó a su hombro. El padre y la bella mujer se acercaron fascinados y exclamaron: “Ha llegado el palomo, está con el niño”. Luego escuchó al padre decir a la bella mujer: “Ha sucedido el milagro”.

—Lud, ¿eres ateo me dijiste?

Abrió los ojos. Tenía los grandes ojos de Katherina cerca de los suyos. Tosió y se sentó.

—¿Cómo decirlo? Quisiera ser ateo, pero no he podido serlo. Fue lo que dije.

—¿Pudieras explicarme? No me gusta la retórica.

—Entonces acepta la reticencia, amiga mía. Aún no sé lo que soy, me busco a mí mismo, soy mi propio lazarillo. Prefiero encontrar primero la verdad antes de ser un converso como mi padre. Creeré solamente en aquello que constituya una experiencia espiritual humanista, llámese como se llame. Creeré en los ejemplos de virtud heroica, por eso admiro a Jesús, ¿conoces a algún ateo que admire a Jesucristo?

—Creo más bien que las circunstancias forzaron a tu padre a solaparse  —replicó Katherina—. Mejor lo juzgas cuando termine esta aventura.

—Katty, ¿crees de veras que todavía la inquisición persigue herejes?

Ludovico se sonreía. Súbitamente sintió la mano ella oprimir su brazo.

—Mira, esos orangutanes —dijo Katherina, incorporándose. Dos grandotes con chaquetas negras, que cubrían sus cabezas con gorro de lana, avanzaban hacia ellos, portando pistolas. “Aprisa, Katty”. Se tomaron las manos y corrieron hacia las bóvedas ubicadas en el sitio más retirado del castillo, las que el folleto turístico denominaba caballerizas. Pero de ese lado surgió otro hombre al final de un callejón, que les dio el alto en alemán.

Katherina escuchó la simplona treta ideada por Ludovico.

—Trata de escapar por aquel portón y busca al guía, que me encargaré de despistarlos.

—No te puedo dejar solo.

—Corre, ve por Marcus, yo me ocupo de ellos.

Katherina corrió sin mirar atrás. Ingresó desaforada a un recinto y desde un escondrijo miró al exterior; ya dos hombres encañonaban a Ludovico. No vio al tercero. Seguro estaría tratando de sorprenderla. Caminó hacia la parte más oscura de la bóveda, pegándose a la pared. Siguió dando pasos a tientas hasta que chocó con trastos de madera. Sus ojos empezaron a acostumbrarse a la penumbra y fue definiendo formas de barricas a su alrededor. “Estoy en un almacén”, pensó. Caminó, evitando tropezar, hasta que la luz de una linterna aproximándose delató la inminente amenaza. Se ocultó en un recodo del muro y tan pronto descubrió la proximidad de un pasillo, corrió.

El alemán descubrió a la mujer huyendo por el fondo de la galera y disparó. La bala rozó el brazo de Katherina que no había visto el plano inclinado de una rampa por donde rodó dando vueltas. Cayó sobre un suelo encharcado y fungoso, en un espacio en tinieblas oloroso a moho, excremento y orina. Le dolía el cuerpo pero solo pensó en sobrevivir al ver de nuevo la luz persecutoria en lo alto de la rampa. Retumbó otro disparo y la bala rebotó cerca de su hombro. Se incorporó y corrió a ciegas por un pasadizo hacia la oscuridad.

De pronto los relumbrones de la linterna le permitieron ver dos boquetes oscuros, escogió el de la derecha. Pasó a un espacio tan reducido que tuvo que desplazarse agachada. Era un túnel sinuoso horadado en la roca que se iba estrechando en bajada. El corpulento alemán al encontrar las angostas bocas de los túneles comprendió que no podría continuar la persecución, temió quedarse atorado si se metía y masculló maldiciones.

Aterrada, Katherina comprobó cómo casi no cabía en el túnel, arrastrándose con el techo a un centímetro de la cabeza. Temió que la gatera al reducirse más la obligaría a retornar, pero ¿cómo daría la vuelta? Sólo una mujer delgada como ella podía escurrirse así por un agujero, pero no salir. Por suerte, había oxígeno. A ratos notaba un ligero airecillo en su rostro, mientras avanzaba tramo a tramo. Unos metros adelante escuchó los sonidos de la vida, vio claridad,  la cavidad se ensanchó, dando paso a una gruta que se abría en la pared de un risco a gran altura. Era una pequeña cámara ovalada surcada por murciélagos donde desembocaban dos galerías que conducían a un salón iluminado por claraboyas naturales. “Debo estar debajo del castillo”, pensó Katherina. Descansó un rato antes de emprender la búsqueda de algún pasaje subterráneo que la condujera al exterior. No avanzó mucho al darse cuenta que podía extraviarse en un peligroso laberinto de oscuras cavernas entrelazadas que iban escalonándose en sentido ascendente.

Regresó al salón de las claraboyas, desalentada. “Tengo que volverme adonde Ludovico de alguna manera, corre peligro”. Estaba rodeada de peñascos caídos del techo. Fijó la vista en uno de ellos, tratando de discernir algo que le llamó la atención. No había suficiente luz. Se acercó a observar lo que de lejos parecían rayas, tal vez dibujos rupestres como los de las cuevas de Lascaux y Altamira, imaginó. Pero no eran rayas, nada que ver con los conocidos dibujos primitivos, ni eran irregularidades de la roca, ni alucinaciones. Katherina exclamó estupefacta: “¡Dios, estoy en un santuario cristiano!”. Cada espacio del peñasco estaba pintado, grabado y escrito. Fue descubriendo alrededor de ella la más estupenda ofrenda de religiosidad críptica que había visto: cruces, símbolos, inscripciones, pictogramas.

El impresionante retablo ideográfico se extendía por el piso, las paredes y el techo. Una pared tenía pintada en negro una enorme cruz latina de más de dos metros de altura con una inscripción escarlata debajo: Domine tecum paratus sum et in carcerem et in mortem ire. Inmediatamente Katherina supo qué decía pues dominaba el latín: “Señor, estoy listo para ir contigo a la cárcel o a la muerte”. La frase que recordó del evangelio de Lucas habría tenido seguramente algún extraordinario sentido ritual por estar grabada en aquella cueva, pero ¿qué más había de inquietante en ella? ¿Qué más? “¡El cuaderno!”, exclamó al caer en la cuenta. La había visto anotada en el cuaderno del viejo Prevost y según Ludovico se trataba de una consigna combativa templaria.

Katherina continuó escudriñando las paredes hasta donde la luz permitía. No existía orden entre las abigarradas composiciones que se encadenaban. Fue distinguiendo dibujos en rojo y en negro de peces, manos, ojos, círculos concéntricos, soles, flechas, pirámides y aves, a los cuales se superponían esgrafiados, criptogramas, pentáculos, cubos de Metratón, números y figuras abstractas. Vio escrito el nombre más antiguo de Dios, el Tetragrámaton: YHWH, y murmuró: “Guau, me persigue lo inefable”. En la porción más alta del techo aparecía grabada una gran paloma rodeada de un inextricable graffiti y de leyendas bíblicas escritas en hebreo que la escasa luz dificultaba leerlas.

La impactó ver una lista de nombres legendarios que recubría paredes y recovecos: Santiago, Hugo de Payns, Urbano II, Sión, Salomón, Bernardo, Ulver, este último lo conocía de oídas. Un rayado tachaba los nombres de dos pontífices: Inocencio II y Clemente V, ambos auspiciadores de matanzas de herejes, el primero contra los cátaros, el  segundo contra los templarios. También el Baphomet, diablo del culto templario, estaba tachado. El número 1095 aparecía resaltado en rojo, una fecha, lo dio por seguro: el año que el Papa Urbano II proclamara la primera cruzada en tierra santa.

Otra pared tenía pintado un monte calvario con almenas en el tope y una cruz encima; muy cerca la conocida representación del Agnus Dei, el cordero de Dios; más allá se veían dos caballeros a lomo de un solo caballo, la imagen distintiva de la milicia de Cristo, el Sigilum Militum Xristi, el sello templario que plasmaba el principio de la hermandad. Katherina observó impresionada una escena que enseguida asoció a uno de los dibujos del cuaderno del viejo Prevost y a los dibujos del niño Ludovico: nueve figuras alineadas sosteniendo espadas en alto delante de una cruz, con la palabra “Salva Terra” debajo. Encima de las figuras estaba la palabra “zelotei” inscripta dentro de un círculo. Katherina miró en torno, murmurando: “Esto es fabuloso”. Al descubrir una gran inscripción en latín, griego y arameo abarcando toda una pared desde el piso al techo, comenzó a traducirla con asombro. Eran frases similares a las que había leído en el cuaderno del viejo Prevost. “¡Eureka!”, exclamó y su voz resonó en ecos.

Volvió a pensar en Ludovico, caminó hasta la boca de la cueva, se persignó decidida  y comenzó a trepar por el peligroso farallón. Escaló unos pocos metros hasta un rellano de la ladera donde se abría el agujero de una de las claraboyas que alumbraban la cueva; desde allí divisó arriba las murallas surgiendo de las brumas. Ante un paredón más escabroso y vertical, pensó que correría más riesgos pero continuó escalando. Apenas había trepado unos minutos, comprendió que la ley de gravedad podía más que sus desgarradas y entumecidas manos asidas a los cortantes salientes de piedra. En cualquier momento podía resbalar, no tendría fuerzas para sostenerse o habría un desprendimiento, sería el fin. Tomó aliento para seguir el ascenso cuando una cuerda colgó a su lado; asombrada dio gracias a dios y la agarró, “espero no sea otro depredador”, enseguida halaron fuerte alzándola hasta la base de la muralla. Afortunadamente la había salvado alguien conocido, un apuesto turista muy cortés que frecuentaba los alrededores del hotel. Robin García la saludó en inglés, dijo “tenga cuidado” y se marchó aprisa. “Oiga, espere”. Katherina vio que la niebla se lo tragaba.

Los alemanes habían trasladado a Ludovico al interior de una caseta de piedras, situada en uno de los flancos del castillo. De un empujón lo sentaron en una silla, con las manos amarradas. Desde el principio fue sometido a interrogatorio, con preguntas agresivas y redundantes en español, no dejaban de amenazarlo con un pistoletazo. Otro alemán se les incorporó maldiciendo, frustrado porque el objetivo había podido escapar por una alcantarilla. “Vigila allá fuera”, le ordenaron en tono áspero.

—Tenemos poco tiempo, profesor, ¿dónde está la capilla real?

—¿La capilla qué? Búsquela cerca de la entrada principal, es el recinto que está sin techo  —contestó Ludovico.

El alemán le encimó el cuerpo con expresión de desaire.

—Sabes bien de qué hablo, ¿no te pases de listo?

Extrajo un cuchillo de monte y dirigió la punta a la oreja. Ludovico sintió la leve penetración y luego el tajo, brotó la sangre. Pero no gritó, tampoco sintió dolor, ni se movió. Al alemán le sorprendió verlo impasible, sin mostrar temor.

—Así que eres de esos que no hablan, eh  —dijo acercándole la hoja manchada de sangre a la cara.

—No puedo hablar de lo que desconozco, ni siquiera sé quiénes son ustedes.

El otro alemán guardando su pistola intervino, fingiendo tono cordial:

—Nos envió el propietario de esa capilla, si colaboras nada te pasará, tienes mi palabra.

—¿Se refieren al Arca de la Alianza? ¿El Santo Grial? ¿El tesoro de Sión? ¿Creen de veras en esas tontas historietas de Indiana Jones?

—Le conviene no burlarse, profesor, más le vale —dijo el alemán, incómodo, prendiendo un cigarrillo, pensando en cómo ablandar al prisionero. El gran maestro había aprobado cierto grado de tortura persuasiva, así que probó tomándole una mano a Ludovico y le quebró un dedo. Lo extrañó no sentirle un quejido.

—Parece que este cabrón es insensible al dolor, jefe, probemos con esto  —dijo el otro alemán y dirigió la punta del cuchillo a un ojo de Ludovico, quien permaneció inmóvil, sin pestañear.

El alemán apostado afuera no pudo evitar que la paloma blanca volara dentro de la caseta. Entró gritando para azorarla, pero tras él entró alguien más. Una figura alta, barbuda, cubierta con un manto negro marcado con una cruz. Los alemanes no tuvieron tiempo de reaccionar ante la pistola con silenciador que les escupió tres fatales balazos. La paloma revoloteó, escapando. Otra persona con capa negra, desde el umbral, advirtió en francés: “No hay tiempo, salgamos de aquí”. Ludovico reconoció la vestimenta de los antiguos templarios negros. Lo condujeron afuera sin desatarle las manos, un vozarrón autoritario ordenó apurarse.

En el exterior las palomas comenzaban a aglomerarse ante la puerta. El empellón que sintió Ludovico le indicó que el trato sería atroz.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Adónde me llevan?  —preguntó en francés. No contestaron. Comenzaron a subir una rampa en dirección a la torre maestra.

Sonó un móvil en vibración.

—Ya tenemos el pajarraco, señor —contestó uno de los hombres en occitano y se apartó para no ser escuchado. Ludovico identificó aquel sonido, el antiguo idioma cátaro. Al regresar, el hombre caminó a su lado; el otro iba delante con una subametralladora en ristre. La rampa desembocaba en una explanada, cerca de la torre.

—Somos de una sociedad arqueológica, profesor. Usted tiene una información que nos interesa.

Ludovico escuchó, pero ya no deseaba oír más, harto de la pesadilla. Sentía la sangre de su oreja trepanada rodando por su cuello. Le dolía el dedo quebrado. Escuchó de nuevo:

—No le haremos daño, solo queremos nos muestre el relicario.

“Una capilla real, un relicario, cuánta novelería, por qué me persiguen estos brutos de mierda, por qué los templarios se han vuelto locos, qué habrá sido de Katherina y de Marcus”.  Ludovico se paró en seco, cerró los puños y presionó reventando el amarre de las muñecas. El que caminaba delante se volvió y lo encañonó, quedó atónito porque el reo hubiese podido romper la atadura.

—No se detenga, ni se resista por su bien —dijo el hombre parado a su lado, que parecía imperturbable. 

Pero Ludovico no caminó. En medio de la explanada, se encaró resuelto:

—No me muevo. No me gusta su facha de comparsa templaria. Este es mi castillo.

Los dos hombres, turbados, intercambiaron miradas.

—Camina, imbécil —rugió un templario empujándole con rudeza, sin apenas poderle tambalear. Ludovico observó la ferocidad de una mirada fanática y un golpe embistió su cara. La sangre chorreó por su nariz, pero no fue derribado. Volvieron a gritarle que caminara.

De pronto un templario desenvainó una espada de la funda colgada a su espalda. Ludovico creyó que lo iban a tajar. El otro hombre arrojó el arma de fuego y también empuñó una espada. Miraban impávidos hacia la niebla. Una sombra ingente se acercaba corriendo: “Fuera de Cornatel, forasteros de mierda”. Era la voz del guía, blandía una espada enorme, le colgaba una cruz del cuello.

Los dos hombres y Marcus colisionaron brutalmente, chocaron las espadas y se internaron en la niebla. Un tercer templario se sumó al duelo, armado de sable. Con insólitas maniobras de giros y brincos ágiles se desplazaron hasta el corredor de ronda de la muralla. La ágil esgrima de los templarios negros había tajado un muslo y la espalda del guía, pero fueron perdiendo velocidad ante las implacables estocadas de réplica. Media hora más tarde, un templario resbaló sobre una alfombra de musgo y murió traspasado por la espada del guía, quien sintió a otro que arremetía por la espalda. Tuvo tiempo de arrojarse al suelo y maniobrar la hoja, rajándole una pierna. El herido emprendió un contraataque, cojeando ensangrentado, pero sintió extraños tirones en sus botas, no pudo mantener el equilibrio y cayó sobre un zarcillo pastoso. Intentó alcanzar un asidero, pero un patinazo lo expulsó fuera de la muralla por una brecha del parapeto, cayendo al vacío. Quedaba un  templario que retrocedió y huyó.

Katherina, que había presenciado todo escondida en un cobertizo, corrió hasta Ludovico, abrazándolo. Caminaron en busca del guía, pero no lo encontraron. Ella se extrañó que tampoco estuviesen los enemigos muertos y contó lo que había visto. Se sentía alucinada.

—Esto que sucede es fantástico, no parece real.

—Es real, estamos en medio de una conspiración de locos —dijo Ludovico.   

Caminaron hasta encontrar un local cerca de la torre, y mientras tomaban un descanso se contaron sus respectivas vivencias.

—Este castillo es un santuario, Lud, y tu presencia aquí tiene un sentido  —dijo Katherina, mientras le curaba la oreja herida.

Una pareja de palomas blancas voló al interior del local.

—Es el sitio más peligroso del mundo, Katty, debemos pensar en salir de aquí.

Katherina pensó en cuánta razón tenía el hombre que tenía enfrente y escuchó el arrullo inconfundible. Pronto sería de noche.

Había terminado el combate. “Increíble”, se dijo el agente 29, Robin García. Desde una aspillera de la torre  vio al guía caminar cojeando por el adarve de la muralla hasta que la niebla lo fue borrando. “Allá va el gran señor de las nieblas”.

Pistola en mano, Robin bajó por una crujiente escalera de madera y salió al exterior. La niebla había reducido a cero la visibilidad. “¿Por qué el jefe Welles nunca me advirtió de que estaría expuesto a tantos tipos peligrosos? ¿Dónde está el apoyo que me prometió? ¿Cómo me salgo de esto?”. 

Mientras trataba de encontrar respuestas para las preguntas que lo atosigaban, intentó dar con el paradero de la pareja. Consultó su reloj, preocupado. Había muchas horas de diferencia, pero qué importaba. La misión encomendada consistía en seguir y neutralizar a los terroristas alemanes de Thule, ya eliminados por misteriosos personajes disfrazados de caballeros antiguos. Misión cumplida. No sabía qué hacer ahora. Llamó a Welles, al número para en caso de vida o muerte. Pero Welles no contestó. Repitió la llamada pero sólo salía el mensaje grabado: “Hola, no deje mensajes, lo llamo de inmediato, gracias”.

—Soy 29, estoy en las Termópilas, conteste.

Pero nadie lo llamó de inmediato.

Cornatel, el secreto español
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