Capítulo 14
Hay gato encerrado
Roger Pascal no se cansaba de pensar en Ludovico Prevost. Lo tenía presente en decenas de fotos pegadas en las paredes de su estudio fotográfico y sentía una curiosidad rayana en lo enfermizo hacia el blog donde el gilipollas se portaba como un libérrimo gurú de los parias intelectuales. Había algo más: intuía que el atrevido profesor se haría famoso. Al leer un editorial católico que criticaba a “ciertos lenguaraces de pacotilla que usan Internet para azuzar las mentes débiles contra Dios”, comprendió que había potencial y que, oportunamente, conseguiría dar un palo publicitario.
“Este tipo tiene gancho, lo odian los odiosos”.
Días atrás, Pascal lo había seguido mientras hacía jogging en los predios verdes del parque del Buen Retiro pero sin conseguir que le hiciera caso. “Vaya a la bolsa de valores, allí están los conspiradores”, no más le pudo sacar y unas meras fotos.
“Seré el periodista freelance mejor pagado de Europa cuando este tipo muestre sus garras de Satanás liberal”, pensó ilusionado, dando pasos por el estudio.
Se sentó a mirar las últimas fotos tomadas en la biblioteca de la universidad en las que Ludovico leía montañas de libros sobre los caballeros templarios. “Ahora le dio al profesor por esos desgraciados espadachines del Señor”. En varias fotos aparecía una bonita bibliotecaria rubicunda mirándolo de reojo o dirigiéndole la palabra; la recordó coqueteándolo. Más allá, en una mesa apartada, el lente de alta resolución había captado a otra persona que también leía un libro sobre los templarios, con el título en francés.
“Al menos la moda de los best seller honra a los muertos”, se dijo.
Miró los acercamientos de zoom que le hiciera al rostro de la bibliotecaria. Super fotogénica, con cierto parecido a Paris Hilton y un lunarcillo sexi cerca de la comisura labial. “¡Qué boca!”. Se acercó más a la foto: “¿Dónde he visto ese lunar?”. Quedó pensativo, como escrutando recuerdos muy fugaces y lanzó un “coño, no puede ser, la belleza muerta tenía un lunar idéntico”, saliendo disparado del apartamento.
Pascal había estado el día anterior en el depósito de la morgue, donde un amigo médico forense solía proveerle “asesinatos de primera plana” por una buena comisión. Mientras lo conducían a ver el cuerpo de un conocido torero gay que muriera por sobredosis de cocaína, se fijó casualmente en “la fémina inanimada y violácea sobre la camilla, el lunarcito, la vida sin vida, digna de una foto”: una fulana muerta, con un tiro en la sien. “Un necrófilo pagaría una fortuna por el libido de la desdichada”, comentó. El amigo conocía el caso. Era prostituta de lujo, la amante de un drogadicto pudiente de Toledo, ambos asesinados y arrojados a una laguna, según el reporte de la policía. Uno de esos casos oscuros, de mucha reserva y olfateo policial.
Estaban los investigadores de criminalística discutiendo detalles del asesinato, cuando el amigo también habló del muerto: “Dicen que es un peje gordo de la iglesia, diplomático, algo de eso”. Sin pensarlo, Pascal enfocó la cámara hacia el cadáver de la chica, pero dos ceñudos policías pusieron sus manos sobre el lente y lo convidaron a que se marchase.
Esta vez Pascal llegó corriendo a la morgue, loco por información sobre la prostituta del lunar, y encontró a su amigo Jordi taciturno y poniendo excusas de que tenía un trabajo terrible por delante.
—No me preguntes más, es peligroso, hasta los cadáveres han desaparecido.
Pascal quedó pasmado.
—¿Que han desaparecido? No puede ser.
Desde luego, la gastada historia de una “bella de día” con dos personalidades, bibliotecaria de día y prostituta de noche, no le cuadró a Pascal. Tampoco le convenció la descabellada versión del amigo de una posible rapiña de necrófilos y tánatos. ¡No jodas! Ahora desaparecían cadáveres de las cámaras congeladas del necrocomio, como en las películas. ¡Absurdo!
—¿Dónde llevarían los cuerpos, Jordi? ¿Estás bromeando?
—No sé, seguro al infierno —dijo el amigo nervioso, alejándose de prisa—. Ya sabes, en boca cerrada no entran moscas.
Siguió a Jordi, pero este se le encaró:
—Si hablo, me matan, ¿entiendes? Dejadme en paz.
Pascal salió tenso del edificio de la morgue y prendió un cigarrillo. Caminó hasta la cercana entrada del Metro y se detuvo. “Prevost, tú tienes la culpa de todo esto, eh”. Arrojó el cigarrillo y entró a la estación subterránea. Las dos personas con facha de gitanos vestidas con camisetas Harley Davidson que lo estaban siguiendo, hablaron por el móvil y abordaron un coche que llegó a recogerlos.
Mientras el tren lo llevaba de regreso a casa, Pascal tuvo tiempo para pensar en lo huidizo de la fama. “Hay gato encerrado”. Por el momento guardaría la información, pues recién comenzaba el show.