Capítulo 70
La Venus del espejo
Dormía bocabajo sin almohada, con la cabeza ladeada, cerca del cono de luz de una lámpara. La manta cubría sus suaves curvas excepto los hombros, una pierna desnuda quedaba expuesta. Había dejado el ordenador encendido y papeles escritos. Así vio Ludovico a Katherina cuando entró en puntillas de pie a la habitación para no despertarla.
Estaba informado por el recepcionista que la señora no hacía mucho había llegado y enseguida llamó con la noticia a Marcus, y ambos dieron gracias a dios por devolverle a la chica.
Ludovico, feliz, hubiera querido despertarla, abrazarla, besarla, pero lo que hizo fue sentarse en la cama, a mirarla con un sentimiento que deleitó sus sentidos. Los encantos de la heroína durmiente lo dominaron. Contempló sus dulces facciones y redondos hombros, luego la extremidad descubierta que terminaba en un bonito pie. “Eres la Venus del espejo, mi querida profesora”. No había pasado un minuto y pasó al cuarto de baño murmurando por lo bajo: “Fuera tentaciones”.
Hasta que algo sonó en la ducha, Katherina había dormido tranquilamente. Abrió los ojos sobresaltada. No estaba soñando, había un grifo de agua abierto. Se deslizó asustada de la cama y muy despacio fue entreabriendo la puerta del cuarto de baño. Adentro vio el cuerpo desnudo de Ludovico parado en la bañera bajo el chorro de agua y se le escapó una exclamación: “¿Eres tú, Lud?”. Al verlo reaccionar con pena trancó la puerta, pero en ese momento se sintió la mujer más feliz del mundo. El guapo héroe estaba de regreso.
Ludovico salió del baño descalzo, en bermudas y con la camiseta puesta al revés. “Qué bueno verte bien, Lud”, dijo Katherina alborozada y se abrazaron. “Te extrañé, amiga mía”, confesó él. Fue un abrazo intenso y largo. “Temí que te pasara algo, mi príncipe”, murmuró Katherina, mirándole con ternura. Aún abrazados, le ofreció los labios al héroe que la miraba fascinado. Se besaron y fue una maravillosa noche para ambos.
Al amanecer, Ludovico dormía desnudo, observado por una pensativa Katherina. “Lo amo”, se dijo y acarició sus espaldas. Solo les quedaba un día juntos, pues habían acordado retornar a la “vida real” por rumbos distintos, ella a New York, él a su querida universidad madrileña. ¿Qué pasaría después? ¿Cómo los acontecimientos de Cornatel y el diario del viejo Prevost, aún sin descodificar totalmente, marcarían sus vidas? El destino seguramente no podría ser tan simple, una trivial separación después de hacer el amor más orgásmico que sintiera con un príncipe bueno. Por primera vez le pidió a Dios que le concediera el privilegio de amar y ser amada. Luego besó el diminuto número nueve que Ludovico tenía tatuado cerca de la cintura, un poco encima del glúteo, y volvió a dormirse.