Capítulo 51

Era un gran día

Era un gran día para don Angelo. Ordenó engalanar la villa y escogió un traje blanco para acudir a la entrevista con el emisario del papa en la catedral. Solo le fastidiaba que el emisario rehusara visitarlo previamente. ¿Cómo podía alguien ser capaz de hacerle un desaire?

Sin embargo, a Scarlatti le resultó fácil convencerlo de aceptar las reglas del protocolo por esta vez, pues si lo pensaba bien, el encuentro en la catedral, a puertas cerradas, secretum colloquium, después de una misa, lo había prescrito el mismísimo papa y, por tanto, sería un “acontecimiento histórico”. Las campanas retumbarían en Italia y Dios sería testigo.

El hombre pequeño y enjuto, vestido de sacerdote, que desde un óculo del campanario vio llegar la comitiva de don Angelo en hora, ni siquiera recordaba como rezar el padrenuestro. No se preocupó por el enjambre de escoltas que salieron rápidamente de dos limusinas negras para componer un cinturón de protección en torno al flemático magnate de traje blanco que al apearse fue objeto de saludos y aplausos por las personas que concurrían a misa. 

Don Angelo respondió sonriente con inclinaciones de cabeza y comenzó a subir las escalinatas. Los principales esperaban en la puerta de la catedral: el padre Scarlatti, el alcalde, miembros del gobierno local, representantes de las organizaciones altruistas y deportivas fomentadas por él, periodistas, religiosos que no conocía. Distinguió al sacerdote que había comparado con un arcángel. Nadie le había dicho que estaría allí. Qué extraño.

De pronto comenzaron a doblar las campanas. Don Angelo se detuvo, algo sorprendido. ¿Por qué campanas? Como todos, miró hacia la torre del campanario. Pudo descubrir una presencia en un ventanillo de la torre. También vio el fusil que le apuntaba. “Rayos”. Abrió desmesuradamente los ojos y calculó vanamente que tendría tiempo de esquivar la bala. Fue único testigo del fogonazo y el plomo penetró en su entrecejo. Nadie escuchó la estampida, los campanazos no cesaron hasta que el cuerpo de don Angelo rodó como una pelota por la escalinatas.

El sacerdote pequeño y enjuto dejó el campanario corriendo escaleras abajo; llegó a la misa que seguía su curso, a pesar de que en el exterior se podía escuchar gritería y lamentos. Se arrodilló en un reclinatorio y fingió murmurar oraciones. Algunas personas aglomeradas en la puerta de la iglesia gritaron “¡mataron a don Angelo!”, sonaron las sirenas de la policía, pero el arzobispo no detuvo el sermón por la salvación de las almas, no existían razones para hacerlo, porque era un gran día.