Capítulo 41

Otro cisne de piedra

 

 

Levantando el cayado, el guía dijo: “Allí lo tenéis”.

Un cerro empinado mostraba sus desgarraduras rocosas y laderas verdes sobre una alfombra arbórea. Una impresionante escarpa tajada caía más de doscientos metros en un barranco desparramado en las estribaciones, con picachos y covachas. Por la pendiente subía un camino perdiéndose entre bosquecillos y pastos crecidos. Coronando la cresta entre finas nieblas, el castillo de Cornatel exhibía su portento con gruesas murallas almenadas, empotradas en los bordes del farallón y una elevada torre de homenaje sobresaliendo del conjunto. Un paisaje extraño a los ojos; a ciertas horas se le ve alucinante.

—Véanlo, ni más ni menos que un clásico castillo lleno de leyendas y muchas nieblas  —dijo el guía, con tono animoso.

Lo mismo pensó Katherina, pero reconoció que el enclave tenía una magia interesante y singular. “Un castillo encantado, otro cisne de piedra”. Para Ludovico, sin embargo, lo que estaba mirando calaba en sus pupilas como reencuentro, con formas y dimensiones trasmutadas por el tiempo. También su padre había levantado un cayado y dicho: “He aquí nuestro castillo”. Por entonces la mole de piedras parecía fantasmal, refugio de brujas y ánimas, como decía su nana, pero lo que aprendió aquella vez fue distinto. Alcanzaron lo alto de la torre maestra para mirar la vastedad de España próximos al cenit del cielo, y su padre gritó a los vientos: “Dios de la vida, aquí tienes a tu hijo”. Ahora constató que el castillo era más chico que aquel y sintió nostalgia por la ausencia de ese padre que lo llevaba a jugar en las ruinas para hablarle de la historia del mundo y de la “máquina perfecta”, como denominaba al universo.

Ludovico volvió en sí, ante la mirada penetrante del guía. Katherina le puso la mano en el hombro.

—Esto es un ensueño gótico, ¿verdad, profesor?

Dijo sí y se adelantó por un sendero. Fue el primero en entrar a la fortaleza. Los demás llegaron pisándole los talones, encontrándole parado encima de un mogote rocoso que sobresalía en medio del patio de armas. La neblina comenzaba a disiparse.

—¡Al fin estamos en Cornatel, Katherina!  —gritó Ludovico.

Sentados en la roca, para tomar un descanso, los tres miraron extasiados el paisaje circundante por encima de las almenas, el inmenso valle que se extendía sin fin. Ludovico y el guía siguieron como si nada cuando comenzó el arrullo, pero Katherina sí notó un suceso increíble: estaban rodeados de un desparrame de palomas blancas.  

—Las palomas, las eternas moradoras de este lugar, nos dan la bienvenida  —dijo el guía.

Otra vez Ludovico creyó que escuchaba frases de su padre, redichas por el guía, y viéndolo bajar de la roca, habló: “Gracias por traernos a Cornatel, don Marcus”.

Katherina bajó de la roca a saltos y corrió tras las palomas, riendo. Subió al camino de ronda situado a lo largo de las almenas y gritó:

—Este paisaje es un sueño, tomemos fotos.

Desde un morrillo cercano, Pascal centró la cámara y captó las instantáneas de Katherina en los merlones de un parapeto, asomada al precipicio. No se dio cuenta que muy cerca, agachado en unos arbustos, Robin García también tomaba fotos con la minicámara de su móvil. Más allá, dos hombres se deslizaron por detrás de un cayo de matojos. El guía ya había escalado hasta la explanada de la torre a observar los alrededores con prismáticos. Pudo ver un grupo de ciclistas que pasaba a los lejos rumbo al pueblo, luego atisbó unos matorrales que se movían. Del otro lado del curso de un riachuelo, descubrió  al fotógrafo y el fotógrafo a él. Pero también divisó algo que no veía el fotógrafo. Más allá, avanzando a tropezones, se acercaba un Hummer que intentaba atravesar pedregales y lometas para cortar camino. “Estamos cercados”, pensó el guía y miró hacia el patio. La pareja charlaba animadamente en la roca, observando un cuaderno.

Marcus bajó de la torre y voceó:       

—Es hora de regresarnos.

Lo miraron perplejos y negaron con la cabeza.

—Si recién llegamos  —protestó Katherina.

—Es que se acerca una tormenta. No podemos quedarnos aquí.

Ludovico sacó su billetera.

—Marcus, ¿cuánto te debemos? Regresaremos por nuestra cuenta, gracias por todo.

—Señor, no cobro por mis servicios. Pero soy responsable de las personas que traigo a este lugar. Salgamos del castillo.

—Quédese con nosotros, Marcus, incluso este es un buen sitio para pasar la noche bajo las estrellas  —sugirió Katherina.

—No, señorita, este es el peor sitio para pasar la noche, es peligroso  —dijo el guía con voz vigorosa.

—¿Peligroso? —exclamó Ludovico, inquieto por la firmeza del guía. 

—Sí, señor, el más peligroso de los sitios de España.

Todos se cruzaron miradas y optaron por la prevención. Media hora más tarde, Marcus los guiaba de regreso, pero no salieron por la puerta principal del castillo. El guía señaló una abertura en la muralla del fondo que facilitaría cortar camino y bajaron por un sendero resbaloso que descendía justo al borde de un risco hasta una quebrada.

Comenzaba el ocaso cuando llegaron al pueblo, agotados, desconcertados, frustrados. Ante la portada del hostal, el guía los abrazó: “Ha sido un gran día”. Ludovico sintió que Marcus se le aferraba al brazo como para decirle algo que no dijo.

—Señor Marcus, usted me recuerda ciertas cosas —dijo Ludovico y se despidió siguiendo a una volátil Katherina.

En la habitación, Katherina abogó por un baño reparador y propuso una cena frugal para después, no quería seguir engordando, luego vería qué hacer. Ludovico caminó hasta la ventana, abriéndola de par en par. Abajo el guía se alejaba despacio. “El buen Marcus tiene aspecto de gentilhombre, ¿no crees?”, dijo sin recibir respuesta, Katherina se fue a canturrear en la ducha.

Encendió el portátil conectándose a internet. El blog estaba atiborrado de posts insultantes, reclamos de seguidores rencorosos que odiaban no los pusiera al día. Les había advertido con antelación que podría estar ausente al menos un par de días a causa de un velorio, sólo para recrear la frase, y en lugar de comprensión encontraba una refriega de abominaciones contra “el occiso”, a quien acusaban de gamberro aguafiestas. Ni los muertos tenían paz en su blog, menos los vivos, menos él mismo. Hasta dios debía sentirse ofendido. Una de las apostillas lo sorprendió: “Cerdo mentiroso, así que irte de juergas con una ramera neoyorquina se llama ahora velorio”. Ludovico soltó un respingo. “Coño, ¿cómo es posible que estén enterados?” y pensó en lo translúcida que se tornaba su privacidad. La mayoría de los comentarios colgados al blog le acusaban de “ceder cobardemente ante el establishment” por haber filosofado con mano suave respecto al tema divino.

“Ahora toca actualizar esta monstruosidad”, se dijo y comenzó a escribir sobre la importancia de darse una vuelta de vez en cuando por la España rural y atávica. “Las leyendas que hay en todo lo que uno toca y mira cambian la percepción de la vida. Las brujas y los demonios incluso no son tan malos cuando se les conoce de cerca. Y donde hay palomas blancas es posible sentir que los ángeles existen, aunque seas ateo, pagano  o profano. Si encontráis la ruina de un castillo al paso, entonces se puede pensar en algún tipo de civilización desafortunada, como los templarios...”. 

Al terminar el escrito, el texto le pareció cursi y esotérico, pero a fin de cuentas los palcos solo pedían circo, no belleza. No estaba para escribir con finuras estéticas, con tanto cansancio aplastándolo. Además,  jamás lo habían criticado por colocar mal las comas ni de romantizar, sí por decir loas de los prohombres masones fundadores de la nación norteamericana y de las repúblicas latinoamericanas. Nunca quedaría bien con todos, ni con él mismo.

Solo le quedaba revisar el buzón del Gmail. Decenas de mensajes criticones, obscenidades, pajas mentales, lo usual. Como siempre estaba el que se repetía hasta la morriña: “Cornatel”, seguido del más reciente que decía: “Marcus”. No lo podía creer. Lo leyó intrigado: “Don Prevost, nos tenemos que ver mañana, usted y yo, solos. Tengo algo importante que contarle, Dios mediante”.

Katherina que se acercó por la espalda, en pijama, preguntó por qué estaba tan callado. La exhortó a que leyera el mensaje. Ella lo leyó reflexionando en voz alta:

—No me equivoqué, ese hombre tiene un aura, algo me dice que es una persona extraordinaria.

El guía Marcus había acabado de enviar el mensaje desde un viejo ordenador IBM y se relajó. En  media hora entró la respuesta: “De acuerdo, nos vemos”. Y cambió a otra ventana digital, donde tenía abierto el blog de Ludovico, actualizado con un reciente escrito sobre cierta “España rural, legendaria y levantisca”, del cual discrepó: “España rural no, mejor España esencial”. Tomó café y caminó hasta la mesa donde se apilaban libros. Abrió un cajón y extrajo una foto que había tomado hacía muchísimos años y la colocó en un marco. Se arrodilló y murmuró: “Dios, espero no sea demasiado tarde”. Miró de nuevo la foto del niño Ludovico, parado al lado de su madre.

Estaba orando cuando tocaron a la puerta. Solo podían ser turistas excéntricos que pedirían los llevara al castillo para alguna sesión de médium con fantasmas y almas en pena, en plenas tinieblas. Al abrir, la mano de Ludovico lo apartó para entrar.

— ¿Qué es eso tan importante que tenéis que decir, señor Marcus?

El guía no cerró de inmediato la puerta, echó primero un vistazo a la virgen y notó el bajón de la temperatura exterior. Al cerrar vio a Ludovico parado ante la mesa de los  libros apilados. Estaba tieso mirando la foto. Su propia foto.

Marcus no lo importunó. Hizo café y esperó distensión para hablar sin titubeos.

—¿Qué sabes de mí? —Ludovico se volvió y enfrentó la mirada serena del guía.

—Conocí a tu señor padre. Le gustaba venir a Cornatel, usted era muy chico cuando lo trajo por aquí. ¿Recuerda algo?

—¿Por qué el interés de mi padre por estos lugares? No entiendo.

Marcus le pasó una taza de café. Ante preguntas tan tajantes, recordó el consejo de los hermanos: “Déjalo que él solo se encuentre a sí mismo, lleva tiempo creer en lo increíble”.

—Vuestro buen padre sentía pasión por la arqueología. Hizo excavaciones y hallazgos. Decía que había descubierto a dios en Cornatel.

—Usted habla como si mi padre hubiese sido un tonto buscador de secretos bíblicos. Nunca lo vi interesado por las cosas de dios.

—Profesor Prevost, no sé cómo explicarle, pero usted vino a este lugar como lo hizo su padre, preguntándose cosas.

—Pues vine por...

Ludovico interrumpió la frase. Pensó en el persistente e-mail que decía “Cornatel” y en la foto suya colocada en internet (cuyo original apareciera en la caja fuerte, ahora duplicada delante de sus ojos en un portarretrato que pertenecía a un extraño), también recordó el cuaderno críptico. ¿Y los dibujos, las rememoraciones, aquel secreto que su padre había intentado decirle justo al morir? Hasta le había confesado que no era ateo. No tenía ningún derecho a cuestionar todo el tiempo al guía, procuraría ser sensato.

—¿Vino en pos del destino?  —dijo Marcus.

—Mejor diría que Cornatel me trajo, de hecho alteró mi vida —contestó Ludovico en tono relajado.

—Lo comprendo —avaló el guía—. Me pasó lo mismo. No puedo vivir sin ese castillo.

De repente escucharon ruido de motor, cosas quebradas, luego un encontronazo que les hizo correr alarmados a la ventana. Pudieron ver las luces del vehículo que se esfumaba en la noche. Apenas había claridad, pero sí la suficiente para darse cuenta que no estaba la estatua.

—Esos bandidos robaron la virgen, espera aquí —resonó angustiado el guía. Salió disparado a la calle y no regresó.

Al amanecer, cansado de esperar, Ludovico optó por retornar al hostal. Varias palomas sobrevolaron sus pasos. Sintió una agradable quietud, la sensación de ser una persona renovada.

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html