Capítulo 2

La foto del ángel

   

 

Ludovico no podía vivir sin la Red, estaba convencido de que el Internet era la primera de todas las maravillas inventadas por el hombre, el hecho civilizador más grandioso desde la imprenta de Gutenberg, ya que la humanidad podía disponer libremente de una cantera informática global que le serviría para desentrañar los misterios de lo divino y lo humano. Ni siquiera Dios estaba exento de que los navegantes en línea usaran la poderosa gnosis mundial para dirigirle e-mails devotos o conjuros ateos.  

Uno de sus seguidores internautas, con ínfulas de periodista, afirmaba haber entrevistado en directo al Santísimo, “más mente abierta de lo imaginable, no del todo políticamente correcto”. Lo imposible no existía en la inconmensurable y liberadora Web cibernética planetaria. 

Meses atrás, Ludovico había abierto una cuenta para crear un espacio o página tipo blog o bitácora, pensando precisamente en cómo establecer contacto con ángeles y demonios.

“Hay de todo en el ciberespacio, tal vez haya interesados en mi manera de ver las cosas al revés”, pensó entusiasmado y lanzó  Jaque al Rey, la nave de los profanos  “ideado para la especie más desgraciada del mundo, los Nuevos Ciudadanos no oídos por Dios y para los irreverentes con testículos heroicos y algo de poesía”, y en poco tiempo tuvo al mundo pendiente de lo que escribía, mayormente iconoclastas y librepensadores, lerdos enloquecidos que pedían la resurrección de Hitler, anónimos posesos que lo invitaban a debatir, hackers que prometían enviarle sida digital. No faltaron algunos de sus alumnos y alumnas que asomados al Chat confesaron, cara a cara,  la seducción de la contra natura y la irresistible influencia de Dorian Gray, Sade, Caín, Mesalina, Drácula, Calígula, Heliogábalo, este y aquel. “Jeje, la materia es débil, profesor, libérese”.

Maravillado porque el Internet ofrecía un locutorio privado más perfecto y liberador que el confesionario católico romano, contestó a sus contactos que también buscaba un interlocutor compasivo para él mismo, que no fuera por supuesto loquero ni cura “para purgar al hippie irreverente y pecaminoso que llevo en la calavera del subconsciente”. Las chicas, que lo adoraban, le juraron guardar el secreto, fidelidad eterna y una de ellas lo obsequió posando desnuda. No salía de su asombro cuando leyó lo que una alumna mandó por el canal de Facebook: “La masturbación lo ayudará a filosofar mejor, querido profesor, dále, sea contemporáneo”

A esos mismos alumnos, parte de los cuales eran becarios de varias nacionalidades, les consagraba tiempo y alma como profesor de humanidades en una universidad privada, católica y bilingüe de las afueras de Madrid, para algunos considerada una pequeña Harvard castellana, aunque otros tenían dudas si no sería  otra cosa que el alma mater hispana incubadora de los futuros think tank del Opus dei. Uno de los más serios periodistas españoles había asegurado que el financista supermillonario George Soros, promotor de la “mentalidad abierta”, estaba detrás del engendro.

Ludovico tenía una opinión distinta. Recordaba al periodista moscón que lo abordó mientras corría alrededor del parque madrileño del Buen Retiro, entrenando para un maratón.

—Doctor Prevost, ¿usted sabe que dicta clases en una institución de los grandes conspiradores?

—¿Quiénes son los grandes conspiradores si se puede saber? —replicó, acelerando las zancadas para desprenderse del intruso, y sin poderse contener gritó:

—Vaya a la bolsa de valores, allí están los conspiradores que busca. 

—Profesor, usted colgó en su blog un anatema contra el Vaticano y declaró en la tele que la curia romana es un bluff pasado de moda, ¿por qué? ¿Le simpatiza el nuevo ateísmo?

Cuando el periodista vio que se alejaba, desilusionado por no conseguir buenas respuestas, ni siquiera imaginó que Ludovico quería muy seriamente a su universidad. Cómo no iba a querer a la institución que conocía desde chico. Su padre, co-fundador de la misma, gustaba de llevarlo a recorrer las facultades del campus y solía sentarlo al fondo del auditórium, mientras dictaba conferencias sobre lenguas muertas. Aunque Ludovico debía más que todo a Oxford y Salamanca lo que sabía de filosofía y antropología, como filólogo sentía que pertenecía a la misma estirpe académica del progenitor, quien había dedicado su vida a descifrar los signos de las originarias escrituras del pasado.

 Además, quería a la universidad porque lo toleraba. No era purista ni aristotélico como su padre, sino un moderno comunicador liberal, encantador de oyentes . Rompía los moldes didácticos clásicos en una academia chapada a la antigua. Vestido con vaqueros gastados y chaqueta deportiva, a veces sin corbata, impartía clases, más bien conferencias liberales, peripatéticas, en las que proponía temas misceláneos que sirvieran para que los estudiantes mostraran cuán abiertos eran ante ellos mismos  y ante el ser y la nada.

En los seminarios “para pescar conocimientos”, como les llamaba, tendía a priorizar cuestiones de actualidad: la revolución wikipediana, la herejía Wikileaks, el choque de las in-civilizaciones, los clósets del Vaticano, el hazmerreír teorético Dios versus Big Bang, el armagedón vulgar, el sueño inmigrante del maná, China y el fin del imperio americano, el fenómeno History Channel, el desafío Yihad, la globalización del desperdicio, y otros temas de mucho efectismo irónico. Por lo general las clases concluían con un debate de ardorosos pros y contras y un Prevost motivado que arengaba: “Viva la antítesis, luchemos por la verdad que es y la que no es…”

El último de los seminarios había comenzado al recordar Ludovico que cada noche, por casi un mes, irrumpía en su computadora un e-mail anónimo con la palabra “Cornatel”. Cuando respondía al emisor preguntando “¿Qué quiere usted?”,  solo recibía la réplica automática de un servidor indicando que el e-mail enviado no existía.

Mirando a sus alumnos, expuso:   

—¿Alguien conoce ese lugar, Cornatel?

La noche anterior, en lugar de consultar el Larousse, había buscado información sobre el término en Wikipedia. Existía un castellum cristiano del siglo IX con ese nombre en Castilla y León.

—Fue una fortaleza de los Templarios en el siglo XIII, se llama castillo de Ulver, solo quedan ruinas habitadas por fantasmas —dijo un estudiante, absorto en  la pantalla de su ordenador portátil.

—El sitio ha sido saqueado por los buscadores de tesoros, pero nadie ha encontrado la espada de oro que enterraron allí los templarios —comentó otro estudiante, navegando en los archivos de datos de Google.

“¿Por qué alguien tiene tanto interés en hacerme conocer la existencia de ese castillo?”, pensó Prevost, confuso.

Sintió que una alumna lo llamaba.

—Mire, profesor, este bello niño vivió en Cornatel.

Al fijar su vista en la pantalla, vio la imagen en blanco y negro de un chico de unos nueve años con ojos asustados y desvió la atención.

—¿Cómo  conseguiste esa foto?

—Mire, profesor  —insistió la chica—.  Ese aro de luz sobre su cabeza, como un ángel, le dicen  el aura celestial. 

En efecto, muy tenuemente, aparecía una corona circular iluminada sobre la cabeza. Prevost enseguida comentó sobre los increíbles trucos que se hacían con Photoshop y ordenó al aula a prestar atención. De inmediato propuso hablar sobre el enfriamiento global. Este invierno había sido el más crudo y largo en muchos años, por eso algunos cuestionaban con razón la teoría del calentamiento global. “¿Quién puede aportar alguna novedad al respecto?”

Un chico con expresión picarona dijo que prefería el calentamiento global a las heladas, “pues en verdad es más rico para ciertas cosillas”, mientras otro intervino para acusar a los ecologistas de “negociantes calenturientos y gilipollas”, provocando risotadas pero también desaprobaciones. “Al Gore tiene razón, el planeta se está muriendo, tómenlo en serio”, planteó otro estudiante, enarbolando convicción.

Media hora más tarde, Prevost manejaba a gran velocidad por la autopista rápida hacia la casa de su madre, en Sevilla. “Esa foto, qué raro, puedo jurar que la he visto en algún sitio, ¿dónde?”. En el camino hizo una parada, activó el portátil y allí estaba, ¡diablos!, otro e-mail con la misteriosa palabreja: Cornatel.

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html