¿«Paz en nuestra época»[103]?

4 de noviembre de 1938

Chamberlain proclamó que el acuerdo de Munich inauguró «la paz en nuestra época». Nunca como hasta ahora la gran política fue tan empírica, tan ciega, nunca se conformó hasta tal punto simplemente con «vivir al día», nunca se satisfizo tan rápidamente con resultados tan efímeros. La explicación está en que los que guían el destino del mundo, especialmente en Europa, temen enfrentarse con el futuro. Toda fórmula tranquilizante, por hueca que sea, responde a una exigencia real. ¿«Paz en nuestra época»? Parece entonces que todas las disputas y convulsiones de la política europea fueron producto únicamente de la existencia azarosa de Checoslovaquia o de que no se hayan reunido a conversar cordialmente los gobernantes alemanes e ingleses. ¡En realidad, casi da miedo observar la credulidad y la pasividad de una opinión pública que se conforma con esas banalidades azucaradas que les sirven las figuras más autoritarias!

Recapitulemos el abecé. La esencia de la crisis del mundo actual está condicionada por dos circunstancias fundamentales. Primero, el capitalismo clásico del libre cambio se transformó en capitalismo monopolista y superó hace tiempo las fronteras del estado nacional. De aquella búsqueda de mercados extranjeros para los bienes y capitales, la lucha por las fuentes de materias primas y, coronándolo todo, la política colonial. El segundo factor histórico es la desigualdad del desarrollo económico, político y militar de los distintos países. Se ha detenido el avance de los primeros países capitalistas como Inglaterra y Francia. Los de desarrollo capitalista más reciente, como Alemania, Estados Unidos y Japón avanzaron un largo trecho. Como consecuencia de esta radical y febril alteración de la relación de fuerzas cada vez hay que modificar con más frecuencia el mapa del mundo. El acuerdo de Munich no cambió nada en estas condiciones básicas.

Alemania comenzó la guerra anterior con la consigna: «¿El mundo se ha dividido? ¡Hay que redividirlo!». Los veinte años que siguieron a la guerra demostraron con nueva fuerza la disparidad entre el peso real de los principales estados europeos y la parte que les tocó en el reparto del mundo dispuesto por el tratado de Versalles. La opinión pública ingenua se sorprendió de la debilidad que demostraron las democracias europeas durante la crisis reciente; el prestigio internacional del fascismo indudablemente se elevó. Esto, sin embargo, no se debió a características de la democracia en sí sino al peso económico de Inglaterra, y especialmente de Francia, en la economía mundial. Los fundamentos económicos actuales de estas dos «democracias» no se corresponden en absoluto con el tamaño y la riqueza de sus imperios coloniales. Por otra parte, la economía alemana logró restablecer su dinámica, temporalmente paralizada por el tratado de Versalles, y nuevamente comienza a romper sus fronteras. No nos referirnos específicamente a Italia porque la guerra y la paz no están en sus manos. Hasta que Hitler llegó al poder, Mussolini se quedó quieto como un ratón. En la lucha por la supremacía mundial, está destinado a cumplir en lo sucesivo el rol de satélite.

Inglaterra y Francia temen cualquier catástrofe, ya que no tienen nada que ganar y todo que perder. Por eso el pánico las lleva a hacer tantas concesiones. Pero las concesiones parciales sólo les garantizan breves respiros, sin eliminar ni debilitar la fuente fundamental de los conflictos. Como resultado del acuerdo de Munich, las bases alemanas en Europa se ensancharon mientras que las de sus opositores se estrecharon. Si se toman en serio las palabras de Chamberlain hay que suponer que el debilitamiento de las democracias y el fortalecimiento de los estados fascistas abre una «era de paz». Es evidente que el jefe del gobierno conservador no quiso decir esto. Sin embargo, a nadie, aparentemente ni siquiera a él mismo, le queda claro qué quiso decir realmente.

Se podría hablar con alguna justificación de la paz de nuestra época si las exigencias de materias primas y mercados del capitalismo alemán quedaran satisfechas con la incorporación de los «hermanos de sangre» de Alemania o con su influencia creciente en el centro y el sur de Europa. Pero de hecho, la incorporación de la región del Saar, Austria y los Sudetes estimula las tendencias agresivas de la economía alemana. El imperialismo alemán busca en el plano mundial la solución de sus contradicciones internas. No es casual entonces que el general Von Epp[104], el futuro ministro de las futuras colonias, siguiendo las instrucciones de Hitler plantee, inmediatamente después de abierta la «era de paz», la exigencia de que se le devuelvan a Alemania sus antiguas colonias. Como afirman muchos, Chamberlain pretende hacer un gesto «simbólico», es decir no devolver a Alemania todas —¡por supuesto que no!— sino algunas de sus ex posesiones, reubicándola así entre las potencias coloniales.

Todo esto suena demasiado infantil, sí no a burla. Antes de la guerra mundial las colonias de Alemania eran insignificantes, pero se encontró tan trabada por sus viejas fronteras que intentó sumarse al bando de la explotación del mundo a través del conflicto bélico. Por lo tanto, recuperar sus viejas posesiones ultramarinas no resolverá ninguno de los problemas del capitalismo alemán. Los viejos trozos de terreno colonial de los Hohenzollern no le sirven a Hitler más que de puntos de apoyo para la lucha por las «verdaderas» colonias, es decir por la redivisión del mundo. Pero ésta exige la liquidación de los imperios británico y francés.

En este proceso quedarán eliminadas las potencias coloniales de segundo o tercer orden. La destructiva ley de la concentración vale tanto para los pequeños estados esclavistas como para los pequeños capitalistas dentro de cada uno de los estados. Por lo tanto, es bastante probable que el próximo acuerdo cuatripartito se haga a expensas de las colonias de Holanda, Bélgica, España y Portugal. Pero otra vez se trataría sólo de un nuevo respiro.

¿Y entonces? De ningún modo se puede decir que Alemania presente sus exigencias a un ritmo lento y paciente. Aun si Inglaterra y Francia decidieran liquidarse a plazos, la ofensiva alemana cobraría nuevas fuerzas. Más aún, Estados Unidos no podría permanecer pasivo ante una ruptura tan evidente del «equilibrio de fuerzas» en el mundo. Al coloso norteamericano no le hace ninguna gracia la idea de encontrarse enfrentado a una Alemania dueña de las colonias y de las principales rutas marítimos. Por eso utilizará todo su poder para empujar a Alemania y Francia a la resistencia, no a la conciliación. Y mientras tanto Konoye, el príncipe de Tokio, proclamó la necesidad de «revisar todos los tratados en pro de la justicia», es decir en pro de Japón[105]. Es muy difícil que el Océano Pacífico sea durante los próximos diez años una fuente de paz.

En los buenos viejos tiempos, solamente Inglaterra pensaba en términos continentales. Y pensaba lentamente, con una perspectiva de siglos. Actualmente todos los estados imperialistas aprendieron a pensar en esos términos. Y los plazos ya no son de siglos sino de décadas o de años. Éste es el verdadero carácter de nuestra época, que después de la reunión de Munich sigue siendo la de un desenfrenado y violento imperialismo. Hasta que los pueblos no lo destruyan seguirá partiendo, cada vez con más frecuencia, nuestro ensangrentado planeta.

El estado de la economía alemana exige a Hitler poner en juego lo más pronto posible su fuerza militar. Por otro lado, el ejército necesita una postergación; es un ejército nuevo, y no todo en él está coordinado y ajustado a las proporciones adecuadas. Pero la contradicción entre estas dos exigencias no se puede medir en décadas sino en uno o dos años, tal vez en meses. Durante la crisis de Checoslovaquia, Hitler impulsaba movilizaciones para poner a prueba a las clases dominantes de Inglaterra y Francia. Desde su punto de vista la prueba fue un éxito magnifico. Los sectores que querían frenarlo, ninguno demasiado fuerte como para comenzar a hacerlo, quedaron decisivamente debilitados. Quedó socavada la oposición de los generales y los dirigentes de la economía de Alemania, y se dio un paso definitivo hacía la guerra.

Hitler no podrá repetir su jugarreta una segunda vez. Pero sin dudas explotará los efectos de este experimento, siempre tan fructífero, para provocar un resultado opuesto. En una nueva crisis, cuando movilice, tratará de dar la impresión de que sólo está amenazando, aparentará tramar una nueva jugarreta, y luego caerá sobre sus adversarios con toda la fuerza de sus ejércitos.

Mientras tanto, los señores de la diplomacia están acariciando una vez más la idea de un acuerdo para la limitación del armamento. Los pacifistas como Jouhaux y Cía., cumpliendo con su rol fundamental de social-imperialistas, se arrastran detrás de los diplomáticos llamando al desarme general. El poeta ruso tenía razón cuando dijo:

Atesoramos engaños que nos aplastan más que miles de pesadas verdades[106]. Sin embargo, estos importantes señores no se mienten tanto a sí mismos como al pueblo.

Para conseguir el apoyo de los pueblos de todo el mundo, los estadistas llamaron a la guerra de 1914-1918 «la guerra que terminará con todas las guerras». Desde entonces la frase adquirió cierto sentido irónico. No caben dudas de que pronto la frase de Chamberlain «paz en nuestra época» adquirirá la misma amarga connotación irónica. Por nuestra parte, analizamos el futuro con los ojos bien abiertos. Europa, y con ella toda la humanidad, marcha hacia la guerra.

Escritos , Tomo VI
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