Estados Unidos participará en la guerra[444]
1.º de octubre de 1939
La política del Kremlin, llena de sorpresas incluso para sus observadores más asiduos, surge en realidad de la estimación tradicional en el Kremlin de las relaciones internacionales, que podríamos formular aproximadamente de la siguiente manera:
Hace mucho tiempo que la importancia económica de Francia y de Gran Bretaña dejó de corresponder a las dimensiones de sus posesiones coloniales. Una nueva guerra bastaría para derrocar esos imperios. (No es casual, dicen en el Kremlin, que ese bonito oportunista, Mohandas K. Gandhi, ya haya elevado la demanda de independencia para la India. Esto es sólo el comienzo). Atarse al destino de Gran Bretaña y Francia, si Estados Unidos no está tras de ellas, es condenarse de antemano.
Las «operaciones» en el frente occidental durante el primer mes de guerra sólo consiguieron consolidar la evaluación de Moscú. Francia y Gran Bretaña deciden no violar la neutralidad de Bélgica y Suiza (su violación es absolutamente inevitable en caso de que se desate verdaderamente la guerra) ni atacan seriamente la línea Sigfrido. Aparentemente, no tienen la menor intención de entrar en la guerra sin contar de antemano con la garantía de que Estados Unidos no permitirá su derrota.
Moscú piensa, en consecuencia, que la confusa e indecisa dirección actual de las operaciones por Francia y Gran Bretaña es una especie de huelga militar de brazos caídos contra Estados Unidos, no una guerra contra Alemania.
En estas condiciones, al pacto de agosto entre Stalin y Hitler se agregó el complemento inevitable del acuerdo de setiembre[445]. El significado real de las fórmulas algebraicas del nuevo instrumento diplomático se aclarará en el transcurso de la guerra, durante las próximas semanas.
Es muy improbable que Moscú intervenga ahora junto a Hitler contra los imperios coloniales. Stalin entró al tan impopular bloque con Hitler sólo para salvar al Kremlin de los riesgos y perturbaciones de la guerra. Después, se vio involucrado en una pequeña guerra para poder justificar su bloque con Hitler. Moscú tratará, también, de meterse en las grietas de la gran guerra para lograr alguna nueva conquista en el Mar Báltico y los Balcanes.
Es necesario, sin embargo, considerar estas conquistas provinciales en la perspectiva de la guerra mundial. Si Stalin quiere conservar las nuevas provincias, tarde o temprano se verá obligado a arriesgar su poder. Toda su política está orientada hacia la postergación de este momento.
Pero si bien es difícil suponer una cooperación militar directa entre Moscú y Berlín en el frente occidental, sería una ceguera total subestimar el apoyo económico que la Unión Soviética, con ayuda de la tecnología alemana, particularmente en lo que hace a los medios de transporte, puede brindar al ejército alemán. Por cierto, no se anularán las consecuencias del bloqueo anglo-francés, pero se debilitarán considerablemente.
El pacto germano-soviético tendrá, en estas condiciones, dos consecuencias: Prolongará la duración de la guerra acercará el momento de la intervención de Estados Unidos.
En sí misma esta intervención es absolutamente inevitable. Londres quería creer, pese a la evidencia, que las ambiciones de Hitler no irían más allá del Danubio y esperaba que Inglaterra quedaría fuera de la cuestión. De manera similar, algunos norteamericanos pretendían apartarse tras una pantalla aisladora de la insania puramente «europea». Sus esperanzas son vanas. Es un problema de lucha por la dominación del mundo, y Norteamérica no podrá quedar al margen.
La intervención de Estados Unidos, que podría cambiar no sólo la orientación de Moscú sino también la de Roma, es, sin embargo, sólo una melodía del futuro. Los empíricos del Kremlin tienen los pies bien puestos sobre el presente. No creen en el triunfo de Gran Bretaña y Francia y en consecuencia se adhieren a Alemania.
Para comprender la política soviética con todos sus giros inesperados es necesario rechazar, sobre todo, la absurda idea de que Stalin quiere promover la revolución internacional a través de la guerra. Si éste fuera el objetivo del Kremlin, ¿cómo podría sacrificar su influencia sobre la clase obrera internacional por la ocupación de algunos territorios fronterizos?
El destino de la revolución no se decidirá en Galizia, ni en Estonia, ni en Letonia, ni en Besarabia. Se decidirá en Alemania, pero allí Stalin apoya a Hitler. Se decidirá en Francia y Gran Bretaña, pero allí Stalin asestó un golpe mortal a los partidos comunistas. Y el Partido Comunista de Estados Unidos no podrá resistir mucho tiempo las consecuencias del pacto de setiembre. Polonia se reconstruirá; la Internacional Comunista no.
En realidad, no hay actualmente gobierno en Europa o en todo el mundo que tema más la revolución que la casta privilegiada que domina la Unión Soviética. El Kremlin no se considera estable y las revoluciones son contagiosas. Precisamente porque el Kremlin teme la revolución teme la guerra, que conduce a la revolución.
Es cierto que en las regiones ocupadas el Kremlin tiende a expropiar a los grandes propietarios. Pero esto no es una revolución sino una reforma administrativa que se realiza con el designio de extender el régimen de la URSS a los nuevos territorios. Mañana, en las regiones «liberadas», el Kremlin aplastará despiadadamente a los obreros y campesinos para someterlos a la burocracia totalitaria. Hitler no teme que se haga esta clase de «revolución» en sus fronteras y, desde su punto de vista, tiene toda la razón.
Para volcar uno contra el otro a los recientes amigos, la propaganda anglo-francesa hace todos los esfuerzos posibles por presentar a Hitler como un verdadero instrumento en manos de Stalin. Eso está en contra de todo sentido común. En el pacto de setiembre, tanto como en el de agosto, Hitler es la parte activa. Stalin juega un rol subordinado, se adapta, marcha al ritmo de Hitler y no traspasa los límites de lo que se ve constreñido a hacer si no quiere romper con Hitler. La política de Hitler es ofensiva, de perspectivas mucho más amplias. La política de Stalin es defensiva y provincialista. Hitler quiere abrir una extensa brecha en el imperio británico y preparar las bases para la guerra con Estados Unidos. Stalin lo apoya con el fin de alejarlo de Oriente. En cada etapa de su plan Hitler sabrá muy bien cómo formarse un nuevo sistema de «amistades». En agosto se aseguró la neutralidad y la cooperación económica de Stalin para el ataque a Polonia. En setiembre convirtió a Stalin en socio interesado de su empresa contra Francia y Gran Bretaña. La mitad de Polonia no es un precio demasiado alto. En cualquier caso, si Hitler pierde la guerra perderá Polonia. Si gracias a Stalin sale victorioso, pondrá otra vez en su agenda todas las cuestiones de Oriente.
Dada la dificultad, si no la imposibilidad, que tiene Alemania de sostener una guerra prolongada, Hitler quiere sustituirla por una serie de golpes rápidos. Hoy Hitler nuevamente necesita un respiro. Stalin, igual que antes, necesita la paz. De aquí el celo de Stalin por ayudar a Hitler a obtener de Francia e Inglaterra una capitulación sin lucha. Por cierto, la firma de la paz en el frente occidental le dejaría a Hitler las manos libres contra la URSS. Si pese a todo Stalin se asoció con él en su «ofensiva de paz» es porque su política es netamente coyuntural. Stalin es un táctico, no un estratega. Para colmo, luego de la partición de Polonia perdió su libertad de acción.
Para hacer cambiar de política al Kremlin queda un solo camino, aunque muy seguro. Es necesario asestarle tal golpe a Hitler que Stalin deje de temerle. En este sentido se puede decir que la clave más importante de la política del Kremlin está ahora en Washington.