El enigma de la URSS[335]

21 de junio de 1939

Dos rasgos son característicos de la actual política internacional de las grandes potencias. Primero, la falta de todo sistema o consecuencia en su accionar. Gran Bretaña, el país que históricamente era el modelo de ponderada estabilidad, ha mostrado recientemente oscilaciones especialmente fantásticas. En la época del acuerdo de Munich, en setiembre del año pasado, Chamberlain proclamaba «una nueva era de paz» basada en la cooperación de cuatro potencias europeas. En esos días, la consigna extraoficial de los conservadores[336] era: «démosle a Alemania piedra libre en el este». En la actualidad, todos los esfuerzos del gobierno británico están concentrados en lograr un acuerdo con Moscú contra Alemania.

La Bolsa londinense, que por ese entonces celebró el acuerdo de Munich con un alza de valores, adapta hoy su estado nervioso al curso de las negociaciones anglo-soviéticas. Francia sigue obedientemente a Inglaterra en estos zigzags: no puede hacer otra cosa. El elemento constante de la política de Hitler es su agresivo dinamismo, pero nada más. Nadie sabe dónde golpeará Alemania la próxima vez. Es posible que ni el propio Hitler lo sepa en este momento. Los altibajos de la ley de «neutralidad» en los Estados Unidos son también ilustrativos al respecto.

El segundo rasgo de la política internacional, ligado estrechamente al anterior, es que nadie cree a nadie, y ni siquiera se cree a sí mismo. Cualquier tratado presupone una confianza mutua y una alianza militar exige mayor confianza aún. Pero las alternativas de las conversaciones anglo-soviéticas muestran claramente que allí tal confianza no existe. No se trata en absoluto de un problema moral abstracto, sino simplemente de que la actual situación objetiva de las potencias mundiales, para quienes el mundo se ha tornado demasiado pequeño, excluye toda posibilidad de una política consecuente, que permita predecir el futuro y en la cual se pueda confiar. Cada gobierno trata de asegurarse, al menos, contra dos eventualidades. De ahí la espantosa duplicidad de la política mundial, su insinceridad, y sus convulsiones. Cuanto más inexorable y trágico surge, en general, el pronóstico de que la humanidad se acerca con los ojos cerrados a una nueva catástrofe, más difícil se hace prever en particular qué harán mañana Alemania o Inglaterra, por qué bando se inclinará Polonia, qué posición adoptará Moscú.

Especialmente, existen pocos datos para responder la última pregunta. La prensa soviética se ocupa escasamente de política internacional. La razón por la cual el señor Strang[337] fue a Moscú y qué está haciendo allí no es de incumbencia de los ciudadanos soviéticos. Generalmente los despachos del extranjero se publican en la última página y se les da siempre una presentación «neutral». La firma de la alianza ítalo-alemana o la fortificación de las islas Aland son enfocados como si fuesen hechos ocurridos en el planeta Marte[338].

Este simulacro de objetividad sirve para dejarle al Kremlin las manos libres. Más de una vez la prensa mundial ha escrito sobre la «impenetrabilidad» de los objetivos soviéticos y lo «impredecible» de los métodos del Kremlin. Estaremos más cerca de solucionar el «impenetrable» enigma, cuando reemplacemos las especulaciones sobre las simpatías y antipatías subjetivas de Stalin, por una evaluación objetiva de los intereses de la oligarquía soviética, a la que éste meramente personifica.

Principales móviles de la política del Kremlin

Nadie «quiere» la guerra y muchos, además, la «odian». Eso sólo significa que todos preferirían conseguir sus objetivos por medios pacíficos. Pero eso no implica de ninguna manera que no habrá guerra. Los objetivos, ¡qué pena!, son contradictorios y no permiten la reconciliación. Stalin quiere la guerra menos que nadie, ya que es el que más la teme. Existen suficientes razones para que sea así. Las «purgas», monstruosas en su dimensión y sus métodos, reflejan la intolerable tensión que existe en las relaciones entre la burocracia soviética y el pueblo. La flor y nata del Partido Bolchevique, los dirigentes de la economía y del servicio diplomático han sido exterminados. Lo mejor del Estado Mayor, los ídolos y héroes del ejército y la marina, fueron eliminados. Stalin no realizó esas purgas por vano capricho de déspota oriental; fue obligado a hacerlo en su lucha por preservar el poder. Hay que entender esto cabalmente.

Si seguimos diariamente la prensa soviética leyendo con atención entre líneas, surge claramente que las capas dominantes se sienten odiadas por todo el mundo. Entre las masas populares corre la amenaza: «Cuando venga la guerra, les mostraremos». La burocracia tiembla por las posiciones recientemente ganadas. La cautela es el rasgo predominante de su líder, en especial en los asuntos mundiales. El espíritu de osadía le es totalmente extraño. No se detiene, es cierto, ante el uso de la fuerza en una escala sin precedentes, pero sólo a condición de asegurar de antemano su impunidad.

En cambio, recurre fácilmente a las concesiones y retiradas cuando no está seguro del resultado de la lucha. Japón nunca se habría mezclado en una guerra con China si no hubiera sabido de antemano que Moscú no iba a aprovecharse de un pretexto favorable para intervenir. En el congreso partidario, en marzo de este año, Stalin declaró abiertamente por primera vez que en lo económico la Unión Soviética se encuentra aún muy lejos de los países capitalistas. Tuvo que admitirlo no sólo para explicar el bajo nivel de vida de las masas, sino también para justificar sus retiradas en el campo de la política exterior. Stalin está preparado para pagar la paz muy cara, por no decir a cualquier precio. No porque «odie» la guerra, sino porque teme mortalmente sus consecuencias.

Desde este punto de vista, no resulta difícil evaluar las ventajas comparativas que para el Kremlin se derivarían de las dos alternativas: acuerdo con Alemania o alianza con las «democracias». La amistad con Hitler significaría la inmediata eliminación del peligro de guerra en el frente oeste y su considerable reducción en el Lejano Oriente. Una alianza con las democracias sólo implicaría la posibilidad de recibir ayuda en caso de guerra. Por supuesto, si no queda más que pelear, es más ventajoso tener aliados que quedarse solo. Pero la tarea básica de la política stalinista no es la de crear las condiciones más favorables en caso de guerra, sino la de eludirla. Ése es el oculto significado de las frecuentes afirmaciones de Stalin, Molotov y Voroshilov en el sentido de que la URSS «no necesita aliados».

Cierto es que ahora se dice que la reconstitución de la Triple Entente es un medio seguro de impedir la guerra. Nadie, sin embargo, explica por qué la Entente no logró eso veinticinco años atrás. La creación de la Liga de las Naciones fue impulsada, precisamente, con el argumento de que, de otro modo, la división de Europa en dos bandos irreconciliables conduciría inevitablemente a una nueva guerra.

Ahora, como resultado de la experiencia de «seguridad colectiva»[339], los diplomáticos han llegado a la conclusión de que la división de Europa en dos bandos irreconciliables es capaz de… impedir la guerra. ¡Créase o no! El Kremlin, de todos modos, no lo cree. Un acuerdo con Hitler significaría garantizar las fronteras de la URSS a condición de que Moscú se aparte de la política europea. Es lo que Stalin más desea. Una alianza con las democracias aseguraría los límites de la URSS sólo en la misma medida que las demás fronteras europeas, convirtiendo a la URSS en garante de las mismas y, por lo tanto, eliminando la posibilidad de permanecer neutral. Esperar que una reconstitución de la Triple Entente pueda perpetuar el statu quo, eliminando la posibilidad de que se viole alguna frontera, seria vivir en el reino de la ilusión. Quizás el peligro de guerra sería, por un tiempo, menos urgente para la URSS; pero, en compensación, se haría inconmensurablemente más extenso. Una alianza de Moscú con Londres y París significaría que, de ahí en más, cualquiera fuese la frontera que violara, Hitler tendría contra él de inmediato a los tres estados. Enfrentado a tal riesgo, optaría probablemente por dar el golpe más gigantesco: es decir, una campaña contra la URSS. En ese caso, la «seguridad» brindada por la Entente podría fácilmente transformarse en su opuesto.

También en los demás aspectos, un acuerdo con Alemania sería la mejor solución que podría adoptar la oligarquía moscovita. La Unión Soviética proveería sistemáticamente a Alemania de casi todos los tipos de materias primas y alimentos de que carece. Alemania podría suministrarle a la URSS maquinaria, productos industriales y también el necesario asesoramiento técnico, tanto para la industria en general como para la producción bélica en particular. Aprisionados por un acuerdo entre estos dos gigantes, Polonia, Rumania y los estados bálticos no tendrían otra alternativa que limitarse a los modestos beneficios que se derivarían de la colaboración y de las facilidades de tránsito. Moscú concedería gustosamente a Berlín plena libertad en su política exterior. Quienquiera que en estas condiciones mencionara la «defensa de la democracia» sería inmediatamente declarado trotskista por el Kremlin, o agente de Chamberlain, o sicario de Wall Street, y fusilado de inmediato.

Desde el primer día de la instalación del régimen nacionalsocialista, Stalin mostró sistemática y firmemente su disposición a ser amigo de Hitler, a veces en declaraciones abiertas, más a menudo en insinuaciones silencios significativos, o alternativos énfasis, los cuales podían pasar inadvertidos a los ciudadanos soviéticos, pero de ninguna manera a quien iban dirigidos. W. Krivitzki, ex jefe de la inteligencia soviética en Europa[340], describió recientemente el trabajo que con ese fin se llevó a cabo entre bambalinas. Sólo después de una serie de réplicas de Hitler extremadamente hostiles a esa política soviética, comenzó el viraje hacia la Liga de las Naciones, la seguridad colectiva y los frentes populares. Esta nueva melodía diplomática, acompañada por los bombos, tambores y saxofones de la Comintern, se ha convertido en los últimos años en una creciente amenaza para todos los tímpanos. Pero, en cada momento de silencio, se podían escuchar tras ella, más suaves, algunas notas algo melancólicas pero más íntimas, destinadas a los oídos de Berchtesgaden[341]. En esta aparente dualidad existe una indudable coherencia interna.

A toda la prensa mundial le llamó la atención la franqueza con que Stalin, en su informe al congreso partidario de marzo de este año, se aproximó a Alemania, al tiempo que declaraba a Inglaterra y Francia «provocadores de guerra, acostumbrados a encender el fuego con las manos de otros pueblos»[342]. Sin embargo, el discurso complementario de Manuilski sobre la política de la Comintern pasó completamente inadvertido, aunque también lo había redactado Stalin. Por primera vez, Manuilski reemplazó la tradicional consigna de libertad para todas las colonias por una nueva demanda: «la concreción del derecho de autodeterminación de los pueblos esclavizados por los estados fascistas […] La Comintern por ello reclama la libre determinación de Austria […] los Sudetes […] Corea, Formosa, Abisinia…». «En lo que respecta a la India, Indochina, Argelia y demás colonias de Gran Bretaña y Francia, el agente de Stalin se limitó al inofensivo deseo de que “las masas trabajadoras mejoren su situación”. Al mismo tiempo, pidió que, de allí en adelante, los pueblos coloniales “subordinen” su lucha por la libertad “al interés de derrotar al fascismo, el peor enemigo del pueblo trabajador”. En otras palabras, según la nueva teoría de la Comintern, las colonias británicas y francesas están obligadas a apoyar a los países que las dominan, en la lucha de éstos contra Alemania, Italia y Japón».

La flagrante contradicción entre los dos discursos es, en realidad, una farsa. Stalin se encargó de la parte más importante de la faena: la oferta directa a Hitler de un acuerdo contra los democráticos «provocadores de guerra». A Manuilski le encargó asustar a Hitler con la perspectiva de un acuerdo entre la URSS y los «provocadores» democráticos, explicándoles incidentalmente las enormes ventajas que tendrían en caso de concertar una alianza con la URSS: nadie excepto el Kremlin, el viejo amigo de los pueblos oprimidos, podría sugerir a las colonias la idea de que tendrán que permanecer leales a sus opresores democráticos durante una guerra con el fascismo. Éstos son los principales móviles de la política del Kremlin, la unidad subyacente en sus contradicciones. Está determinada de cabo a rabo por los intereses de la casta gobernante, que abandonó todos los principios menos el de autoconservación.

Hitler y la URSS

La mecánica nos enseña que la fuerza esta determinada por la masa y la velocidad. La dinámica de la política exterior de Hitler aseguró a Alemania una posición preponderante en Europa y, en alguna medida, en todo el mundo. Por cuánto tiempo es otra cuestión. Si Hitler se contuviera (si él pudiera contenerse), Londres le volvería una vez más la espalda a Moscú. Por otra parte, la esperada respuesta de Moscú a las proposiciones de Londres depende mucho más de Hitler que de Stalin. Si por fin Hitler responde a las insinuaciones diplomáticas de Moscú, Chamberlain será desairado. Si Hitler vacila o parece vacilar, el Kremlin hará todo lo que está en sus manos para prolongar las negociaciones. Stalin firmará un tratado con Inglaterra sólo si se convence de que no puede lograr un acuerdo con Hitler.

Dimitrov, el secretario de la Comintern, cumpliendo órdenes de Stalin, poco después del acuerdo de Munich, anunció un calendario preciso de las próximas campañas de conquista de Hitler. Hungría sería sojuzgada en la primavera de 1989; en el otoño del mismo año sería invadida Polonia. Al año siguiente le tocaría a Yugoslavia. En el otoño de 1940 Hitler invadiría Rumania y Bulgaria. En la primavera de 1941 golpearía a Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Suiza. Finalmente, en el otoño de 1941 Alemania intentaría iniciar su ofensiva contra la Unión Soviética.

Es posible que esta información —en forma menos precisa, por supuesto— haya sido obtenida por la inteligencia soviética. Pero también es posible que sea el producto de una pura especulación, con el objetivo de mostrar que Alemania piensa aplastar primero a sus vecinos occidentales y sólo después girar sus cañones contra la Unión Soviética. ¿En qué medida se guiará Hitler por el programa que expuso Dimitrov?

En torno a este punto giran suposiciones y planes en las distintas capitales de Europa.

El primer capítulo del plan mundial de Hitler, la creación de una amplia base nacional y de un trampolín en Checoslovaquia, ya ha sido completado. La próxima etapa de la agresión germana puede tener dos variantes: una de ellas, un acuerdo inmediato con la URSS, de manera de tener las manos libres en el oeste y sudoeste; en ese caso, los planes referentes a Ucrania, el Cáucaso y los Urales entrarían en la tercera etapa del plan hitlerista. La otra, dar un inmediato golpe hacia el este, desmembrando a la Unión Soviética y asegurándose así la retaguardia oriental. En este otro caso, el ataque al oeste sería el tercer capítulo.

Una firme alianza con Moscú, en completo acuerdo con el espíritu de la tradición bismarkiana, no sólo significaría enormes beneficios económicos para Alemania, sino que también le permitiría desarrollar una activa política mundial. Sin embargo, desde el día de su acceso al poder, Hitler ha venido despreciando la mano tendida por Moscú. Tras haber aplastado a los «marxistas» alemanes, Hitler no podía, al principio de su gobierno, debilitar su posición interna con un acercamiento a los «marxistas» moscovitas. Pero más importantes eran las consideraciones de su política exterior. Para inducir a Inglaterra a cerrar los ojos ante el rearme ilegal de Alemania y las violaciones del Tratado de Versalles, Hitler tuvo que aparecer como el defensor de la cultura europea contra la barbarie bolchevique. Actualmente, ambos factores han perdido gran parte de su importancia. Dentro de Alemania, tras haberse deshonrado por capitular ante los nazis, los partidos socialdemócrata y comunista son en la actualidad una ínfima minoría. En Moscú, todo lo que queda del marxismo son algunos bustos de Marx.

El surgimiento de una nueva capa privilegiada en la URSS y el repudio a la política de la revolución internacional, reforzado por el exterminio en masa de los revolucionarios, redujo enormemente el temor que Moscú solía inspirar en el mundo capitalista. El volcán se ha extinguido, la lava se enfrió. Por supuesto, ahora y siempre, los estados capitalistas facilitarían de buena gana la restauración del capitalismo en la URSS. Pero ya no la consideran un foco revolucionario. No hay necesidad ya de contar con un líder dispuesto a emprender una cruzada contra el este. Hitler comprendió antes que otros el significado social de los juicios y las purgas de Moscú; al fin de cuentas, para él no es un secreto que ni Zinoviev, ni Kamenev, ni Rikov, ni Bujarin, ni el mariscal Tujachevski, ni las docenas y centenares de otros revolucionarios, estadistas, diplomáticos y generales no eran sus agentes.

La necesidad de Hitler de hipnotizar a Downing Street con la idea de una comunidad de intereses contra la URSS también ha desaparecido, pues recibió de Inglaterra más de lo que había esperado, posiblemente todo lo que podría recibir sin recurrir a las armas. Si, no obstante eso, no le hace concesiones al Kremlin, es, evidentemente, porque tiene miedo de la URSS. Con sus ciento setenta millones de habitantes, sus inagotables recursos naturales, sus indudables logros en materia industrial y el crecimiento de los medios de comunicación, la URSS —según piensa Hitler— invadiría inmediatamente Polonia, Rumania y los países bálticos, y golpearía con todo su peso las fronteras de Alemania ni bien el Tercer Reich se viera envuelto en una lucha por la nueva división del mundo. Para posesionarse de las colonias inglesas y francesas, Hitler debe asegurarse primero su retaguardia, y está meditando sobre la posibilidad de una guerra preventiva contra la URSS.

Cierto es que el alto mando alemán conoce bien, por su pasada experiencia, las dificultades que supone ocupar Rusia o aun sólo Ucrania. Sin embargo, Hitler cuenta con la inestabilidad del régimen de Stalin. Piensa que unas cuantas derrotas importantes del Ejército Rojo bastarán para derribar al gobierno del Kremlin. Y como no hay fuerzas organizadas en el país, y los emigrados blancos son completamente ajenos al pueblo, después de la caída de Stalin reinaría el caos durante largo tiempo, lo que podría utilizarse, por un lado, para el saqueo económico directo —apoderarse de las reservas de oro, trasladar todo tipo de materias primas, etcétera— y, por el otro, para golpear hacia el oeste. Las permanentes relaciones comerciales entre Alemania y la URSS —hoy se habla nuevamente de la llegada a Moscú de una delegación de industriales de Berlín— no significan por sí mismas que estemos ante un largo período de paz. En el mejor de los casos, quiere decir que la fecha de la guerra aún no ha sido decidida. Los créditos por unos pocos cientos de millones de marcos no pueden posponer la guerra ni siquiera por una hora, pues lo que está en juego no son cientos de millones sino decenas de billones, la conquista de países y continentes enteros, un nuevo reparto del mundo. Los créditos perdidos se cargarán en la cuenta de los gastos menores en que incurre toda gran empresa. Al mismo tiempo, la oferta de nuevos créditos poco antes de empezar una guerra mundial no sería una mala forma de despistar al adversario. De todos modos, es precisamente ahora, en el momento crítico de las conversaciones anglo-soviéticas, cuando Hitler decidirá hacia dónde va a dirigir su agresión. ¿Al este o al oeste?

El futuro de las alianzas militares

Distinguir entre el «segundo» y el «tercer» capítulo de la inminente expansión alemana puede parecer un ejercicio pedante: una renovación de la Triple Entente privaría a Hitler de la oportunidad de llevar a cabo sus planes en etapas y de alternar sus golpes, porque, al margen del lugar en que comience el conflicto, se extendería inmediatamente a todas las fronteras alemanas. No obstante, esa idea sólo en parte es verdadera.

Alemania ocupa una posición central en relación con sus futuros enemigos; puede maniobrar lanzando sus reservas a lo largo de sus líneas operativas internas en las direcciones más importantes. En la medida en que la iniciativa de las operaciones militares provenga de Alemania —y al comienzo de la contienda le corresponderá sin duda— seleccionará, en el momento dado, al principal enemigo a quien enfrentar, tratando como secundarios a los otros frentes. La unidad entre Gran Bretaña, Francia y la URSS podría, por cierto, limitar considerablemente la libertad de acción del alto mando alemán, y para eso, por supuesto, se requeriría una alianza tripartita. Pero esa unidad de acción debe realizarse en los hechos. Mientras tanto, la tensa lucha que se desarrolla por los términos del pacto ya ha mostrado en qué medida cada uno de los participantes se está esforzando por preservar su propia libertad de acción a expensas de su futuro aliado. Si en el momento de peligro uno u otro miembro de la nueva Triple Entente considerase más oportuno hacerse a un lado, Hitler estaría totalmente dispuesto a proporcionarle la base jurídica para deshacer el pacto. Para ello bastaría con ocultar el estallido de la guerra tras maniobras diplomáticas que hicieran muy difícil determinar el «agresor», al menos desde el punto de vista del miembro de la Triple Entente interesado en oscurecer las cosas. Pero incluso, fuera de este caso extremo de abierta «traición», queda el problema de en qué medida el pacto sería respetado. Si Alemania ataca en el Oeste, Gran Bretaña acudirá inmediatamente en ayuda de Francia con todas sus fuerzas porque, allí y entonces, su propia suerte estará en juego.

No obstante, la situación sería completamente distinta si Alemania volcara sus fuerzas principales hacia el este. Por supuesto, Gran Bretaña y Francia no estarían interesadas en una victoria decisiva de Alemania sobre la URSS, pero no tendrían nada que objetar si ambos países se debilitasen mutuamente. En vista de la probable resistencia de Polonia y Rumania, de las inmensas distancias y de las grandes masas de población, las tareas de Hitler en el este son tan enormes que incluso si el curso de las operaciones lo favoreciese, demandarían muchísimas fuerzas y un tiempo considerable.

Durante este primer período, que los acontecimientos pueden alargar o acortar, Gran Bretaña y Francia disfrutarían de una relativa comodidad para movilizarse, embarcar tropas británicas a través del Canal, concentrar fuerzas y elegir el momento apropiado, dejando que el Ejército Rojo soporte la embestida del ataque alemán. Si entonces la URSS se encontrara en una situación difícil, los aliados podrían plantear nuevos términos para otorgar su ayuda, que al Kremlin le podría resultar arduo rechazar. Stalin no estaba equivocado cuando dijo, en el congreso partidario, que Gran Bretaña y Francia tenían interés en provocar una guerra entre Alemania y la Unión Soviética, de manera de aparecer en escena como árbitros, a último momento, con fuerzas frescas.

Pero también es cierto que si Hitler distrae la atención haciendo bulla por Danzig y luego ataca hacia el oeste, Moscú querrá sacar plena ventaja de su posición[343]. A la fuerza, los estados fronterizos la ayudarán a hacerlo. Un ataque directo de Hitler a Polonia despertaría, por supuesto, rápidas sospechas en la URSS, y el propio gobierno de Varsovia llamaría en su ayuda al Ejército Rojo. En cambio, si Hitler marchara hacia el oeste o hacia el sur, Polonia y también Rumania, con el tácito acuerdo del Kremlin, se opondrían con todas sus fuerzas a la entrada del Ejército Rojo en sus territorios. De este modo, Francia soportaría el peso principal del golpe alemán. Moscú esperaría haciéndose a un lado. Sin embargo, precisamente porque el nuevo pacto puede formularse en el papel, la Triple Entente no sólo permanecería como una alianza militar, sino también como un triángulo de intereses antagónicos. Las sospechas de Moscú son totalmente naturales desde el momento en que nunca logrará oponer a Francia contra Gran Bretaña; pero estos países siempre encontrarán un idioma común para ejercer una presión conjunta sobre Moscú. Hitler puede aprovecharse ventajosamente del antagonismo existente entre los propios aliados.

Pero no por mucho tiempo. También en el bando totalitario estallarán las contradicciones, un poco después quizás, pero con más violencia. Incluso, dejando de lado al distante Tokio, el «eje» Berlín-Roma sólo parece firme y seguro porque Berlín pesa mucho más que Roma y ésta se halla subordinada directamente a aquél. Esta circunstancia, indudablemente, produce una concordia mayor y una acción más rápida, pero sólo dentro de ciertos límites. Los tres integrantes de este bando se distinguen por sus pretensiones extremas y sus apetitos mundiales entrarán en violento conflicto antes de llegar a saciarse. Ningún «eje» resistirá el peso de la futura guerra.

Lo dicho no niega, por supuesto, ninguna significación a todos los tratados y alianzas internacionales que de una manera u otra determinarán la posición inicial de los estados en la próxima contienda. Pero esta significación es muy limitada. Una vez que se desate, la guerra desbordará rápidamente el marco de los acuerdos diplomáticos, los planes económicos y los cálculos militares. Un paraguas es útil como protección contra la lluvia londinense, pero no puede proteger contra un ciclón. Antes de reducir a ruinas una parte substancial de nuestro planeta, el ciclón destrozará no pocos paraguas diplomáticos. Las «sagradas» obligaciones de los tratados aparecerán como fútiles supersticiones cuando se comience a escribir en medio de nubes de gas venenoso. Sauve qui peut [sálvese quien pueda] será la consigna de los gobiernos, las naciones y las clases. Los tratados no resultarán más estables que los gobiernos que los firmaron. La oligarquía moscovita, de todos modos, no sobrevivirá a la guerra que tan profundamente teme. La caída de Stalin, no obstante, no salvará a Hitler, quien con la infalibilidad de un sonámbulo va siendo arrastrado a la mayor catástrofe de la historia. Si los demás protagonistas de este sangriento juego se aprovecharán de ello es otra cuestión.

Escritos , Tomo VI
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