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La sátira de Swift se dirigía contra la Royal Society, fundada en 1660, donde se habían debatido proyectos aún más atrevidos que éste. Por suerte para la salud mental de Inglaterra, los sueños de estos "sabios" fueron generalmente ignorados; de no haber sido así, la nación se habría visto asolada por las mismas desdichas que asolaron al imaginario reino de Balnibarbi.

Algunas ideas insensatas, sin embargo, tienen una más larga y empecinada existencia. Entre las más empecinadas (e insensatas) está la noción de que "las palabras son simplemente los nombres de las cosas". Hace ya más de dos siglos y medio que Swift se burló de esta idea; su supervivencia entre nosotros sólo redunda en nuestro detrimento y confusión. Si tal idea fuera literalmente cierta, seríamos entonces incapaces de hablar de abstracciones como "justicia" y "libertad"; el hecho de que podamos hacerlo y de que incluso lleguemos al extremo de sacrificar la vida por ellas, indica todo lo compleja que para nosotros puede ser la relación entre las palabras y las cosas. Y no obstante, hay ciertas palabras que habitualmente resultan problemáticas debido a que su inestable y cambiante relación con las cosas suele ser ignorada o rechazada. La palabra "amor" es la primera de ellas y la palabra "pornografía" es, sin duda, la segunda.

Si hoy en día un sabio de Balnibarbi quisiera hablar de "pornografía", tendría que acarrear en su espalda un formidable atado de cosas. Ante todo, necesitaría unos cuantos frescos de Pompeya, y una selección de sus estatuas, collares y amuletos. Sepultadas por el Vesubio en el año 79 D.C., y exhumadas por excavaciones que comenzaron a principios del siglo XVIII y continúan todavía en la actualidad, estas reliquias obligaron a curadores y catalogadores a acuñar el término "pornografía", palabra que tomaron del griego, aunque los mismos griegos (quienes al parecer pintaban a cada oportunidad escenas de índole sexual) no habrían sabido nunca lo que se debía entender por "pornografía". También las obras de Catulo, Juvenal, Marcial, Suetonio y de otros muchos escritores romanos, tendrían que ponerse en aquel fardo de cosas que la posteridad consideraría "pornográficas", aunque los mismos romanos no encontraban nada reprochable en ellas.

La Edad Media contribuiría con una escasa selección, pero gran parte de Chaucer iría a dar a aquel fardo, lo mismo que Boccaccio y Margarita de Navarra. Muchas obras de la literatura renacentista merecerían estar igualmente allí, incluyendo (como descubrieron los seguidores de Bowdler) unos buenos trozos de Shakespeare. Y en la medida en que nos acercamos a nuestra época, el fardo del sabio balnibarbiano parecería más bien una antología universal. Casi todas las representaciones dramáticas de la época de los jacobinos o de la Restauración serían consideradas "pornográficas", y aunque Earl de Rochester nada sabía de esta palabra, su propio nombre se convertiría en sinónimo de ella. Y entre los gestos ya olvidados de aquellos tiempos, merecería rescatarse el de Pepys, quien actuó como un visionario cuando quemó su ejemplar de La escuela de las mujeres, "pues por mi honra que aquella no debe ser incluido entre mis libros".

El siglo XVIII proporciona, junto con las primeras reliquias de Pompeya, un libro tan quintaesencialmente "pornográfico" que su venta estuvo prohibida en los Estados Unidos hasta 1966, más de doscientos años después de su publicación: Memorias de una mujer de placer, escritas por John Cleland y mejor conocidas como Memorias de Fanny Hill. Y para no quedarse atrás, Francia contribuye con el legendario Donatien-Alphonse-François, marqués de Sade, cuya voluminosa obra total pertenece también a la colección, y esto para no decir lo mismo de su propio nombre. Además de estos dos casos notables, la gran mayoría de las obras ficticias del siglo XVIII, así como buena parte de su arte pictórico, merecerían ponerse en el fardo. Fielding, Sterne, Smollett, Rowlandson y Hogart en Inglaterra; Prévost, Rousseau, Fragonard y casi todo lo que viniese de Francia, serían más tarde calificados de "pornográficos". Y Swift también, por supuesto: sorprendería a muchos saber que Gulliver no hizo un viaje sino tres, y que apagó un incendio en Lilliput orinando sobre la ciudad.

Cuando llegamos al siglo XIX y a la primera mitad del XX, es preferible que dejemos de enumerar las obras que nuestro sabio necesitaría llevar sobre sus fatigadas espaldas. Cada cosa escrita, dibujada o representada que no tenga un estricto sentido informativo o educacional (e incluso buena parte de esto también) debe ser puesta en su fardo. Es la gran era de la "pornografía", los tiempos en que se inventa dicha palabra y se intenta purgar el pasado de aquellos libros e imágenes que, sin que nadie lo haya notado anteriormente, han sido siempre "pornográficos". Ahora, sin embargo, este atado de cosas se ve multiplicado con la invención de nuevos medios de comunicación, cada uno de los cuales aporta su propia cuota de "pornografía". En efecto, a medida que pasa el tiempo, los libros, que desde el Renacimiento habían sido el medio "pornográfico" por excelencia, se convierten poco a poco en un medio obsoleto frente a la eficacia de las fotografías, las películas, las cintas de video y hasta los mensajes telefónicos. Que el impacto de los libros haya disminuido no significa un alivio para nuestro pobre sabio balnibarbiano. De acuerdo con la Comisión para el Estudio de la Pornografía convocada en 1986 por el fiscal general de los Estados Unidos, la industria pornográfica había prosperado de manera tan asombrosa en los dieciséis años anteriores, que sólo en los Estados Unidos alcanzaba ún volumen anual de 9.000 millones de dólares. Todo esto debería meterse también en el fardo, si es que el sabio todavía quiere discutir el tema de la "pornografía". Y eso que la discusión apenas comienza.

Al escribir El museo secreto, yo hubiese podido emprender la más absurda de la empresas balnibarbianas y arrojar en mi fardo todas las cosas que han sido consideradas "pornográficas" al tiempo que intentaba definir la palabra con la simple exhibición de tales cosas. Y aun en el caso de que así lo hubiese hecho, todavía estaría un poco más adelantado que la mayoría de los especialistas en el tema, quienes, evidentemente, piensan que las cosas que tienen ante sus ojos son "pornográficas", lo fueron siempre y lo serán siempre. En cambio, he querido tomar un camino diferente y comenzar por reconocer que la palabra "pornografía" ha designado tantas cosas en el siglo y medio que lleva de existencia, que cualquier intento por definir lo que ahora significa corre el riesgo de degenerar muy pronto en el absurdo. A mediados del siglo XIX, los frescos de Pompeya fueron juzgados como "pornográficos" y se los encerró en cámaras secretas lejos del alcance de mentes virginales; no mucho tiempo después, Madame Bovary fue llevada a juicio por entrañar un peligro semejante. Uno tras otro, a lo largo de un siglo, han desfilado por los juzgados casos en los que se delibera sobre la naturaleza perniciosa de Ulises, El amante de lady Chatterley, Trópico de Cáncer y una veintena más de obras literarias, muchas de las cuales figuran hoy en día en las listas de lectura de las universidades. Todas estas cosas fueron "pornográficas" alguna vez y ahora, en cambio, han dejado de serlo; en este momento el estigma de lo "pornográfico" cae sobre las fotografías, las películas y las cintas de video que enseñan de manera explícita material sexual. Sería risible y egoísta de nuestra parte suponer que nuestros padres y abuelos, por una suerte de ceguera o de estupidez, consideraron "pornográficas" las cosas equivocadas. De igual manera, sería estúpido considerar que, por fin, en las imágenes que solemos censurar, nosotros sí hemos podido descubrir la verdadera pornografía. Dada la historia de la palabra, es muy probable que las futuras generaciones, si es que se deciden a emplearla, significarán con ella algo tan completamente diferente, tan inimaginable como lo es para nosotros el que Debbie va a Dallas fuera considerada "pornográfica" hace cincuenta años.

En los capítulos que vienen a continuación, la palabra "pornografía" aparece casi siempre entre comillas para significar que aquello de lo que se habla no es una cosa sino un concepto, una estructura de pensamiento que ha cambiado asombrosamente poco desde que apareció hace ya un siglo y medio. Por "pornografía" se entiende un escenario ficticio de peligro y redención, un constante y pequeño melodrama en el que, si bien nuevos actores han reemplazado a los antiguos, los papeles permanecen más o menos iguales a como lo fueron en un principio. Al asumir esta perspectiva, he intentado escapar al destino del sabio balnibarbiano, aplastado bajo ese monstruoso fardo de cosas que no tienen nada en común salvo el de ser "pornográficas" o haberlo sido alguna vez. He dedicado una buena parte de El museo secreto a hablar de pinturas, libros y fotografías que han instigado las disputas sobre la "pornografía"; he prestado, sin embargo, menos atención a esas cosas en sí mismas que a lo que se pensó y se sintió acerca de ellas: la amenaza que comunicaron, las víctimas que cobraron, los redentores que galvanizaron y que usualmente se impusieron a sí mismos una tarea redentora. El museo secreto no es la historia de la pornografía: es la historia de la "pornografía". Y en ello hay una gran diferencia.

Con sorprendente uniformidad, las discusiones acerca de la "pornografía" en los últimos ciento cincuenta años pueden reducirse a un par de aseveraciones: "Esto es pornografía" y "No, esto no es pornografía". Por "esto" puede entenderse cualquier cosa, no importa qué: un libro, una fotografía, una película, desde Ulises hasta la decoración de una baraja de cartas. Ambas partes de la discusión están de acuerdo en afirmar que en el mundo existen cosas "pornográficas"; en lo único en que no están de acuerdo es en las características de esas cosas. En consecuencia y a pesar de cientos de estudios, panfletos, campañas morales y demandas judiciales, la confusión es endémica. La historia jurídica enseña que Ulises no es pornográfico y que tampoco lo son El pozo de los deseos, Fanny Hill ni El museo secreto de antropología, pero tal historia jurídica fracasa al momento de proponer alguna orientación sobre lo que esa cosa tan elusiva pueda ser. Los intentos de definición de la pornografía no han sido escasos; se acumulan uno sobre otro, cada uno de ellos esforzándose por corregir los defectos del anterior y tratando de evitar los defectos que corregirá el que vendrá. Y sin embargo, ninguno de ellos más concreto que la resignada y poco jurídica declaración de Potter Stewart, miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos: "la reconozco cuando la veo". Si esa es la mejor manera de definir un peligro entonces, ciertamente, estamos en dificultades.

Cuando varias generaciones fracasan en el intento de definir una cosa, su existencia real debe ponerse en duda. En lo que respecta a la "pornografía", el hecho de que las discusiones se vuelvan más encarnizadas en la medida en que la misma realidad les opone resistencia, indica con suficiente claridad que lo que ellas ponen en cuestión no es la lógica sino el deseo: un deseo tan imperioso al que ni siquiera su falta de lógica podría desanimar. A ese deseo se le llama también "pornografía", y El museo secreto cuenta su historia.

El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
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