Es casi como si, en estos pasajes y en otros como éste, Ashbee hubiera perdido de vista a su tan reservado "estudioso" y se hubiera convertido en un Podsnap verdadero, temeroso de que la Persona Joven pudiera leer uno de estos libros y tomarlo por cosa de la vida real.
Sería muy extraño que un hombre con la actitud elitista de Ashbee y con sus gustos extravagantes, adoptara el papel de Mr. Podsnap; en cualquier caso, se sintió obligado a adoptarlo con el objeto de conferir algún valor a los libros que lo fascinaban. La escasez hubiera bastado al bibliófilo puro, y la lujuria al sensualista puro; Ashbee, en cambio, se vio arrastrado a un terreno resbaloso al declarar que la "literatura erótica" podía ser considerada "desde un punto de vista filosófico, puesto que ilustra, con más claridad que ninguna otra, la naturaleza humana y sus debilidades inherentes"[149]. Y si es verdad que atribuyó esta opinión a su amigo y compañero erotómano James Campbell Reddie, a veces, en cambio, cuando se sentía con el humor de hacerlo, Ashbee la compartía. Incluso llegó a declarar, de manera poco convincente, que "las novelas eróticas, cayendo como suelen hacerlo, en la categoría de ficción doméstica, contienen, por lo menos las mejores de ellas, la verdad, y sostienen el espejo de la naturaleza con más firmeza que las de cualquier otro tipo"[150]. Nosotros podemos, con Steven Marcus, rechazar esta afirmación por considerarla "ridícula "[151]; después de todo, puede verse en ella la intención de no ser sino una ilusión. Más interesante, sin embargo, es el hecho de que gran parte de la "literatura erótica" de Ashbee, especialmente sus ejemplos más recientes, parecían "novelas" o llevaban la etiqueta de "novelas" aunque no lo fueran. En su época, la "ficción doméstica" era un sinónimo de "novelas" y éstas constituían las lecturas predilectas de aquellos lectores a quienes el objeto de estudio de Ashbee (y sus reseñas de ellas) podía depravar y corromper.
En su famoso intento por definir la pornografía, Marcus ha propuesto que la detallada representación de la realidad, aunque presente hasta cierto punto en las obras pornográficas, es accidental en un género cuya "tendencia dominante es de hecho la eliminación de la realidad social externa". En consecuencia, la obra pornográfica ideal tendrá por escenario la "pornotopia", esto es, un lugar de nunca jamás donde el tiempo y el espacio no se miden sino por encuentros sexuales, donde ios cuerpos son reducidos a sus partes sexuales y donde esas partes son simples fichas en un juego de múltiples e inesperadas combinaciones[152]. Las "novelas" de Sade se aproximan a este estado ideal más que otras[153], pero no existe ninguna obra conocida que lo alcance. Para nosotros, un siglo después de Ashbee, el modelo de la pornotopia puede definir con precisión lo que entendemos por pornografía "dura" o hard-core, pero para Ashbee y sus contemporáneos, que no habían aprendido todavía a hacer estas distinciones, la zona de conflicto se encontraba precisamente donde lo imposible lindaba con lo verosímil y donde las obras de "crapulosa" fantasía podían confundirse con la "ficción doméstica".
Los libros que Ashbee incluye en su bibliografía y que nosotros consideraríamos sin ninguna duda como "pornográficos", fueron reconocidos como tales por él. Pero Ashbee no sólo evitó emplear la palabra, sino que, para el caso, no quiso ver ninguna diferencia esencial entre las Curiosidades de la flagelación (una fantasía de 1875) y un tratado anticlerical del siglo XVIII. Juzgó que el "sexo" era el principal tema de ambas obras; juzgó, además, que ambas eran obras escasas, y, en consecuencia, las colocó a una y a otra bajo la misma categoría. Podemos atribuir esta incapacidad de hacer distinciones a una libido sobrecargada, sólo que, si es verdad que Ashbee llegó a padecer tal incapacidad, también la debió padecer casi toda su generación y las de aquellos que lo antecedieron y sucedieron. Lo cierto es que cuando los lectores de esa época condenaban un libro, pasaban por alto asuntos como el tono, el estilo y la intención, y sólo se concentraban en el "sexo" y en el hecho de que el "sexo" significaba un peligro. Por lo demás, muy pocos de los libros consignados por Ashbee llegaron a ser lo suficientemente públicos como para inspirar la indignación o ser llevados a juicio. Las causes célèbres más escandalosas del siglo XIX y de comienzos del XX se concentran en libros que se sitúan en la frontera entre la pornotopia fantástica y la ficción realista. La exacta determinación de esta frontera representaba para Ashbee un problema, al tiempo que inspiraba la desesperación de sus contemporáneos.
La Persona Joven estaba protegida de la influencia corruptora de las bibliografías de Ashbee por su circulación limitada y, aún más, por su alto costo: esas mismas defensas que poseían muchos de los libros mencionados en ellas. Así por ejemplo, Los misterios de la casa Verbena (1882) fue publicado en una edición de 150 ejemplares y vendido al precio exorbitante de cuatro guineas, y esto a pesar de que sólo contenía 143 páginas y cuatro litografías coloreadas que, según Ashbee, eran "obscenas y de ejecución vil"[154]. Por esa misma época, el ingreso promedio de una familia inglesa de clase media baja era estimado en £110[155]. Si la inconcebible idea de comprar La casa Verbena se le hubiese pasado por la mente al jefe de una de estas familias, habría gastado el salario de dos semanas. En los Estados Unidos los salarios eran por lo general más elevados; sin embargo, en la misma Nueva York -entonces como ahora la ciudad más cara del país- una estimación de 1883 establecía en dieciocho dólares por semana el salario promedio más alto de un obrero calificado[156], con lo que puede inferirse que un plomero lujurioso de Manhattan hubiera tenido que trabajar una semana y media para conseguir La casa Verbena.
Este es un caso extremo, pero ilustra con claridad cómo el tipo de pornografía "dura" que nosotros situamos hoy en día en el punto más bajo de la escala social, pertenecía al punto más alto cien años atrás. Su calidad no era superior a la que ahora nos resulta tan familiar, pero su circulación estaba confinada a la clase de los lectores "inmunes", a aquellos a quienes también se les garantizaba la admisión en los Museos Secretos de la época. En consecuencia, rara vez fue motivo de controversia pública y, para decirlo literalmente, no hacía ningún daño. Ahora bien, dado que nadie hizo el esfuerzo de preservarla y catalogarla, poseemos muy poca evidencia de la circulación de la obscenidad escrita o pictórica en los niveles más bajos de la sociedad. Dicho material debió existir sin duda, pero sufrió el mismo destino de las producciones del Aretino y se perdió en el olvido. Sin embargo, el doctor Sanger de la isla de Blackwell, al enumerar las causas de la prostitución, hace el recuento de un fraude clásico tal y como era practicado en la Nueva York de 1858:
Niños y jóvenes pueden encontrarse perdiendo el tiempo y merodeando por los alrededores de los hoteles, los muelles de los barcos de vapor, las estaciones del ferrocarril y otros lugares públicos, vendiendo al parecer periódicos y panfletos, pero ofreciendo en secreto publicaciones lascivas y viles a sus potenciales clientes. Por lo general, eligen a individuos jóvenes e inexpertos, y ello por dos razones. En primer lugar, porque estos son los compradores más seguros y se someterán a la peor extorsión; y en segundo lugar, porque son más fáciles de embaucar. Los vendedores poseen un truco que ejecutan frecuentemente y con el que fallan muy pocas veces. En un pequeño volumen encuadernado insertan una media docena de placas obscenas muy coloreadas y que han sido cortadas para ser acomodadas al tamaño de la página impresa. Habiendo elegido a su víctima, cautelosamente llaman su atención acerca de los retratos pasando rápidamente las hojas, y aunque le dejan apreciar a su antojo la encuadernación, nunca le permiten tomar el libro en las manos. La víctima no imagina que las placas están sueltas y supone con absoluta confianza que sí compra el libro, compra también los retratos que se hallan en él. Cuando se llega a un acuerdo sobre el precio, el vendedor murmura que, puesto que está siendo vigilado, es mejor que el comprador vuelva su espalda por un momento mientras toma el dinero de su bolsillo; en ese intervalo saca las placas del libro y las oculta. Al instante siguiente, las dos partes están de nuevo cara a cara; el comprador entrega el dinero, recibe el libro del vendedor y, con renovada cautela, lo introduce cuidadosamente en su bolsillo. Luego se aleja y a la primera oportunidad retira su botín para examinarlo más minuciosamente, y el incauto descubre entonces que ha pagado varios dólares por unas cuantas páginas impresas que no tienen ilustraciones y que apenas sí valen unos cuantos centavos