El contexto aquí es la devastación física producida por "aquellas singulares trampas"; en consecuencia, las imágenes de mutilación están justificadas. El problema es que estas imágenes aparecen en todas partes, y con una insistencia que el lector moderno no puede dejar de encontrar desconcertante. "Las revistas de historias", por ejemplo, "penetran en muchos espíritus jóvenes como una espada, ¡una espada envenenada!"[259]. Y el vicio, "el constante compañero de todos los otros crímenes", arrastra a su impotente presa a lo largo de "una serie de escenas enfermizas, ofensivas y grotescas […] hasta que la vida, si así puede llamársele, queda reducida a enfermedad, a heridas, a llagas putrefactas"[260].
Se trata aquí de una referencia implícita a las enfermedades venéreas. Por lo general, Comstock prefiere enumerar síntomas repugnantes antes que escribir palabras tabú como "gonorrea" y "sífilis". En los tratados europeos sobre la prostitución, se describían las consecuencias de una enfermedad venérea de una manera igualmente gráfica e impetuosa. La diferencia estriba en que la misma delicadeza de Comstock le presta una grotesca vividez a imágenes que, de otra forma, si se colocaran en la secuencia que les corresponde, adquirirían una perspectiva más apropiada. Al omitir los pasos intermedios -el alcoholismo en el caso de las trampas del ron, la enfermedad venérea en el caso de la salacidad-, Comstock nos hace creer que el licor y la obscenidad generan una corrupción física instantánea y sin variaciones entre un caso y otro. Sin duda, esta rudeza era intencional, pero también permitía a su autor extenderse, con mórbido entusiasmo, en el imaginario espectáculo de niños mutilados, torturados y llagados. Es difícil no llegar a la conclusión de que dicho espectáculo poseía un cierto encanto en sí mismo.
Pero este no era un rasgo exclusivo de Comstock. En los Estados Unidos, donde la Persona Joven ejercía un poder que era desconocido en Europa, la preocupación por el niño iba acompañada generalmente por imágenes de destrucción. La novela corta de Henry James Daisy Miller (1878) es el ejemplo más célebre: mimada hasta lo inverosímil por su educación norteamericana, Daisy viaja a tontas y a locas por una Europa corrupta y con una despreocupación que la conduce inevitablemente a la difamación y la muerte. James retoma el mismo tema una y otra vez con algunas variaciones; en Otra vuelta de tuerca (1898) se dice que los arruinados niños son ingleses y, en La copa de oro (1904), la engreída niña norteamericana ya ha crecido. En estos y otros casos, James enseña esa fascinación típicamente norteamericana por la corrupción de la juventud inocente que a menudo va acompañada por imágenes de dolor y crueldad. La imaginación de Comstock era infinitamente más cruda que la de James, y esa misma crudeza le creó especiales simpatías entre aquellos que apoyaban sus esfuerzos. Las fantasías de violencia contra los niños salían casi naturalmente de los labios de Comstock y de sus seguidores. Una tal Mrs. Barker, una de las "damas administradoras" de la Exposición Colombina que se celebró en Chicago en 1893, desprevenidamente enseñaba esta afinidad imaginativa en una carta escrita al director general de la Exposición y en la que se quejaba de los provocativos bailarines que se presentaban en el Midway Plaisance*. Comstock, que había asistido a la presentación, urgió a Mrs. Barker a que también lo hiciera; previsiblemente escandalizada por lo que había visto, Mrs. Barker escribió de manera terminante: "Me opongo a las viles y licenciosas danzas extranjeras. Preferiría enterrar a mis dos hijos en sus tumbas antes que permitir que vieran lo que yo misma presencié ayer". Tan horripilante como puede ser dicho predicamento, es poca cosa cuando se lo compara con el de Comstock, al menos en cuanto a su envergadura: "O se cancelan esos tres shows", dijo a un reportero del periódico neoyorquino World, "o se arrasa con la Feria Mundial"[261].
Mrs. Barker también compartía con Comstock el hábito de imaginar a la amenazada Persona Joven como un muchacho, lo que contrastaba con la fantasía europea que se la representaba como una niña o como una muchacha joven en peligro. En lo que a Europa se refiere, el caso hipotético de la doncella corrompida por la pornografía lindaba con la pornografía misma; en los Estados Unidos, donde predominaban las imágenes de violencia, era más probable que los sueños funestos representaran a niños mutilados. Comstock resultaba muy coherente en este sentido: desde el comienzo mismo de su carrera (cuando la perdición de "hombres jóvenes brillantes e inteligentes" lo había iluminado), sus historias de desastres tenían casi siempre protagonistas masculinos. Era más probable que sus "trampas" no-pornográficas, como el juego y el licor, sedujeran a los niños antes que a las niñas, y esto a causa de que los niños tenían más libertad; pero incluso cuando se refería a los peligros domésticos de periódicos y novelas, su imaginación se concentraba también en el joven. Aquí, de nuevo, la mojigatería exagerada de Comstock puede explicar dicha irregularidad: su reverencia por la mujer simplemente le impedía imaginar siquiera que ella fuera susceptible a la tentación. Por otra parte, su obsesión por los infortunios de la masculinidad era también un síntoma de su creencia en que los Estados Unidos se precipitaban hacia el desastre. Los hombres, los portadores del futuro, serían una pérdida más significativa que las mujeres, que eran prescindibles. Fundamentalmente y así como muchos de sus contemporáneos, Comstock entendía el mundo en términos económicos: la constitución sexual de los hombres favorecía más fácilmente las metáforas económicas que la de su contraparte femenina. Los hombres corruptos terminaban secos y, en cambio, las mujeres corruptas hacían algo completamente distinto, algo que, por lo visto, eludía la capacidad imaginativa del propio Comstock.
Profunda como pudo haber sido su relación con cierto sector de la población norteamericana, parecía más bien desconectado de la mayor parte de ella y al punto de que si no hubiese sido por la indiferencia del público en general, habría muerto como empleado de una mercería. Sólo porque él y su cohorte persistieron, y porque la mayoría apenas si se preocupaba por los resultados de aquella lucha, Comstock fue capaz de presionar hasta lograr la aprobación de la ley que llevaría su nombre y de conservar un cargo oficial y no oficial que legitimaba sus actividades ilegales. Desde su propio punto de vista, el peor enemigo no eran los administradores de tabernas ni los editores de periódicos y ni siquiera aquellos que mercadeaban con vulgaridades, sino la honda indiferencia que mostraba la nación entera, lo cual resultaba mucho más asombroso cuando el desastre parecía tan inminente. Por más de cuarenta años, luchó por crear la alarma general, pero el perverso resultado fue que, a medida que pasaba el tiempo, la apatía crecía aún más. De ser una némesis, Comstock se convirtió en una figura de burlas; y en su última década especialmente, se convirtió en una molestia más pesada aún para sus seguidores que para sus contrincantes. Nunca cesó de llamar la atención del público sobre los peligros que le parecían temibles y obvios; gradualmente, sin embargo, incluso sus seguidores renunciaron a la lucha y comenzaron a burlarse de él.
En contraste, durante los primeros tiempos de su carrera, algunos observadores vieron a Comstock como una amenaza peor que los mismos productos ilegales que perseguía. Sus métodos solapados fueron repetidamente denunciados a la prensa, algo que no era del todo desinteresado puesto que su lucha contra los falsos anuncios había reducido apreciablemente las ganancias de muchos periódicos y revistas. La oposición pública a Comstock alcanzó su climax con una petición, firmada al parecer por 70.000 personas, y que fue presentada a la Cámara de Representantes en febrero de 1878, con la intención de anular la Ley de Comstock. La lista iba encabezada por el coronel Robert G. Ingersoll, una de las principales bêtes noires de Comstock y cuyo agnosticismo declarado era juzgado por su enemigo como una sarta de "mofas, burlas y blasfemias"[262]. La petición mantenía que la Ley de Comstock, "aprobada con el objeto ostensible de evitar la circulación de la así llamada literatura obscena en el correo de los Estados Unidos", en realidad, "había sido y está siendo empleada para destruir la libertad de prensa, la libertad de conciencia en materia de religión, y para hacer gran daño a las profesiones liberales…"[263]. No importó con cuánto fervor se expresaran los peticionistas (ni cuán numerosos resultaran en comparación con las fuerzas de Comstock), el comité de la Cámara de Representantes denegó la petición decretando, con gran indiferencia, que no se había violado la Constitución.
Desde el punto de vista de los biógrafos de Comstock, la declinación de su credibilidad después de 1900 fue un síntoma de progreso. "Para sus jóvenes compatriotas, se había convertido en una gran tradición, en un chiste, en un chivo expiatorio"[264]. Ciertamente, el paso del tiempo desacreditó a Comstock, y en 1927, cuando Heywood Broun y Margaret Leech publicaron su biografía, aquel cambio parecía indudablemente un signo de progreso. Desde una perspectiva más lejana, sin embargo, es posible ser más específico. Dejando de lado sus numerosas debilidades, Comstock encarnó una reacción que nosotros hemos visto antes en el contexto europeo: la urgencia de limitar la diseminación de todo tipo, de controlar el acceso a cualquier representación sin importar el objeto que representa. Como sus más sofisticados contemporáneos de Francia e Inglaterra, Comstock no temía en el fondo sino la distribución universal de información. Tal prospecto inspiraba imágenes de pesadilla de un mundo sin estructura, donde se habían roto todas las barreras y se habían desvanecido todas las diferencias. Era natural que el sexo estuviese en el centro de tales pesadillas, puesto que mucho antes de que la moderna amenaza se levantara, el sexo ya abogaba por la pérdida de control y la dispersión de la sustancia. Comstock encontró en el sistema postal una metáfora perfecta para este antiguo terror: extendido por todo el país, indiscriminadamente accesible, público y privado al mismo tiempo, el sistema postal tenía (aunque suene tan paradójico) algo de "sexy" en sí mismo.
Dejado sin vigilancia, el sexo engendraría el caos; dejado sin vigilancia, el correo haría lo mismo. Resulta absolutamente comprensible que el más importante cruzado anti-sexo de los Estados Unidos fuese un agente de la Oficina Postal. Resulta también comprensible que su trabajo lo obligara a recorrer muchos kilómetros en ferrocarril: la red de ferrocarriles se asemejaba mucho y a menudo coincidía con el sistema postal, y ya se sabe que entre el tren y el sexo existe una relación muy íntima.
El debilitamiento del impacto de Comstock en sus últimos años pudo deberse en parte a la normalización y al rápido avance de la tecnología. Antes de morir, Comstock presenció el advenimiento del teléfono, el cine, los automóviles, los aviones, todos los cuales contribuyeron al incremento, en proporciones geométricas, de la diseminación de las representaciones y de las cosas mismas. Hasta el final, se opuso a estos desarrollos y, aunque se aprovechó grandemente de ellos, su meta fue siempre la destrucción de los mismos canales que empleaba. Sus esfuerzos poseen una profunda calidad pastoral, una lastimera nostalgia por un tiempo (sin duda, su infancia en Nueva Canaan, aunque ya Wordsworth había tenido ese mismo sueño) cuando cada hogar constituía un mundo en sí mismo. Las generaciones posteriores, para quienes el círculo encantado de la familia se volvía cada vez menos sacrosanto y para quienes la tecnología aparecía como un indiscutible beneficio, encontraban el puritanismo pastoral de Comstock como algo retrógrado y, además, irrisorio. Juzgaban ese cambio como un progreso; un par de generaciones más tarde, nosotros bien podemos reconsiderar ese juicio.
La mayoría de los libros que Comstock quemó eran de la más baja calidad; caían de manera indiscutible en aquellas regiones subterráneas cuyos mapas habían sido dibujados por Ashbee y sus amigos[265]. De vez en cuando, sin embargo, Comstock se alzó en armas contra el arte, provocando inevitablemente mucha más irrisión que cuando se entregaba a sus empresas clandestinas. En Trampas para el joven, bajo la rúbrica de "Trampas artísticas y clásicas", se sintió obligado a expresar su indignación ante los efectos venenosos que también el arte podía causar cuando se distribuía profusamente. Algunos "hombres", declaró, han convertido en un trabajo de tiempo completo la degradación del público por medios artísticos: "Así pues, buscan en Pompeya, en las galerías de arte y los museos de Europa, alguna nueva obra de carácter o de tendencia obscena que pueda reproducirse, que posea la capacidad de satisfacer un gusto bajo y cuya etiqueta de 'arte' les permita escudarse a ellos mismos".
Una vez afirmada tal cosa, Comstock tropezó con una trampa familiar. No todas las obras de arte eran malas, sólo algunas de ellas:
El que un hombre de mente sucia ponga sus vulgares concepciones en un lienzo, no es razón suficiente para que un pintarrajo deba protegerse bajo el nombre de arte. El arte es alto y elevado. Su mérito inspira respeto. Su valor intrínseco se deriva de su perfección.
Quizá habría sido mejor si Comstock hubiera retrocedido en este punto y no se hubiera metido en cuestiones estéticas. Sin embargo, al explicarse y justificarse a sí mismo de manera tan insistente, llegó al extremo de afirmar claramente que él no tenía ninguna objeción contra el arte obsceno, con tal de que se mantuviera donde le correspondía.
Hasta hace poco, estas cosas eran tan restringidas que su capacidad de hacer mal se reducía a límites muy estrechos. Últimamente, sin embargo, desde que las publicaciones vulgares no pueden obtenerse de las misma forma que antes, hombres que se hacen llamar a sí mismos ciudadanos respetables y que ocupan lugares prominentes en la sociedad, han popularizado tales obras permitiendo ediciones baratas y anunciándolas profusamente.
Parece muy poco probable que un lector privado de El turco lujurioso buscara consuelo en Boccaccio, pero el argumento es claro: "Dejemos, pues, que los derechos de los artistas sean protegidos, y si es que hemos de tener 'obras de arte' que disgusten a la modestia y ofendan a la decencia, sigamos el criterio general de restringir estos productos a las galerías de arte, y no permitamos que falsas copias de las más viles de ellas sean diseminadas indiscriminadamente entre el público"[266].
La diseminación indiscriminada, el mismo villano de ambos lados del Atlántico. Y sin embargo, mientras Comstock podía quemar toneladas de publicaciones clandestinas sin escuchar la menor protesta, cuando ponía el ojo en objetos a los que algún grupo atribuía públicamente valor artístico, se producía un escándalo que era alegremente explotado por la prensa. Siempre que encontró oposición de altura, Comstock perdió su batalla. En sus últimos años -y aunque ya entonces su olfato para la vulgaridad se había agudizado-, prefirió contenerse en aquellas ocasiones en que la vulgaridad era considerada también como arte. En 1913, por ejemplo, no inició ninguna acción oficial contra Alba de septiembre, la obra clásica kitsh de Paul Chabas; simplemente se limitó a pedir que una de sus copias fuera eliminada de una vitrina de Manhattan (que después de un rato fue repuesta sin que Comstock insistiera más)[267]. Y al año siguiente, cuando el Chautauquart publicó en su portada la fotografía de un fauno romano desnudo -no de Pompeya, aunque del mismo estilo-, se contentó apenas con una protesta[268].
Para el momento de su muerte en 1915, Comstock ya había alcanzado la inmortalidad aunque no de la forma en que más le habría complacido. En todos los diccionarios ingleses modernos figura la palabra "comstockería", algunas veces con mayúscula pero no siempre, y definida más o menos como "excesiva y fanática censura de las bellas artes y la literatura, que suele confundir obras obviamente honestas con obras salaces" (American College Dictionary, 1963), o como "censura fanática de la literatura y de otras artes por su supuesta inmoralidad" (American Heritage Dictionary, 1975). Así pues, incluso la autoridad imparcial de la lengua inglesa condena a Comstock por su fanatismo y lo inmortaliza no por sus campañas contra el juego o contra las medicinas de curandero, sino por el conjunto de actitudes que lo ponían en ridículo. Resulta por lo demás irónico el que la "comstockería" naciera de un percance en el que el mismo Comstock no tuvo nada que ver. En septiembre de 1905, un oficial de la Biblioteca Pública de Nueva York ordenó que se restringiera la circulación de Hombre y superhombre y de otras obras de George Bernard Shaw. Shaw no era entonces una persona célebre, pero en ese momento disfrutaba de cierta notoriedad en Nueva York debido a que Hombre y superhombre se había estrenado recientemente en el Teatro Hudson. Robert W. Welch, corresponsal del New York Times, se enteró de la orden de la Biblioteca y escribió a Shaw pidiéndole su opinión, la cual fue publicada por el Times en la última semana de septiembre. Con ese egotismo grandioso que le era tan característico, Shaw transformó un incidente local y sin importancia en un asunto de proporciones internacionales, y en ese proceso acuñó la palabra.
"Nadie fuera de América", escribió Shaw, "podría sorprenderse en lo más mínimo. La comstockería es el eterno motivo de burla de los Estados Unidos. A Europa le encanta oír estas cosas. Así se confirma la arraigada convicción que el Viejo Mundo tiene de que América es un lugar provinciano, una civilización pueblerina de segunda categoría". Y continuaba desarrollando su tema predilecto en ese momento, denunciando el matrimonio como "la más licenciosa de todas las instituciones" y proclamando orgullosamente que Hombre y superhombre era un "ataque explícito" contra dicha institución. Visto desde este punto de vista, la censura de la obra de Shaw venía a fulgurar como "un síntoma de lo que ciertamente es un horror lo mismo en América que en cualquier otra parte, y que consiste en la secreta e intensa determinación con que el mezquino provincialismo del mundo rechaza toda crítica y no sufre intrusión alguna". A estas palabras seguía, naturalmente, el auto-engrandecimiento:
Yo soy un artista y, como es inevitable, un moralista público […]. De mi parte están el honor y la humanidad, la inteligencia de mi mente, la habilidad de mi mano y la aspiración a una vida más elevada. Dejemos a aquellos que me han puesto en sus listas de censura para que puedan leerme mientras sus hijos andan a oscuras, para que puedan reconocer a sus aliados, enunciar sus reservas y declarar su objetivo… si es que se atreven.
Después de otras varias amenazas contra los "comstockianos" por su "fanatismo conyugal […] corrupto y sensual", Shaw concluyó con una advertencia que, curiosamente, lo ponía de acuerdo con Comstock: "Yo no digo que mis libros y mis obras de teatro no puedan hacer daño a gente deshonesta o débil. Pueden, y probablemente lo hacen, pero si el carácter norteamericano no puede soportar ese fuego a la edad más temprana, cuando resulta más legible o comprensible, América no tiene futuro"[269].
Al parecer Comstock nunca había oído hablar de Shaw antes de que el escándalo estallara. "Nunca he visto ninguno de sus libros", dijo al reportero del Times que lo entrevistó en su jardín y que le enseñó una copia de la carta publicada, "de manera que no debe ser gran cosa", y añadió con lucidez:
Veo aquí que este señor Shaw dice reconocer que sus obras pueden seguramente hacer daño a la gente débil y deshonesta. Pues bien, eso mismo lo delata a él y a sus obras, a sus editores, a la gente que presenta sus obras de teatro y a todas las cosas y personas que tengan algo que ver con la producción o la diseminación de ellas; los hace responsables ante una ley que fue hecha primordialmente para proteger al débil. Él se condena a sí mismo