Hand estaba dispuesto a aceptar la posible obscenidad de los tres libros -su primo y colega en el juicio, Augustus N. Hand, disintió de la opinión de la mayoría en lo que a la Encrucijada del sexo se refiere-, pero esta consideración era irrelevante ante la misma obsolescencia del test de Hicklin.

El caso Levine fue un caso precursor y resultó inusual en esta época porque se refería a un material cuyo "valor" no podía defenderse con ningún argumento convincente. En general, aunque el volumen de los juicios contra la obscenidad se multiplicó de modo alarmante en los treinta años siguientes, todos ellos observaron el mismo patrón: en alguna parte, las obras poseían algún valor que era relativamente fácil de encontrar. De forma gradual, el testimonio de ios "expertos" -rechazados sin más en juicios primerizos como el de El pozo de la soledad- llegó a convertirse en una parte habitual de todo proceso judicial. Las obras científicas eran juzgadas con menos frecuencia que las literarias, quizá porque su circulación todavía se veía limitada por medidas de seguridad internas como el precio y lo difícil de su comprensión. Pero, como escribió LeoM. Alperten 1938, incluso cuando la literatura era llevada ajuicio, llegó a ser cada vez más obvio que "la tarea de juzgarla [se encontraba] más allá de la capacidad y la habilidad de un juez promedio"[360]. Eruditos como Woolsey y Hand no habrían estado de acuerdo; según ellos, si un juez no era capaz de evaluar la literatura, entonces su trabajo era demasiado para un lector normal; y no obstante, quizá fue la misma susceptibilidad de ambos la razón que los llevó a actualizar el test de Hicklin. En teoría, los expertos no eran consultados sobre la "obscenidad", que era un asunto de derecho, y se limitaban a testificar sobre el "valor" de la obra en cuestión. En la práctica, sin embargo, ambos conceptos eran difícilmente separables puesto que el uno era concebido como el opuesto del otro y, en algunos casos, como el determinante del otro. El resultado fue un paulatino y aparatoso empantanamíento.

Los expertos desempeñaron un papel prominente en 1938, en el juicio contra Roy Larsen, el editor de la revista Life. El número del 11 de abril de ese año traía un artículo titulado "El nacimiento de un bebé", que incluía numerosas fotografías y diagramas, todos con un propósito declaradamente higiénico y educativo. Dos vendedores de revistas fueron arrestados en sendos estados por vender dicho número, y en un gesto inusual (pues los editores raras veces eran tan valientes), Larsen decidió asumir toda responsabilidad por lo que había publicado. El caso fue presentado al Tribunal Penal de la Ciudad de Nueva York, donde un panel de tres jueces declaró inocente a Larsen de forma unánime y después de haber escuchado a "autoridades responsables de la salud pública, trabajadores sociales y educadores que testificaron de la sinceridad, honestidad y valor educativo de la historia fotográfica en cuestión". Según el juez Nathan D. Perlman, la fiscalía tenía todo el derecho a objetar la presentación de estos testimonios pero, como él mismo añadió en seguida, evidencia de este tipo era "racionalmente valiosa y en años recientes los tribunales habían tenido en consideración las opiniones de personas calificadas"[361]. En efecto, así lo habían hecho en un juicio celebrado en 1933 contra The Viking Press, la editorial que había publicado una novela de Erskine Caldwell, El pequeño acre de Dios. Viking convocó un verdadero batallón de expertos que incluía a John Mason Brown, Carl van Doren, Malcolm Cowley y Sinclair Lewis, todos los cuales encontraron el libro notable. A pesar de las objeciones del infatigable John S. Sumner, el magistrado Benjamín Greenspan concluyó que "tan grande y representativo grupo de gente" estaba mejor calificado "para juzgar el valor de una producción literaria que alguien que sólo es apto para buscar pasajes obscenos en un libro antes que para juzgar el libro en su totalidad"[362]. En su opinión escrita, Greenspan hizo una distinción significativa: "Los tribunales han limitado estrictamente la aplicabilidad del estatuto a obras pornográficas y, por el contrario, han rechazado de manera consistente su aplicación a libros de auténtico valor literario"[363]. Como diría el juez Perlman en el caso Larsen, no son los expertos sino "el jurado o quienquiera que determine los hechos [quien] debe declarar cuál criterio debe seguirse". Es evidente, sin embargo, que la línea que separa la determinación de un hecho y la determinación de un valor es difícil de precisar, y pronto se desvanece más allá de toda posible identificación.

Desde un punto de vista ampliamente compartido, fue un beneficio indiscutible para la alta literatura el que tantos libros hubiesen sido acusados de obscenos durante la primera mitad del siglo XX. No todos los casos fueron absueltos, y muy a menudo un libro considerado obsceno en una jurisdicción era liberado en otra, con lo que se producía una mayor confusión. A pesar de ello, la tendencia inequívoca fue la de ampliar la definición de lo no obsceno y hacer más estrecha la de su opuesto que, cada vez con más frecuencia, recibió la etiqueta de "pornografía". Este progreso tan evidente entrañaba también algunos lamentables efectos secundarios, uno de los más notorios de los cuales fue la relegación del "valor literario" al grupo que formaban los expertos, los críticos, los reseñistas y los artistas. Para mediados del siglo XX, al menos en los Estados Unidos, la literatura se encontraba indudablemente encerrada en esa fortaleza de la autoridad académica donde los expertos se esforzaban por educar a niños ignorantes que habían pagado por dicho privilegio. Es comprensible que esta profesionalización y academización de la literatura llegara también a los tribunales, donde hasta los jueces se preparaban para recibir instrucción y lograban, quizá, que el proceso legal se hiciera más sabio; por lo demás, a medida que la literatura adquiría mayor libertad, su verdadero poder disminuía, de tal forma que lo que alguna vez se llamó "valor literario" acabó por ser sinónimo de impotencia.

En realidad, el sistema judicial no se encontraba más cerca a una definición de "obscenidad" de lo que había estado en los días de lord Campbell. Generaciones de intentos para establecer sus límites habían conducido tan sólo a su transformación en una especie de no-idea, indefinible por definición; el juez Cockburn, por ejemplo, no había hecho ningún esfuerzo por explicar lo que significaba la "obscenidad"; simplemente, se había limitado a diseñar un criterio por medio del cual reconocer sus efectos. Existe, pues, una larga tradición según la cual palabras como "obscenidad" y "pornografía" no necesitan definición y, de hecho, se encuentran mejor sin ella. Este punto de vista fue expresado con maestría por Virginia Woolf en 1929:

No cabe duda de que existen dos tipos de libros en lo que respecta a su indecencia. Hay libros que se escriben, se publican y se venden con el objeto de dar placer o de corromper por medio de su propia indecencia […]. Hay otros cuya indecencia sólo es incidental en el propósito del libro o en la intención del escritor, ya sea ésta científica, social o estética. El poder del magistrado debe limitarse definitivamente a la supresión de libros que se venden como pornografía a gentes que buscan y disfrutan de la pornografía. Los otros deben dejarse en paz. Cualquier hombre o mujer con una cultura y una inteligencia promedio sabe cuál es la diferencia entre esos dos tipos de libros y no tiene ninguna dificultad distinguiendo el uno del otro

El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
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