AVENTURAS DE UNA PERSONA JOVEN

Toda la variedad de imágenes y escritos a los que hemos aludido, desde los estudios médicos sobre prostitución hasta las posturas del Aretino, fue salvaguardada de la promiscuidad pública por un impresionante conjunto de accidentales o deliberadas medidas de precaución. Algunas obras, como los estudios higiénicos y los catálogos de museo, eran demasiado técnicas como para circular de manera general; otras, como los textos clásicos obscenos, sólo eran comprensibles para quienes sabían latín y griego; y aún otras, como las composiciones del Aretino y sus imitadores del siglo XVII, eran simplemente una rareza imposible de obtener. En circunstancias ordinarias, aquella "persona joven" que había concebido el Mr. Podsnap de Dickens, nunca hubiera podido conocer tales oscuridades. Y en cuanto a las reliquias del pasado licencioso a las que sí tenía acceso -la Biblia, Chaucer, Shakespeare-, es probable que se encontraran ya aseguradas o bowdlerizadas; en caso contrario, llevaban en sí mismas una pátina de tranquilizadora veneración que servía para apaciguar sus cualidades enardecedoras. Entonces como ahora, por supuesto, y si las condiciones eran apropiadas, cualquier cosa podía producir excitación sexual. Al final del siglo XIX, Krafft-Ebing, Freud, Havelock Ellis y otros, comenzaron a reunir evidencias -hasta obtener una impresionante cantidad de ellas- de que las acciones y los objetos más inesperados podían ser erotizados por cualquier persona, al menos una vez y en cualquier parte. Para los pastores de las iglesias y los maestros de la época, sin embargo, la sexualidad no podía ser de ningún modo algo tan general. En efecto, a pesar de su histeria tan cómica, los observadores pre-freudianos tenían una idea muy precisa y limitada de lo sexual. Podían identificar el acto y designar las partes anatómicas relevantes; pero, en cambio, no eran capaces de reconocer la omnipresencia de la sexualidad, lo cual, aunque resulte paradójico, fue lo que permitió al siglo XX conjurar el terror que inspiraba el sexo. De otra parte, tampoco sabían diferenciar con seguridad entre lo figurativo y lo real. Lo que les parecía más problemático de la Persona Joven -yo la llamo como la llamó Dickens, pero en "ella" se incluyen el niño y el joven que pueden ser igualmente difíciles de apacigüar- era su inclinación a confundir las representaciones con la realidad, y actuar como si el único principio de su comportamiento fuera imitar lo que vieran sus ojos, de manera inmediata y sin hacer preguntas.

El contraste entre el punto de vista del siglo XIX y el nuestro, es ilustrado por Peter Gay, cuando comenta que para la mente de los censores, los legisladores y los reformadores victorianos, "un poema lírico y sensual de Algernon Swinburne, un sobrio manual acerca de la anticoncepción de Robert Dale Owen y una historia pornográfica anónima, eran todos lo mismo, todos escritos muy seguramente para pervertir y corromper al inocente. Por tanto, los juicios sobre obscenidad más sorprendentes y controvertidos de aquel siglo no fueron los que litigaron sobre producciones pornográficas, sino sobre poesías, obras de teatro y novelas eróticas, sinceras y realistas"[133]. Es verdad que los victorianos se negaron a distinguir entre lo "pornográfico" y lo sincero, lo realista y lo erótico, cosa que sus biznietos ya han aprendido a hacer. Pero esta ineptitud victoriana no fue simplemente el resultado del miedo o la lascivia. De hecho, la historia de la "pornografía" en el siglo XIX es un largo y a menudo doloroso proceso de diferenciación a través del cual se descubre que en la vasta masa de "lo obsceno" hay un juego de luces y de sombras. Aquellos "sorprendentes" juicios sobre la obscenidad fueron laboratorios en los que tales sutilezas fueron probadas y confirmadas. Hoy en día no podríamos separar lo "pornográfico" de lo erótico si aquellos juicios no hubieran tenido lugar. Es un error burlarse de nuestros ancestros porque fueran ciegos a ciertos matices que, sólo gracias sus esfuerzos, nosotros podemos apreciar ahora de un solo golpe de vista.

"Subdivisión, clasificación y elaboración", escribió George Augustus Sala en 1859, "son, sin duda, características propias de la presente civilización"[134]. La manía taxonómica hacía furor a todos los niveles. En 1861, el popularísimo Libro de la administración del hogar, de Isabella Beeton, requería de una empleada doméstica que utilizara no menos de diez tipos diferentes de cepillos, cada uno de ellos con su forma y su función específicas[135]; y en las ciencias más abstractas, las autoridades eran incansables al momento de definir etnias, estratos, clases y especies. También el reino de las representaciones estaba sujeto a una exigencia semejante. La pornografía higiénica y la historia del arte pornográfico, con su localización y clasificación de prostitutas y reliquias de Pompeya, fueron hijas gemelas de este afán por subdividir. La identificación (y la censura) de las indiscreciones del pasado obedecía a un único imperativo: los victorianos fueron los primeros en comprobar, o en pensar que comprobaban, cómo las épocas del pasado habían sido grotescas no sólo en sus maneras, sino también en su hábito de permitir que el mal conviviera codo a codo con el bien. Y por supuesto, el siglo XIX ha sido acusado de lo mismo por el XX.

El siglo XIX fue también el gran siglo de las exhibiciones, las bibliotecas y los museos. En el XVIII, hombres acaudalados y de "talento" como Richard Payne Knight y su amigo Charles Townley reunieron vastas colecciones en las que se podía encontrar lo mismo una escultura romana que un escarabajo disecado; pero estas fueron aficiones privadas, disfrutadas en la soledad o enseñadas a unos cuantos visitantes. La Biblioteca y el Museo Británico fueron fundados en 1753; el Louvre en 1793, poco después de que se desalojara de allí a sus propietarios reales; los Estados Unidos siguieron los mismos pasos con la fundación de la Biblioteca del Congreso en 1800 y del Smithsonian en 1846. Y cada vez más, tales instituciones se convirtieron en la última morada de colecciones privadas menos espectaculares que, a pesar de los lamentos de Paul Lacroix, no habrían sobrevivido de otra forma a sus escandalizados herederos. A medida que transcurría el siglo XIX, se volvió cada vez más raro el que los artefactos obscenos acabaran, a la muerte de sus dueños, en un olvido inmisericorde. Se continuaron presentando algunas quemas esporádicas, pero éstas fueron reemplazadas poco a poco por la costumbre de encajar tales objetos a los curadores para que ellos tomaran la decisión del caso.

Los curadores se enfrentaban así a los dilemas de que se habían librado los mismos albaceas; sobre ellos pesaba una prohibición que les impedía destruir lo que cayera en sus manos, no importaba cuán de mal gusto fuera. Ya nosotros hemos visto un ejemplo de su reacción en el Museo Borbónico, y otros museos y bibliotecas acudieron a soluciones similares. Una de ellas fue la de omitir libros y objetos peligrosos de los catálogos impresos, permitiendo así que su conservación fuera conocida de modo privado y sólo por aquellos que supuestamente eran inmunes a la corrupción. Esta fue la solución tomada por el Museo Británico al establecer una "Sección Privada" en 1860 y cuyo primer catálogo, el Registrum Librorum Eroticorum, de "Rolf S. Reade" (anagrama de Alfred Rose), sólo vino a publicarse hasta 1934[136]. El Enfer (un juego de palabras en francés que significa "Infierno" y "Encierro") de la Bibliothèque Nationale en París, fundada en la época de Napoleón, puede parecer inusual por ofrecer abiertamente una lista de libros peligrosos; y sin embargo, hasta 1913, cuando se publicó un catálogo especializado en "erótica", los libros habían permanecido escondidos siguiendo el mismo método de Edgar Allan Poe en "La carta robada", esto es, ocultándolos a plena luz del día, distribuyéndolos sin ninguna marca especial en la colección de la biblioteca[137]. La comprensión que el bibliotecario del siglo XIX tenía del peligro que acechaba en los libros, era más extensa que la nuestra. De nuevo, nuestro primer impulso es descartar el asunto como un síntoma de esa mojigatería y lascivia que encontraba incitaciones a la lujuria en cada rincón y en cada grieta, sin importar cuán lejos de ello es-tuvieran. Y por eso mismo y con evidente razón, fue criticado en su propia época. Pero otra forma de entender la ubicuidad que se le atribuía a las representaciones peligrosas en el siglo XIX, es considerando que nuestro concepto de "pornografía" era en ese entonces rudimentario y se hallaba al comienzo de un largo proceso de desarrollo. Los victorianos entendían muy bien lo que era el "sexo"; lo que no entendían muy bien -aunque lo aprendieron y nos lo enseñaron a nosotros- fue que el poder corruptor de un libro o de una pintura varía grandemente y depende de cómo comunica su impresión y de cómo son recibidas esas impresiones.

Al desarrollo del concepto de "pornografía" contribuyó un sector inesperado, el sector conformado por los bibliófilos que privadamente coleccionaban y catalogaban obras "eróticas". La bibliofilia -cuyo estado más avanzado es la bibliomanía- fue otro producto de la obsesión del siglo XIX por las listas, las tablas y las genealogías; todavía hoy es muy activa, aunque se ha encogido y tiene una forma menos llamativa. La bibliofilia puede distinguirse del simple amor a los libros por el relativo desdén que le inspira el contenido -y aún más, elusivas cualidades como el estilo y la estructura-, y por la importancia que atribuye a la fecha de publicación, la encuademación, el tipo de papel y, de manera especial, la escasez del mismo libro. Como sus "talentosos" antecesores, los bibliófilos tienden a considerar un libro como una suma de tangibles características, como si los libros fueran conchas o mariposas. La bibliofilia en el siglo XIX era un vicio costoso al que se abandonaban los caballeros que poseían el ocio y la fortuna necesarios; fundaban clubes internacionales como la Societé des Amis des Livres, cuya central estaba en París; publicaban boletines e informes anuales en los que detallaban sus hallazgos para beneficio de todos; amasaban grandes colecciones privadas, la mayoría de las cuales terminaron con el paso del tiempo por convertirse en una carga para los bibliotecarios. Y sobre todo, clasificaban, y en el proceso de clasificación contribuyeron al nacimiento de la "pornografía".

Muchos de los más asiduos bibliófilos del siglo XIX se especializaron en lo que hoy llamaríamos "pornografía", aunque muy pocos de ellos llegaron a utilizar esa ambigua palabra de acuñación reciente. Más bien preferían términos viejos y vagos como "curiosidades", "erótica" o "libros prohibidos"; algunas veces acudían al circunloquio como en el título de la obra de Jules Gay, Bibliographie des ouvrages relatifs à l'amour ("Bibliografía de obras relativas al amor", 1860), que G. Legman ha llamado "la primera bibliografía publicada de literatura frívola y erótica"[138]. O bien, buscaban refugio en el latín, como en el caso de Henry Spencer Ashbee, cuyos tres volúmenes, publicados con el seudónimo de "Pisanus Fraxi", llevaban los títulos de Index Librorum Prohibitorum (1877), Centuria Librorum Absconditorum (1879) y Catena Librorum Tacendorum (1885). El primero de estos títulos es un jocoso eco del Index católico y romano; los otros, "Compañía de cien libros ocultos" y "Cadena de libros para hacer circular en silencio", recuerdan el proyecto contemporáneo e igualmente discreto del Museo Secreto. Antes del advenimiento de la bibliofilia erótica, el tipo de libros que Ashbee prefería, había sido en efecto "escondido", "circulado en silencio" o simplemente quemado, haciendo que sus ejemplares fueran escasos y muy difíciles de encontrar. El sexo explícito, podemos suponer, hacía que esos libros fueran raros; y para Ashbee y sus colegas, la rareza era su principal atractivo.

Henry Spencer Ashbee (1834-1900), el más célebre de los bibliómanos victorianos, debe su fama a la ingeniosa argumentación con que Legman pretende demostrar su autoría de Mi vida secreta[139], y también al psicoanálisis que Steven Marcus le hace en Los otros victorianos[140]. Ashbee ofrece el terreno ideal para escudriñar en su inconsciente, porque, como demuestra Marcus, su obsesivo aparato académico enmascara una profunda confusión ante el atractivo que le inspiran los mismos libros que cataloga. Si damos por sentado que el sexo debió ser el supremo interés de Ashbee, acabaremos por encontrar confuso el siguiente pasaje del Index Librorum Prohibitorum:

Mi propósito es reunir en un sólo rebaño las ovejas descarriadas y encontrarles casa a los parias de todas las naciones. Por tanto, no titubeo al descubrir las baratijas que se venden al centavo en la vía pública o los suntuosos volúmenes que acaban en manos de unos pocos, y cuyo precio se cuenta por guineas. Acojo ciertamente todo aquello que debe ser evitado y también todo aquello que debe ser visto. En esta obra se encontrarán libros de cada género literario; deliberadamente he hecho una selección de libros lo más diversa posible, con el objeto de mostrar cuán numerosas son las ramificaciones de la literatura erótica y cuán vasto campo ha de atravesarse en su conocimiento"

El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003_split_000.xhtml
sec_0003_split_001.xhtml
sec_0003_split_002.xhtml
sec_0004_split_000.xhtml
sec_0004_split_001.xhtml
sec_0004_split_002.xhtml
sec_0004_split_003.xhtml
sec_0004_split_004.xhtml
sec_0004_split_005.xhtml
sec_0004_split_006.xhtml
sec_0004_split_007.xhtml
sec_0004_split_008.xhtml
sec_0004_split_009.xhtml
sec_0004_split_010.xhtml
sec_0004_split_011.xhtml
sec_0004_split_012.xhtml
sec_0004_split_013.xhtml
sec_0004_split_014.xhtml
sec_0004_split_015.xhtml
sec_0004_split_016.xhtml
sec_0004_split_017.xhtml
sec_0004_split_018.xhtml
sec_0004_split_019.xhtml
sec_0005_split_000.xhtml
sec_0005_split_001.xhtml
sec_0005_split_002.xhtml
sec_0005_split_003.xhtml
sec_0005_split_004.xhtml
sec_0005_split_005.xhtml
sec_0005_split_006.xhtml
sec_0005_split_007.xhtml
sec_0005_split_008.xhtml
sec_0005_split_009.xhtml
sec_0005_split_010.xhtml
sec_0005_split_011.xhtml
sec_0005_split_012.xhtml
sec_0005_split_013.xhtml
sec_0005_split_014.xhtml
sec_0005_split_015.xhtml
sec_0005_split_016.xhtml
sec_0005_split_017.xhtml
sec_0005_split_018.xhtml
sec_0005_split_019.xhtml
sec_0005_split_020.xhtml
sec_0005_split_021.xhtml
sec_0005_split_022.xhtml
sec_0005_split_023.xhtml
sec_0005_split_024.xhtml
sec_0005_split_025.xhtml
sec_0006_split_000.xhtml
sec_0006_split_001.xhtml
sec_0006_split_002.xhtml
sec_0006_split_003.xhtml
sec_0006_split_004.xhtml
sec_0006_split_005.xhtml
sec_0006_split_006.xhtml
sec_0006_split_007.xhtml
sec_0006_split_008.xhtml
sec_0006_split_009.xhtml
sec_0006_split_010.xhtml
sec_0006_split_011.xhtml
sec_0006_split_012.xhtml
sec_0006_split_013.xhtml
sec_0007_split_000.xhtml
sec_0007_split_001.xhtml
sec_0007_split_002.xhtml
sec_0007_split_003.xhtml
sec_0008_split_000.xhtml
sec_0008_split_001.xhtml
sec_0008_split_002.xhtml
sec_0008_split_003.xhtml
sec_0008_split_004.xhtml
sec_0008_split_005.xhtml
sec_0008_split_006.xhtml
sec_0008_split_007.xhtml
sec_0008_split_008.xhtml
sec_0008_split_009.xhtml
sec_0008_split_010.xhtml
sec_0009_split_000.xhtml
sec_0009_split_001.xhtml
sec_0009_split_002.xhtml
sec_0009_split_003.xhtml
sec_0009_split_004.xhtml
sec_0009_split_005.xhtml
sec_0009_split_006.xhtml
sec_0009_split_007.xhtml
sec_0010_split_000.xhtml
sec_0010_split_001.xhtml
sec_0010_split_002.xhtml
sec_0010_split_003.xhtml
sec_0010_split_004.xhtml
sec_0010_split_005.xhtml
sec_0010_split_006.xhtml
sec_0010_split_007.xhtml
sec_0010_split_008.xhtml
sec_0011_split_000.xhtml
sec_0011_split_001.xhtml
sec_0011_split_002.xhtml
sec_0011_split_003.xhtml
sec_0011_split_004.xhtml
sec_0011_split_005.xhtml
sec_0011_split_006.xhtml
sec_0011_split_007.xhtml
sec_0011_split_008.xhtml
sec_0012.xhtml