PORNOGRAFÍA HARD-CORE*
La legalización de Ulises no abolió de ninguna manera la censura de la obscenidad literaria en los Estados Unidos ni en Gran Bretaña. Los tribunales superiores continuarían buscando una solución al problema durante las tres décadas siguientes, y sólo hasta 1966 la Corte Suprema de los Estados Unidos cerraría el debate en forma definitiva al conceder la libertad a Fanny Hill, el clásico más antiguo de la pornografía inglesa. En ocasiones, tanto los jueces como la gente del común seguirían oponiendo el plausible argumento de que la obscenidad y la literatura no debían guardar ninguna relación entre sí y de que, además, la obscenidad artística debía perseguirse con más rigor a causa de su mayor poder e influencia. A pesar de estas esporádicas discusiones, los comentarios de Woolsey sobre Ulises indicaban con claridad el sentido de la opinión pública en 1933, un sencido que acabaría por generalizarse. No importaba qué cosa fuera la "pornografía", lo cierto es que no era "arte", y no importaba qué cosa fuera el "arte", lo cierto es que no era "pornografía"; en consecuencia, estas dos indefinibles abstracciones acababan por anularse la una a la otra.
Mencionar aquí "la opinión pública" equivale a invocar una tercera abstracción que si no era tan indefinible en los Estados Unidos en 1933, se encontraba ya en el camino de serlo. El concepto de lo "público" había conservado su coherencia y su relativa estabilidad hasta comienzos del siglo XIX; se refería a una extrema minoría conformada casi siempre por hombres educados y con bienes de fortuna que compartían un sistema heredado de valores. La "pornografía" surgió (y el "arte" con ella) cuando los medios de imprenta más baratos, la reducción del analfabetismo y la disolución de un acuerdo social impidieron determinar con precisión en qué manos podía caer un libro o una pintura. Dada la diversidad regional de los Estados Unidos, la idea de lo "público" ya era bastante discutible desde un principio; el vasto territorio de la nación y su multiplicidad racial y religiosa habían vaciado aquella palabra de su viejo significado mucho antes de que Woolsey diera su veredicto. Y sin embargo, el juez hablaba para un público y un público bastante digno de consideración que representaban, por supuesto, él mismo, Bennett Cerf, Morris L. Ernst y los hommes moyen sensuels que le habían dado su opinión sobre el libro de Joyce. Hombres como estos podían apreciar Ulises con propiedad, y dado que muchos responsables de la publicación de la novela eran mujeres, algunas de ellas también podían ser incluidas en el grupo de sus privilegiados lectores. La extensión, la dificultad y las cualidades "eméticas" de la obra servirían como salvaguardas con respecto a los demás.
Tales defensas internas conservaron la eficacia que habían tenido durante cien años en la protección de obras higiénicas y científicas. Los primeros "pornógrafos", estudiosos de la prostitución por el bien de la salud pública, estaban siempre prontos a asegurar a sus lectores que incluso los asuntos más infectos podían tratarse sin perjuicio a condición de que se guardara una distancia "científica" con respecto a ellos. Esta táctica había tenido éxito con Annie Besant y Charles Bradlaugh en 1877 y con Margaret Sanger treinta años después; si falló con Havelock Ellis en 1898, no fue porque el fiscal atacara la ciencia o impugnara su validez general, sino porque, según su opinión, Ellis no había sido "científico". Con la popularización del psicoanálisis y el desarrollo de disciplinas como la sexología (término que aparece registrado en inglés en 1920), el mundo de habla inglesa se acostumbró gradualmente a hablar de penes y vaginas, siempre y cuando se conservara un tono clínico y se empleara un léxico científico[354]. La influencia de Freud y del "freudismo" -otro neologismo que data de 1923- no debe sobreestimarse. Científico y fácilmente accesible al mismo tiempo, el pensamiento de Freud permitió a hombres y mujeres educados hablar en público sobre temas que una generación atrás habían estado reservados a los tratados en latín y a los susurros de alcoba. Tales conversaciones eran completamente respetables ahora gracias a su seriedad y a que nunca se hallaban teñidas de jocosidad ni de sugerencias de baja clase. Podrá discutirse la importancia de Freud en el desarrollo de la teoría psicoanalítica, pero su incansable dedicación al estudio del sexo despertó la admiración de sus seguidores que la consideraron como un gesto de valor y un saludable acto de equilibrio. La conversación sobre el sexo fue algo más que un privilegio; se convirtió de pronto en un deber. Si la profunda y omnipresente influencia de Freud en la cultura del siglo XX es incalculable, en lo que al debate sobre la obscenidad se refiere, su efecto más significativo tiene menos que ver con la psicología que con el vocabulario.
Freud contribuyó al ennoblecimiento del sexo y, gracias a él, dejó de ser el incómodo recuerdo de que los seres humanos eran animales, y se convirtió en un rito solemne que lindaba con lo sacramental. Antes del siglo XIX, el sexo había sido problemático en muchas formas, pero carecía de una importancia definida. Los victorianos iniciaron su apoteosis cuando lo trasladaron del margen al centro de las preocupaciones humanas; en la tres primeras décadas del siglo XX, los post-victorianos -obsesivamente conscientes de su pasado inmediato- se rebelaron contra un fragor que habían tomado por silencio. En su época, si se quería legitimar la conversación sobre el sexo, debían seguirse ciertas reglas que no por ser distintas de las del siglo anterior, no eran menos estrictas. Así pues, afirmaron también su centralidad, pero de una forma novedosa y positiva que insistía en la corrección, la limpieza y la utilidad del sexo, características que (con excepción de la última) habían sido rechazadas por las generaciones precedentes. En cuanto tema de discurso público, el sexo ya no se encontraba sitiado por eufemismos ni circunloquios, no obstante que todavía debía tener un tratamiento especial. De otro modo -cuando, por ejemplo, aparecía la impúdica mirada del sensualista-, se corría el riesgo de que volviera a parecer tan obsceno como siempre.
En 1930 y 1931, dos famosas decisiones judiciales dieron aprobación oficial a esta nueva manera de hablar sobre el sexo. El primer caso se refería a El sexo, la otra cara de la vida: una explicación para los jóvenes, escrito por Mary Ware Dennett en 1919 y dedicado a la educación de sus dos hijos adolescentes. El texto apareció primero en Medical Review of Reviews y luego fue publicado como panfleto, a 25 centavos el ejemplar; para cuando el proceso comenzó ya se habían vendido 25.000 ejemplares, la gran mayoría de ellos por correo. El juicio fue entablado por una tal Mrs. Carl A. Miles, de Virginia, descrita como "intrigante de la Oficina Postal"[355], y a quien se le había enviado una copia por correo en 1926. Procesada en la corte de Brooklyn bajo la Ley de Comstock, Dennett fue condenada y sentenciada a pagar una multa de $300; en la apelación del caso, el Tribunal de Segundo Circuito revocó la condena el 5 de marzo de 1930. Admitiendo que el panfleto contenía algunos "detalles innecesarios", Augustus N. Hand y otros dos jueces estuvieron completamente de acuerdo con las intenciones de Dennett:
Sostenemos que una descripción precisa de los hechos relevantes al aspecto sexual de la vida, realizado en lenguaje decente y con espíritu manifiestamente serio y desinteresado, no puede de ordinario ser mirada como obscena. Y si en el mencionado panfleto se halla alguna tendencia incidental a despertar el impulso sexual, ésta es ajena o se encuentra subordinada a su efecto principal