Tan detallada como se quería que la Ley fuera y, sin embargo, su estipulación más efectiva no se encontraba en los libros sino que fue convenida privadamente y por fuera de los canales ordinarios. Semanas antes de que se votara la Ley, el senador William Windom persuadió al Comité de Apropiaciones del Congreso para que destinara 3.425 dólares como honorarios para un "agente especial". La suma había sido aprobada, pero sólo con la condición de que, si la ley era sancionada, el director general de Correos ofrecería a Comstock dicha posición[248].

Comstock retuvo esta comisión especial hasta el fin de su vida, y hasta 1907 el dinero que recibía no fue considerado un salario, sino un simple pago para cubrir sus gastos. Ocupaba así una posición que se hallaba dentro y fuera de la ley simultáneamente: una ley que él mismo debía hacer cumplir y para la cual se le había dado una placa de identificación que mostraba su condición oficial aunque, de igual forma, no aparecía en la nómina de nadie, ni tenía superiores inmediatos, y se hallaba libre para interpretar la ley a su antojo y para emplear los medios que quisiera al momento de atrapar a las personas que él mismo había definido como criminales. Es una de las irregularidades más chocantes en la historia de los Estados Unidos el que por más de cuarenta años, desde el nombramiento de Comstock en 1873 hasta su muerte en 1915, un solo hombre, un agente de la Oficina de Correos, estuviese encargado de combatir casi todos los problemas de moralidad pública. En parte, esta anomalía se debe al rol peculiar que tuvo la Oficina de Correos en la vida estadounidense desde su creación en 1792. Se trataba de la única agencia federal que tenía un contacto diario o regular con el ciudadano particular; no importa cuán celosos fueran los estados o las localidades con respecto a su soberanía, ésta se veía comprometida desde el momento en que aceptaba el servicio federal. La Constitución, además, no garantizaba ningún derecho en el uso del correo. Simplemente proveía, en el Artículo I, Sección 8, poder al Congreso para establecer oficinas y caminos postales. Como le gustaba decir a Comstock dirigiéndose a sus detractores, un cierto número de las decisiones de la Corte Suprema de Justicia había determinado que el servicio de correos "no [fuera] un deber, sino un poder; y como todos los otros poderes enumerados en la sección octava del artículo primero, la extensión y modo de su ejercicio [dependía] enteramente de la discreción del Congreso"[249].

Antes de Comstock, este poder del Congreso había sido ejercido de manera restringida: el correo había sido censurado durante la guerra civil y los estatutos contra la obscenidad de 1865 y 1872 se habían utilizado esporádicamente. En manos de Comstock, sin embargo, el poder de trastornar los procedimientos ordinarios de la acción gubernamental sufrió un giro inesperado: Comstock, el ciudadano privado, empleó la autoridad del Congreso en campañas contra otros ciudadanos privados, muchos de los cuales él conocía lo suficientemente bien como para asirlos por el cuello del abrigo, al tiempo que algunos de ellos se tomaban la íntima libertad de patearlo escaleras abajo. En estas vergonzosas escaramuzas, innumerablemente repetidas a lo largo de la enérgica carrera de Comstock, la Oficina Postal, el Congreso y la Constitución misma se veían reducidos a un par de camorristas, cada uno de ellos empeñado en aplastar a su adversario. Hay algo quintaesencialmente norteamericano en estos embrollos absurdos, y tal vez su rasgo más norteamericano sea el que llegaran a producirse porque a muy poca gente le importaba lo que la ley dijera o que hubiera alguien que la hacía cumplir.

En la primavera de 1873, al cumplir 29 años de edad, Comstock emprendió la misión de su vida; en el otoño de aquel año, renunció al empleo en la mercería y se dedicó de tiempo completo a vigilar la moral norteamericana. Y lo hizo con increíble energía y con el minucioso hábito del contabilista que lleva las cuentas de su labor. En los primeros diez meses de su trabajo, por ejemplo, Comstock calculó que había viajado más de 38.000 kilómetros en tren en su persecución de la obscenidad[250]; de esta época datan las cuentas de esas depredaciones que tanto subestimó Henry Spencer Ashbee. Uno no podía esperar de él que mantuviera ese ritmo y, ciertamente, la cantidad anual de obscenidad confiscada descendió a medida que transcurría el tiempo, en parte debido al mismo éxito de Comstock, y en parte porque él mismo se había entregado a otras causas también. Y no obstante, en una entrevista de 1913 para el periódico neoyorquino Evening World, pudo todavía jactarse de haber destruido 160 toneladas de "literatura obscena" y de haber llevado a la cárcel a "suficientes individuos como para llenar un tren de 61 vagones, sesenta vagones de sesenta pasajeros cada uno, y el 61 casi completamente lleno"[251].

Comstock mostraba una alegre despreocupación por cualquier ley que no fuera aquella que se le había encomendado hacer respetar. Con frecuencia respondía anuncios utilizando nombres falsos o se disfrazaba con el objeto de examinar en persona una mercancía sospechosa, y llegó a emplear guardaespaldas como ese tal Joseph A. Britton, de quien se decía que era todavía más inescrupuloso que su jefe. Las víctimas de Comstock eran numerosas y de ninguna manera se limitaban a la obscenidad; en ciertas ocasiones (y a veces de manera simultánea), combatía loterías, medicinas de curandero, tabernas y salones de billar. Su más grande ingenuidad y entusiasmo, sin embargo, estuvieron dedicados a la persecución de la pornografía aunque él nunca, hasta donde yo pueda decirlo, llegó a usar ese término tan novedoso. Prefirió llamar a su presa favorita empleando toda una lista de nombres tradicionales como "vulgaridad", "obscenidad", "impudicia" e "inmundicia". Su inarticulada definición de estos términos es tan increíblemente vasta que un observador moderno no puede evitar descubrir en Comstock al arquetipo del victoriano salaz y mojigato, capaz de ver obscenidad en todas partes, sólo porque él mismo está sediento de obscenidad. Esta es, pues, la manera en que ingresó en la historia popular norteamericana, algo que parecía casi inevitable cuando aún vivía y una veintena de periódicos lo caricaturizaban por poseer exclusivamente este tipo de imaginación pervertida. El detallado examen de la "obscenidad" comstockiana revela que, no importaba de qué se tratara, tenía una consistencia implacable y quizá también demencial.

Un ejemplo pintoresco de las tácticas de Comstock y de su noción de obscenidad puede encontrarse en el caso de A. Prosch, fabricante de estereoscopios y dueño de un almacén en la esquina de las calles Catherine y División, en Manhattan. En la primavera de 1877, uno de sus clientes le pidió que montara un show para una sociedad local abstemia. Al comienzo, Prosch se mostró un poco reticente; él no era un artista sino un fabricante, pero como quería satisfacer a su cliente finalmente accedió. "Las imágenes empleadas eran castas y morales, una porción de las cuales consistía de estatuaria y de pinturas antiguas, incluyendo, por supuesto, algunas figuras desnudas; ninguna estaba tomada de la vida real. Muchos caballeros se encontraban acompañados de sus esposas; todo el mundo se sintió complacido, y nadie se escandalizó con la exhibición"[252]. Evidentemente, esta opinión no fue unánime pues uno de los asistentes reportó la reunión a Britton, quien de inmediato informó a Comstock. Al recibir las instrucciones de "trabajar el caso", Britton se entrevistó con el fabricante de estereoscopios y le propuso realizar por dinero un show similar en un "club político" al que Britton decía pertenecer. La única observación fue que las figuras mostradas a la sociedad de abstemios no habían sido suficientemente atrevidas. "Pues como usted puede suponer", dijo al parecer Britton a Prosch, "nuestro club se compone en su mayoría de hombres jóvenes, y a nosotros nos gustaría algo un poco más exuberante y alegre. Aquellas figuras que usted ha exhibido lo son ciertamente pero, ¿podría exhibir para nosotros algo más 'fuerte' o más imaginativo?"[253]. El infortunado Prosch, que ya había sido víctima de una tentación, sucumbió fácilmente a esta otra. Accedió a obtener figuras más atrevidas; y cuando, unos días más tarde, Comstock apareció en la esquina de las calles División y Catherine haciéndose pasar por miembro del "club político", Prosch le enseñó sin temor algunas muestras de la exhibición. Comstock arrastró entonces a Prosch a la calle, rehusándose a dejarle poner su abrigo, a pesar de la inclemencia de aquel día de abril y de que Prosch era un hombre de 64 años de edad. Poco tiempo después, los miembros de la sociedad abstemia a la que Prosch había enseñado su mercancía apelaron en su favor ante Samuel Colgate, presidente del Comité para la Supresión del Vicio de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Informado de las tácticas de su antiguo empleado, Colgate se sintió "escandalizado" y, gracias a su intervención, el caso de Prosch fue olvidado[254].

La operaciones solapadas de Comstock eran típicas; el hecho más llamativo de este pequeño episodio, sin embargo, es su extrema vigilancia, su inclinación a gastar tiempo y energía en el caso más trivial, incluso cuando, como aquí, nada tenía que ver con el correo. En sólo cinco años de trabajo, Comstock se había transformado a sí mismo en el único guardián de la moral de la nación y de su propia ciudad en especial, en donde, según se pensaba (y con razón), se originaba la mayor parte de la inmundicia nacional. Sólo un hombre de su extravagante energía física podría haber desempeñado tal función; sólo un hombre que estuviera movido por una convicción tan absoluta. Y no obstante, todavía permanece sin responder la pregunta sobre cuál era exactamente la convicción que lo pudo mover de manera tan obsesiva en todos esos años. En cierta forma, su comprensión de la amenaza que poseían las pinturas y los libros obscenos era semejante a la europea, sólo que había también algunas diferencias provocativas que lo marcaban a él de una manera distintiva, por no decir paródicamente norteamericana.

En su jeremiada de 1883, Trampas para el joven, Comstock pintó un retrato de la vida norteamericana que, de haber sido cierto, habría revelado un país que se encontraba al borde de un colapso total, tanto moral como físico. El paisaje se encontraba tan densamente invadido por todo tipo de "trampas" que sólo un milagro o el más inverosímil autocontrol podría hacer que un niño llegara a la madurez libre de toda corrupción. En los periódicos, las novelas "de cinco centavos", los anuncios, los teatros, las tabernas, las loterías, los salones de billar, las postales, las fotografías, e incluso en la pintura y la escultura, y en todo cuanto el pobre niño viera en aquella Norteamérica de pesadilla que Comstock describía, algo acechaba, pronto a corromperlo. El ministro metodista James Monroe Buckley, quien escribió la introducción a las Trampas para el joven, admitía con toda razón que "esta obra no pretende poseer un alto mérito literario"[255]; el estilo de Comstock es monótono y sus ocasionales intentos de lucidez acaban siempre en derrota, pero cuenta con la suficiente habilidad literaria como para establecer una metáfora central y permanecer fiel a ella: la trampa. Rememorando, sin duda, su propia infancia rural, Comstock comienza con una lista de trampas para animales que varían según su sutileza o su violencia y que ofrecen, cada una de ellas, una carnada distinta. La más terrible de todas es la trampa del oso: "un inmenso pedazo de carne tentadora debe ser atada a la trampa del oso para atraer a la bestia fuera de su cueva en las rocas y convertirla en la presa del cazador", pero incluso la humilde caja, con su "dulce manzana para tentar al conejo o la ardilla", no es más que un instrumento brutal de mutilación y muerte. La analogía con las trampas humanas es obvia:

Después de más de diez años de experiencia combatiendo por la puridad moral de los niños del país, y buscando prevenir ciertos peligros a los que están expuestas estas criaturas siempre vulnerables, sólo tengo una convicción clara, y ésta es que Satán pone sus trampas y los niños son sus víctimas. Como las otras, sus trampas se encuentran cebadas para tentar al alma humana

El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
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