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Es el mismo fantasma que perseguía a los autores de catálogos y guías de Pompeya: la mejor forma de asegurarse de que estos libros no hicieran ningún daño habría sido no escribirlos, una alternativa que nunca se plantean quienes estudian otros temas, pero que los primeros pornógrafos invocaban con grave persistencia, lo cual hacía inevitable el preguntarles, "¿por qué, después de todo, se ha decidido usted a escribir sobre ello?"
Muy pocos libros se presentan de manera tan enfática como un acto de voluntad; en muy pocos ocupa un lugar tan central el motivo que tuvo el autor para escribirlos. Todos ellos fueron producto de lo que Michel Foucault llama "una incitación institucional" para hablar sobre el sexo, "y para hacerlo cada vez más; una determinación por parte de las agencias del poder para oír hablar de él, para hacerlo hablar a él mismo de manera explícita y articulada, y a lo largo de una acumulación infinita de detalles"[48]. El objetivo fundamental de esta incitación, dice Foucault, no fue la censura ni el tabú, sino la "vigilancia" del sexo, su regulación a través de "discursos útiles y públicos"[49]. Hacer público el discurso sobre el sexo significaba hacerlo susceptible de control; arriesgarse al peligro era definir el peligro y convertirlo en algo benéfico por el solo hecho de calcular sus energías y canalizarlas. La dos formas de pornografía que hemos examinado en este capítulo jugaron un papel capital en la delimitación de "el campo específico de la verdad sobre el sexo"[50]; al optar por no permanecer en silencio, inconscientemente sus autores tomaron parte en "la proliferación de los discursos sobre el sexo en el campo de ejercicio del poder mismo"[51], una proliferación que ha continuado de manera vertiginosa hasta nuestros días.
En este caso, sin embargo, los infalibles e impersonales movimientos del "poder" foucaultiano resultan menos pertinentes que las confusiones y contradicciones que acosaban a los primeros estudiosos de la pornografía y que todavía en la actualidad suelen trabar a quienquiera que se aventure en su campo de lodo. La más importante, la más desconcertante de estas contradicciones se refiere a la relación que guardan el discurso y el silencio: desde el punto de vista de los primeros pornógrafos, ya era un adelanto que se hubiera quebrantado un silencio de siglos; no obstante, por el solo hecho de haber hablado se impusieron a sí mismos la tarea imposible de determinar tanto lo que ellos mismos decían como el tipo de personas a quienes lo decían. Ciertas cosas de las que nunca se había hablado antes, tenían que ser mencionadas ahora, pero sólo en cierta forma y a cierta gente, pues si su discurso se convertía en algo general, las consecuencias llegarían a ser mucho peores que las que hubiese acarreado el silencio mismo. Una jerga profesional y una tirada de latín y griego sólo podían ayudar hasta cierto punto, así que la mayoría de los pornógrafos puso su confianza en algo menos palpable: en la intención del autor y en la actitud del lector.
Entonaron, pues, un coro monocorde, una incansable repetición de exhortaciones a la objetividad y a la sobriedad. Y como todos aquellos que protestan demasiado, produjeron el efecto contrario, recordando que la excitación y la intoxicación no sólo eran estados mentales viables, sino además fáciles de conseguir y hasta más divertidos. Tan reiteradas declaraciones hicieron que el valor y el peligro que se atribuía a la representación misma se desplazara hacia la inefable subjetividad del presentador y de su audiencia. Las consecuencias fueron iguales para los dos tipos originarios de pornografía: tanto las prostitutas como las reliquias de Pompeya se consideraron moralmente neutras e incapaces de hacer el bien o el mal por sí mismas. Todo dependía de cómo se las representara y cómo se percibiera su representación: la misma estatua podía ser un cadáver para un observador y carne lasciva para otro; por tanto, dado que el objeto que reposaba ante la vista no ofrecía ninguna pista acerca del impacto que podría tener, y puesto que un control y una evaluación parecían necesarios, lo mejor era recurrir al intangible reino de las intenciones del autor y de su lector.
A mediados del siglo XIX, los estudiosos de la prostitución o del arte antiguo podían estar relativamente seguros de que sus libros no caerían en manos inapropiadas. Aún así, como observaba el comentarista de La prostitución de Acton, un hombre educado y de fortuna también podía ser lascivo y depravado. La mejor esperanza que un autor tenía de promover una actitud determinada en sus lectores -vana esperanza, aunque esperanza al fin y al cabo- era la de exigírsela explícitamente. Se trataba de una exigencia traicionera sin embargo, y no porque el autor no pudiera rondar al lector para asegurase de que la cumpliera, sino porque dicha exigencia se comportaba como un bumerang: el lector bien podía imitar al autor pero éste, a su vez, debía mostrar calma y seriedad. Y no obstante, como lo anotaba el perspicaz comentarista de Acton, ¿quién podía ejercer algún control sobre el autor?
La magnitud de la prostitución es poco conocida y el señor Acton ha hecho bien al estudiar el tema y ofrecernos una relación de dicho mal. Es lamentable, sin embargo, que el autor se haya permitido incluir material sensacionalista en una historia de tema tan desagradable: las cartas de las madres de Belgravia