Ese "por suerte" es poco sincero; Lacroix hubiese deseado profundamente poseer, o siquiera ver, tan legendaria abominación. Pero sí parece ser cierto que los estremecidos ejecutores, y algunas veces hasta los mismos propietarios, en un cambio repentino de sentimientos, fueron los responsables del alto índice de mortalidad que tuvieron tales libros e imágenes. Sólo hasta el siglo XIX hubo una campaña sistemática (en la que el mismo Lacroix desempeñó un papel importante) para rescatarlos del olvido.

Además de obtener crédito por ser el primer ejemplo conocido de lo que un moderno observador llamaría pornografía "dura" o "hard-core", el Aretino fue una figura extraordinaria en otros muchos aspectos, un misterio para sus contemporáneos y para los historiadores de los siglos que siguieron. Llamándose a sí mismo "el flagelo de los príncipes", se jactaba de su amistad con prácticamente todas las coronas de su tiempo, incluyendo a Enrique VIII de Inglaterra; él mismo editaba y publicaba sus propias cartas, anunciando como atracción especial aquellas en las que agradecía a los nobles todo tipo de obsequios, desde ropa hasta vegetales; y él mismo completó sus sonetos con los Ragionamenti (1534- 1536), una serie de diálogos en los que examina con crudo detalle lo que considera las tres condiciones de la mujer: las de monja, puta y esposa[113]. Pero, además, escribió también un cierto número de obras piadosas que parecen tan sinceras como sus creaciones más sensacionalistas. Para los estudiosos del Renacimiento italiano (uno de los temas favoritos del siglo XIX), el Aretino llegó a ser un ejemplo ilustre de las contradicciones que hacían interesante aquella época. En los siete volúmenes de su Renacimiento en Italia (1875-1886), Symonds lo incluyó entre los "poetas y panfletistas pornográficos" que vivieron en el decadente cinquecento[114]. "El hombre mismo -apuntó Symonds- encarnaba la disolusión de la cultura italiana"[115]. En su propia época, sin embargo, este hecho tan desdichado pasó incomprensiblemente desapercibido:

Nadie pensó en dirigirse a él con el prefijo de El Divino. Y sin embargo, durante todo este tiempo, fue sabido por todo el mundo en Italia que el Aretino era un alcahuete, un cobarde, un mentiroso, un corrompido que se había revolcado en todas las obscenidades, que se vendía para escribir sobre todas las debilidades, y que especulaba con las pasiones más groseras, las curiosidades más infames y los vicios más viles de su tiempo

El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
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