Esta es, sin duda, la más extensa y detallada definición de "pornografía" jamás compuesta. Juzgada con los criterios que la antecedieron, resulta pornográfica en sí misma, y cualquier productor de cine lo suficientemente emprendedor podría usarla como modelo para escandalizar a todo el mundo, incluso en este final del siglo XX tan poco impresionable. Y sin embargo, pese a toda su vulgar explícitez y a la ninguna mención en ella del "arte" o el "valor", es también la definición más estética de "pornografía" que pueda encontrarse: cada cláusula requiere determinar el sentido de las intenciones del productor o de las reacciones del espectador, la misma árida cuestión que solían requerir los tribunales de los "expertos" pues, en efecto, ¿quién sino un experto podría determinar, por ejemplo, si la representación de mujeres "golpeadas, sangrando o heridas" se encuentra en un contexto que hace "de tales condiciones algo sexual"? Las mujeres (y los hombres) aparecen heridas o sangrando en una inmensa variedad de contextos, y la sexualidad es inmensamente variable. Con esto, regresamos de nuevo al punto de partida, tal y como si estuviéramos condenados a hacerlo.

A mediados de 1985 se inició otra nueva investigación oficial sobre la pornografía, esta vez bajo la jurisdicción del fiscal general. Su Informe final, publicado un año más tarde, parecía diseñado para ignorar el Informe de 1970 -y, más aún, todo el siglo XX- y para hacer regresar los Estados Unidos a la época de la "comstockería" aunque algunos cuantos plumazos modernos camuflaran dicho atavismo. No obstante su previsible incapacidad para definir la "pornografía", la Comisión de 1986 empleó la palabra en casi cada una de las dos mil páginas del informe; y si tampoco pudo establecer una conexión definitiva entre la pornografía y el comportamiento social, aseguró sin embargo que esa conexión era automática e inevitable. De acuerdo con el nuevo Informe, la naturaleza de la pornografía había cambiado radicalmente desde 1970, y parecía intensificar la violencia contra las mujeres y la violación de los niños. Se requería de una acción inmediata a todos los niveles del gobierno para detener el avance de esta nueva plaga.

A diferencia de su predecesor, el Informe de 1986 es un documento fatuo "hasta la incredulidad, plagado de razonamientos falsos y de mala prosa y, además, descaradamente pornográfico. Con la evidente intención de informar en detalle al lector acerca de todo lo grotesca que puede ser esta basura, la Comisión ofrece trescientas páginas de resúmenes y descripciones: "Quiero probar tu semen. Quiero que te derrames en mi boca. Quiero sentir el chorro caliente de tu semen en mi boca", y muchas, muchas más referencias parecidas[425]. Con esto, sin duda, estableció un verdadero hito en la historia de las publicaciones gubernamentales, aunque tal vez, siguiendo el razonamiento de la Comisión, tan nefandas tonterías no tenían ningún efecto deletéreo pues sólo eran palabras y no fotografías. El Informe eximió la palabra impresa o escrita de todo proceso legal sobre la base de que "la ausencia de fotografías produce necesariamente un mensaje que parece requerir para su asimilación más pensamiento y menos reacciones reflejas que la mayoría de los objetos pornográficos. En esto reside la diferencia entre leer un libro y contemplar unas fotografías […]"[426]. La verdadera diferencia, por supuesto, tiene que ver con la naturaleza de la Persona Joven que, según la versión de fines del siglo XX, es un completo analfabeto o un analfabeto en la práctica cuya peligrosidad resulta más grande a causa de su mismo analfabetismo.

A pesar de su naturaleza retrógrada, el Informe refleja el carácter de su tiempo al reconocer la impotencia de las palabras, lo mismo que al mantener un silencio absoluto sobre la cuestión moral. Siguiendo a las feministas antipornográficas, se refiere, en cambio, al "daño", esto es, al daño físico y psicológico que los productores y consumidores de la vulgaridad ocasionan en las mujeres y los niños. Esta aparente objetividad apenas sí enmascara ese viejo deseo cuyo curso he intentado historiar aquí: la urgencia de regular el comportamiento de aquellos que amenazan el orden social. Si en 1986 la necesidad de vigilar a las mujeres y los niños continuaba siendo tan grande como siempre, la categoría de los "pobres" había dejado de referirse a aquellos que no tenían dinero, para aludir ahora a aquellos que carecían de ilustración. La amenaza, sin embargo, era la misma. La mujeres son violadas y golpeadas, y las fotografías de las violaciones y las golpizas instigan a menudo tales crímenes, pero no por ello deja de ser absurdo suponer que la supresión de la imagen puede prevenir la ocurrencia del acto. La violencia sexual y las representaciones de violencia sexual emanan de la misma fuente, de una compleja red de actitudes que no puede conjurarse con sólo avivar algunas cuantas hogueras. Y no obstante, el mito persiste y hasta el observador más frío siente desesperación ante tan obstinada ignorancia, ante tan testaruda negación de la historia.

El hecho más notable de la "pornografía" en la era post-pornográfica no es que su discusión se rehúse a morir -a los terremotos siguen los temblores- sino que esa discusión haya hecho algún progreso y producido algunos resultados. En efecto, a nosotros ya no nos preocupan cuestiones como el "arte" o el "valor", y aunque he enfatizado el aspecto tenebroso de ello, no niego que de esa manera se ha garantizado a las artes una libertad sin precedentes en la historia de la humanidad, una libertad que es todavía demasiado reciente como para poder juzgar sus resultados. Por otra parte, tampoco nos asusta ya el "sexo", por lo menos ya no tanto como solía; así por ejemplo, en la ordenanza de MacKinnon y Dworkin el sexo juega un papel sorprendentemente marginal; su verdadero blanco es la violencia, el tipo de violencia en la que el sexo aparece más como un catalizador que como un atributo esencial. La última fase del debate sobre la pornografía parece sugerir la transformación de una cuestión moral en una cuestión política, el tan esperado reconocimiento de que aquello sobre lo que hemos venido discutiendo todo el tiempo es un fenómeno de poder, de acceso al mundo que nos rodea, de control sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes. Durante más de 250 años -desde el momento en que, se desenterraron los primeros objetos de Pompeya- se ha venido desenvolviendo una cierta problemática del poder: ahora, por fin, esa problemática se exhibe en toda su verdadera desnudez.

Por desgracia, ésta es sólo una parte de la historia, y no la más profunda. Tras las interminables intrigas del poder y como alimentándolas, acecha todavía el viejo temor de que las representaciones dirijan nuestras vidas en formas que nosotros no podamos comprender ni controlar. A diferencia de aquel primer nivel, al que por fin alguna luz parece haber iluminado, en este segundo nivel en el que el temor habita todavía, nada parece haber cambiado desde los tiempos de Platón, en el siglo IV a.C., hasta los de las Mujeres Contra la Pornografía, dos mil años después. Podría suponerse quizá que la misma durabilidad de la idea es una prueba de su verdad, que un error no podría haber durado tanto tiempo; pero así también hay otras nociones venerables -la inferioridad natural de ciertas clases sociales, el derecho natural de sus superiores a tratarlas como esclavas, la subordinación intrínseca de las mujeres-, que a pesar de su antigüedad se encuentran hoy en día desacreditadas. Además, la simplicidad de su mecanismo debería hacernos sospechar. ¿Cómo creer que baste leer un episodio o ver una escena para que de inmediato se produzca en nosotros el deseo de ponerlos en práctica, de imitar en tres dimensiones lo que hemos visto en dos, de hacer con la carne lo que se dice con tinta o en el cine? Nada en el comportamiento humano es tan simple. Imaginar que la más trivial de las acciones humanas pueda explicarse de esa manera, es menos que el reconocimiento de una realidad: es una pura ilusión.

La cómica e inexorable historia de la "pornografía" enseña que todos los aspectos del problema se han alterado por completo salvo dos: el temor y el poder. Los artefactos pompeyanos que asombraron y escandalizaron a nuestros antepasados también pueden parecemos un poco escandalosos a nosotros, pero aún así los exhibimos ante los tres grupos -las mujeres, los niños, los pobres- a quienes antes estaban prohibidos. Ahora nos atrevemos a admitir que la vista de un pene de casi un metro de largo en una pared, o el sátiro que se une a una cabra en un eterno coito de mármol, difícilmente podrían llevar a la más susceptible de las almas a cometer un acto de lujuria. Y si así pensamos es porque vemos tales objetos como "arte" y, por tanto, como aislados o protegidos por el respeto con que deben ser honrados. Pero, además, supongo que también sentimos alguna nostalgia (la misma nostalgia que debieron sentir nuestros ancestros victorianos) por ese tiempo en que la representación de un pene erecto en una esquina no significaba la mórbida hostilidad de un extraño a quien desearíamos no haber visto nunca, sino más bien una sagrada confianza en la fertilidad. Nada más ajeno a aquellas imágenes iniciales que la pornografía de hoy, con su horroroso detallismo y su devoción por la crueldad, y sin embargo la actual indignación de quienes desean quemar esa basura sin valor reproduce con exactitud la que sentían aquellos curadores victorianos cuando Pan o Príapo se presentaban ante sus ojos con una impertérrita lubricidad.

La primera pregunta que se hicieron fue ¿En qué diablos estaban pensando los romanos?, a la que le siguió de inmediato ¿Qué pasaría si gente vulnerable viera estas cosas? La respuesta a la primera pregunta continúa siendo debatida por los clasicistas; la respuesta a la segunda, en cambio, fue formulada casi al mismo tiempo que su respuesta: la depravación se apoderará de las mujeres, de los niños y de los pobres (pues ya están predispuestos para ello); el vicio florecerá en sus almas (pues ya llevan dentro de sí las semillas); y así crecerán en su desenfreno destruyendo todos los logros de los últimos tres milenios y destruyéndonos también a nosotros, que hemos sido designados como sus guardianes. Se tomaron entonces medidas. Se levantaron puertas y se designaron vigilantes en ellas con órdenes de admitir en el Museo Secreto sólo a hombres ya maduros y con bienes de fortuna. Después de todo, si se podía confiar en que los caballeros no echarían por tierra el edificio, era porque ellos mismos eran sus propietarios y ellos mismos lo habían construido, y aún si la lujuria se apoderaba de su naturaleza de caballeros, tampoco se corría ningún riesgo: las puertas de la prostitución estaban abiertas para ellos. Así pues, la "pornografía" fue el nombre que le dieron a esa extraña zona donde el caos subsistía sin mayor peligro dentro del orden.

Todo marchó bien por un tiempo. Luego las cosas cambiaron. La "pornografía" escapó de los bares y contaminó de nuevo las calles como si éste fuera su ambiente natural. De repente estaba en todas partes, en las revistas y los periódicos, en las novelas, invadiendo incluso los confines secretos del hogar; había perdido la pátina del tiempo y ahora ostentaba un brillo moderno, y como no existía refugio que no fuese vulnerable a esta marca monstruosa y contemporánea del vicio, había que invocar nuevas estrategias para combatirla. La "pornografía" tenía que ser cazada, confiscada, quemada, pero la consecuencia más desalentadora de esta empresa era que antes de destruirla había que definirla y caracterizarla, y revelar su naturaleza de una manera tan pública que el sólo esfuerzo por exterminarla acabaría por tener también una influencia corruptora. El problema verdadero -aunque nadie llegó a reconocerlo- era la publicidad misma, la permeabilidad de la cultura con respecto a las imágenes. Una vez que el proceso se puso en marcha, como ocurrió hacia la mitad del siglo XIX, resultó vano cualquier intento de clasificar una cierta categoría de representaciones con el propósito de prohibirla, de impedir que circulara con el resto de ellas. Y así fue: la "pornografía" se propagó de manera irresistible y floreció en proporción directa a la energía de sus enemigos. Semejaba a un vampiro que se alimentaba de esa misma energía y que rejuvenecía con cada campaña que se organizaba en su contra.

Entre tanto, el reducto de los caballeros, ese primer blanco al que apuntaba la irrupción de la pornografía, fue arrasado y convertido en ruinas. La pornografía misma no fue la causa de su destrucción, si bien ella siempre se había alineado junto a la equidad, la disolusión de las diferencias, la ruptura de toda barrera y jerarquía, y estas eran las fuerzas que al final alcanzarían la victoria. Por lo demás, la censura de los caballeros había estado viciada desde su mismo origen por una severa ambivalencia sobre lo que era o no era valioso. Los artefactos de Pompeya, las novelas risqué y las pinturas tan gráficas debían someterse a cuarentena antes que ser destruidas, y es este doblez el que provocó con el tiempo la anarquía. La historia habría sido la misma sin duda, pero es tentador especular acerca de lo que habría ocurrido si los excavadores de Pompeya hubiesen quemado a Príapo en vez de exhibirlo en un show privado. Quizá nos hubiésemos librado de lo que vino después, de las toneladas de papel y las ocasionales gotas de sangre que constituyen la historia de la "pornografía" que he contado. Viviríamos entonces en un mundo más seguro aunque también indeciblemente más árido.

La ambivalencia se desvaneció al mismo tiempo que la "pornografía", sólo que los caballeros (otros caballeros) se levantaron de nuevo junto con ese compañero natural suyo, la Persona Joven (otra Persona Joven). Estos nuevos caballeros -femeninos, así como su protegido es masculino- todavía desean evitar que el ignorante y el vicioso tengan acceso a representaciones peligrosas, y este deseo aún enmascara una sed de poder. El caballero femenino, sin embargo, se siente desheredado; el poder es propiedad del ignorante y el vicioso, a quienes debe arrebatarlo sin cambiar por ello en lo más mínimo la naturaleza o la estructura del poder. El aspecto más desalentador de la campaña feminista contra la pornografía es su exacto parecido a todas aquellas que la han antecedido, desde las que emprendieron lord Campbell y el juez Cockburn, Comstock y todas las Sociedades para la Supresión del Vicio, hasta las que emprende la modernidad inquisitorial de las Ligas y las Legiones de la Decencia. Al mismo tiempo, la urgencia pornográfica, cualquiera que sea su forma, permanece inmutable, inmune a cualquier argumento, como un santurrón invencible y apertrechado en una pasión indignante. Si algo nos enseña la enrevesada historia de la "pornografía", esto es que el olvido es el arma principal de aquellos que quieren prohibirnos ver y conocer. Ni la "pornografía" es eterna, ni sus peligros tan evidentes; saber esto es ganar fuerzas contra el miedo. He escrito este libro con la esperanza de que recordemos las batallas de ignorancia en que hemos combatido; no debemos caer en la estupidez de combatirlas de nuevo.

El museo secreto. La pornografía en la cultura moderna
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