[6].
A pesar de su frivolidad, la conclusión de Bulwer tiene implicaciones ominosas. En ese entonces era ampliamente creído (y la creencia sobrevive entre nosotros) que el imperio romano había caído víctima de su propia depravación; ya desde la publicación de Historia de la decadencia y ruina del imperio romano (1776-1788) de Edward Gibbon, era un lugar común proponer analogías aleccionantes entre la caída de Roma y la corrupción moderna. Lo cierto es que Pompeya fue sepultada tres siglos antes de que Roma "cayera" y en un momento en que el imperio fee hallaba en todo su vigor; lo que ocurría, en realidad, era que entre las reliquias halladas había un gran número de objetos vergonzosos que parecían documentar una relajación de la moral mucho más extrema de lo que las amargas sátiras de Juvenal pudieron sugerir. De aquí, pues, se concluía que si la civilización moderna se asemejaba en algo a la de Pompeya, no cabía duda entonces de que se encontraba en peligro de extinción.
Ya desde las primeras excavaciones, se descubrieron algunos objetos que creaban un problema muy especial para las autoridades. Hacia 1758, por ejemplo, corrían rumores de que se habían encontrado algunos frescos "lascivos"; y no mucho tiempo después, apareció un artefacto particularmente escandaloso: una pequeña estatua de mármol, elaborada en un estilo decididamente naturalista y que representaba a un sátiro en contubernio sexual con una cabra al parecer impertérrita. Bajo órdenes especiales del rey Carlos, esta indignante obra de arte fue encomendada a Joseph Canart, escultor real, "con la estricta disposición de que nadie más tuviese acceso a ella"[7]. Es evidente que la orden no se obedeció de manera estricta porque en 1786, en su Discurso en honor de Príapo, Richard Payne Knight se refirió a la estatua "que se guarda oculta en el Museo Real de Portici", como una pieza "bien conocida"[8]. Es indudable que ya entonces operaba aquel procedimiento, que se conservaría por dos siglos, de acuerdo con el cual un caballero de buenas maneras (y dinero en efectivo para el vigilante) sería admitido en la cámara prohibida en la que yacían ocultos aquellos objetos tan controvertidos; los demás, las mujeres, los niños y las personas menos pudientes, fueron excluidos. De manera improvisada en un comienzo, este sistema de segregación funcionó lo suficientemente bien como para aplicarse más adelante al lupanaria, esto es, a los burdeles que se iban descubriendo de vez en cuando y a medida que la excavación progresaba.
El método, sin embargo, resultaba menos práctico para autores de guías y catálogos. Éstos debían afrontar la molesta alternativa de omitir en sus relatos aquellos objetos y lugares -y en consecuencia, hacer relatos incompletos- o mencionar de alguna manera lo inmencionable. La primera opción fue seguida por sir William Gell, cuya Pompeiana (1824), una guía supuestamente completa de la ciudad, reclamaba para sí el hecho de ser la primera obra de su tipo en inglés[9]. Gell supo elaborar dos volúmenes, bastante gruesos y profusamente ilustrados, sin sugerir ni una sola vez que algo indecoroso pudiera encontrarse en las excavaciones o en el Museo Borbónico. Su sucesor inglés más importante, Thomas H. Dyer, realizó la misma hazaña en su anónima contribución a la Biblioteca de conocimientos interesantes en 1836[10]. Cuarenta años más tarde, y debido quizá a que se continuaba descubriendo lupanaria con alguna regularidad, Dyer se sintió obligado a prestarle alguna atención. "No podemos aventurarnos -declaró de manera impertinente- a describir este lugar de placer de la inmoralidad pagana. Se mantiene bajo llave, pero el vigilante permite la entrada a aquellos que deseen verlo"[11]. Como era de esperarse, las guías no inglesas eran menos reticentes aunque sólo un poco. En 1830, tres años después de que el primer lupanar de Pompeya fuera descubierto, Charles Bonucci describía lacónicamente su ambiente: "La vecina habitación estaba dedicada a escenas licenciosas; así lo indican sus frescos con excesiva claridad"[12]. En 1870, comentando sobre aquel mismo recinto indeseable, Ernest Breton hacía una observación semejante: "Las groseras pinturas que decoran el lugar indican que estaba dedicado a los vicios más vergonzosos"[13].
Las guías populares podían darse el lujo de la reticencia; después de todo, los turistas más mesurados (los caballeros) sabrían llenar los vacíos sin mayor dificultad. Esto, sin embargo, no valía para los catálogos de objetos de Pompeya, los que, por principio, aspiraban a ser exhaustivos. Siguiendo el ejemplo del Museo Borbónico que publicó su primer catálogo en 1755, un gran número de compilaciones similares apareció en todas las lenguas europeas durante los cien años siguientes. Estas iban desde los inmensos libros de fotografías, con láminas de colores y breves textos, hasta los trabajos publicados en varios volúmenes y atiborrados de alusiones a los clásicos[14]. Los catálogos oficiales se publicaban en ediciones limitadas y se dirigían a eruditos y lectores especializados. Los demás se inspiraban en ellos y a menudo se limitaban a traducir sus comentarios. Estos catálogos no oficiales estaban dirigidos a una audiencia que, aunque no era general en sentido moderno, no hablaba italiano ni tenía la oportunidad de visitar Nápoles. En consecuencia, tales libros afrontaban un problema que no podía ser resuelto con el sencillo expediente de cerrar una puerta con llave.
El catálogo de nueve volúmenes escrito por Pierre Sylvain Maréchal en 1780, no es un catálogo exhaustivo (falta el famoso sátiro con su cabra), pero contiene suficientes láminas perturbadoras como para obligar al autor a hacer un comentario especial. Los cuestionables objetos, decía, eran en su mayoría representaciones de Príapo, dios de la procreación y patrón de los jardines, cuyo culto era muy extendido en el mundo antiguo y continuó, con un tenue barniz cristiano, hasta muy entrado el siglo XVIII en regiones como Sicilia y la Campania. Príapo puede ser reconocido por su gigantesco falo erecto, fuera de toda proporción humana, el cual exhibe porque en él reside su esencia. Maréchal no colocó los grabados de Príapo bajo una categoría especial sino que los distribuyó aquí y allá a lo largo de su libro, aunque cada vez que el lector daba con uno de ellos, lo encontraba acompañado de una disculpa: "Del mismo modo que el libertinaje, obsoletas nociones religiosas suelen multiplicar estas imágenes, símbolos de la procreación y también causa universal de la vida. Así puede verse cómo se juntan los extremos (o, mejor, ¡cuánto cambian y difieren las costumbres de los hombres!): la simplicidad e inocencia de nuestros ancestros no veía nada indecente en estos objetos que harían sonrojar a la modestia"[15].
Fiel discípulo de Rousseau, Maréchal solía lamentar la mayor parte del tiempo que su propia época hubiera perdido ese imaginario estado de inocencia primordial al que los romanos se encontraban más próximos:
Entre las reliquias antiguas […] y sobre todo si las comparamos con las modernas composiciones, abundan objetos tan indecentes que el pincel o la aguja de nuestros artistas no se atrevería a reproducirlos para nosotros. Y no obstante, no debemos aprovecharnos de esta oportunidad para denigrar de las costumbres de la gente que nos ha dejado tales reliquias. Quizá nos sonrojamos en la misma medida en que nos hemos alejado de la naturaleza: los ojos de una virgen pueden reposar con tranquilidad sobre el mismo objeto que despertaría ideas viciosas en una mujer que ha perdido la inocencia"