1
Cuando Augustus salió al porche, los cerdos azules se estaban comiendo una serpiente de cascabel, aunque no muy grande. Probablemente había llegado arrastrándose en busca de sombra cuando se encontró con los cerdos. Se la estaban repartiendo a tirones, y sus días habían terminado. La cerda la tenía agarrada por el cuello y el cerdo por la cola.
—¡Largo! —dijo Augustus dando un puntapié al macho—. Iros al arroyo a comérosla.
No era la serpiente lo que les discutía sino el derecho al porche. Los cerdos en el porche aún daban más calor, y las cosas ya estaban demasiado calientes. Salió al patio polvoriento y se dirigió al barracón del manantial en busca de su jarra. El sol aún seguía muy alto, clavado en el cielo como una mula, pero Augustus tenía buen ojo para el sol, y la luz que venía del Oeste ya había tomado una inclinación alentadora.
La noche tardaba en caer en Lonesome Dove, pero cuando lo hacía era un alivio. La mayor parte de las horas del día, y la mayor parte de los meses del año, el sol tenía al pueblo intensamente atrapado en el polvo, hasta más allá de las llanuras de chaparral, un paraíso para las serpientes y los sapos cornudos, corre-caminos y lagartos, pero un infierno para los cerdos y la gente de Tennessee. No había ni un árbol que diera sombra decente en veinte o treinta kilómetros a la redonda; en realidad la sombra decente más próxima era cuestión de violento debate en las oficinas —si es que quería calificar de oficinas un granero sin tejado y un par de corrales remendados— de la «Compañía Ganadera Hat Creek», de la que Augustus era dueño de la mitad.
El testarudo de su socio, el capitán W. F. Call, sostenía que había una sombra excelente en el cercano Pickles Gap, a solo doce kilómetros de distancia, pero Augustus no estaba dispuesto a admitirlo. En todo caso, Pickles Gap era una comunidad mucho peor que Lonesome Dove. Había surgido simplemente porque un loco que procedía de Georgia del Norte, llamado Wesley Pickles, se había perdido con su familia durante diez días, entre los mezquites. Cuando por fin encontró un claro, se negó a abandonarlo y de ahí nació Pickles Gap, que solo atrajo a viajeros parecidos a su fundador, es decir, gente incapaz de sortear los pocos centenares de kilómetros de espesura de mezquites, sin perder la cabeza.
El barracón del manantial era una pequeña casa de adobe tan fresca en el interior que Augustus se habría sentido tentado de vivir en ella de no ser por lo atractiva que resultaba a las viudas negras, ciempiés y avispas americanas. Cuando abrió la puerta no vio ningún ciempiés, pero oyó en cambio el peculiar sonido de una serpiente de cascabel, evidentemente más lista que la que se estaban comiendo los cerdos. Augustus pudo distinguir a la serpiente enroscada en un rincón, pero decidió no dispararle; en una tranquila noche de primavera en Lonesome Dove, un disparo podía acarrear complicaciones. Todo el mundo en el pueblo pensaría que los comanches habían llegado de la llanura, o los mejicanos, del río. Si cualquiera de los clientes del «Dry Bean», el único saloon del pueblo, se encontraba deprimido o borracho, cosa plausible, saldría corriendo a la calle y mataría a uno o dos mejicanos, por si acaso.
Como mínimo, Call llegaría galopando desde el prado y se enfurecería al descubrir que solo se trataba de una serpiente. Call no sentía el menor respeto por las serpientes ni por nadie que se molestara por ellas. Trataba a las serpientes de cascabel como a los mosquitos, apartándolas de un manotazo o con cualquier herramienta que tuviera a mano. «Un hombre que aminora la marcha por una serpiente, será mejor que ande», decía con frecuencia, lo cual tenía tan poco sentido para un hombre culto como la mayoría de las cosas que decía Call.
La filosofía de Augustus era más tranquila. Consideraba que debía darse a las criaturas algo de tiempo para pensar, de modo que permaneció al sol unos minutos hasta que la serpiente se calmó y se arrastró a su agujero. Solo entonces entró y sacó su jarra del barro. Había sido un año seco, incluso desde el punto de vista de Lonesome Dove, y la primavera empezaba a crecer lo bastante como para formar un charco de barro. Los cerdos pasaban gran parte del tiempo merodeando por el barracón, confiando meterse en el barro, pero hasta el momento ninguno de los agujeros en el adobe era lo bastante grande como para dejar pasar un cerdo.
La tela de saco húmeda que envolvía la jarra atraía naturalmente a los ciempiés, así que antes de destapar la jarra y beber un sorbo, Augustus se cercioró de que ninguno se había escondido en la tela. El único barbero blanco de Lonesome Dove, un tipo de Tennessee llamado Dillard Brawley, tenía que hacer su trabajo sobre una sola pierna por no haber desconfiado suficientemente de los ciempiés. Dos de la variedad venenosa de patas rojas se habían escondido una noche en la pernera de sus pantalones, y Dillard se vistió apresuradamente sin antes sacudir los pantalones. La pierna no se había podrido del todo, pero sí lo suficiente para que la familia se pusiera nerviosa por el envenenamiento de la sangre y le persuadiera a él y a Call para que se la cortara.
Durante uno o dos años Lonesome Dove tuvo un médico de verdad, pero el joven carecía de sentido común. Un vaquero de mala vida al que todo el mundo estaba dispuesto a ahorcar a la primera oportunidad se emborrachó una noche, perdió el sentido y una tijereta se le metió en el oído. El bicho no supo encontrar la salida, pero se movió tanto que inquietó al vaquero, quien convenció al joven doctor de que intentara sacárselo. El joven hizo cuanto pudo con agua caliente salada, pero el vaquero perdió la paciencia y mató al joven médico. Fue un error fatal por parte del vaquero: alguien disparó a su caballo mientras trataba de huir, y la población indignada, que en su mayor parte se encontraba cerca del «Dry Bean» pasando el tiempo, le ahorcó inmediatamente.
Por desgracia ningún otro médico se había vuelto a interesar por el pueblo, y Augustus y Call, que habían tenido su ración de heridas, solían ser reclamados para realizar cualquier trabajo de cirugía que se considerase esencial. La pierna de Dillard Brawley no había presentado el menor problema, salvo que Dillard gritó con tal fuerza que se lastimó las cuerdas vocales. Se defendía bien con una sola pierna, pero sus cuerdas vocales nunca se curaron del todo, y esto a la larga, perjudicó su negocio. Dillard había hablado siempre demasiado, pero después del asunto de los ciempiés hablaba en un tono demasiado bajo. Los clientes no podían relajarse bajo las toallas calientes por el esfuerzo de traducir los murmullos de Dillard. Nunca había valido la pena escucharle, incluso cuando tenía dos piernas, y con el tiempo muchos de sus clientes pasaron al barbero mejicano. Incluso Call iba al barbero mejicano y eso que no confiaba en los mejicanos ni en los barberos.
Augustus se llevó la jarra al porche y colocó su silla de asiento de cuerda de modo que pudiera gozar de la poca sombra que había. Al ponerse el sol, la sombra se extendería gradualmente por el porche, el patio de las carretas, Hat Creek, Lonesome Dove y, finalmente, por el Río Grande. Para cuando la sombra hubiera llegado al río, Augustus se habría suavizado con la tarde y estaría dispuesto a conversar con inteligencia, lo que siempre quería decir hablar consigo mismo. Call trabajaría hasta la noche si encontraba algo que hacer, y si no encontraba nada lo inventaría… y Pea Eye era demasiado «cabo» para abandonar antes de que lo hiciera el capitán, incluso si Call se lo permitía.
Los dos cerdos habían desobedecido tranquilamente la orden de Augustus de irse al arroyo y estaban debajo de una de las carretas comiéndose la serpiente. Era de sentido común porque el arroyo estaba tan seco como el patio de las carretas, y más allá. Durante cincuenta semanas del año, Hat Creek no era sino un río de arena y el hecho de que los cerdos no lo consideraran apropiado para revolcarse en él acreditaba su inteligencia. Augustus solía alabar frecuentemente la inteligencia de los cerdos en una discusión con Call que duraba dos años. Augustus aseguraba que los cerdos eran más listos que los caballos y que la mayoría de la gente, algo que molestaba extraordinariamente a Call.
—Ningún cerdo comedor de desperdicios es tan listo como un caballo —aseguraba Call antes de decir cosas peores.
Como tenía por costumbre, Augustus bebía gran cantidad de whisky mientras contemplaba sentado cómo el sol iba abandonando el día. Si no inclinaba la silla de asiento de cuerda, inclinaba la jarra. Los días en Lonesome Dove eran una mancha de calor y tan secos como la tiza, pero el whisky de la jarra mitigaba algo la sequedad y hacía que Augustus se sintiera agradablemente húmedo por dentro, brumoso y fresco como una mañana en las colinas de Tennessee. Pocas veces se emborrachaba del todo, pero disfrutaba sintiéndose húmedo a la caída de la tarde, manteniendo su buen humor con tragos agradables, viendo cómo el cielo empezaba a colorearse al Oeste. El whisky no malograba su capacidad intelectual, pero le hacía más tolerante con todo lo burdo con que tenía que convivir: Call, Pea Eye, Deets, el joven Newt y el viejo Bolívar, el cocinero.
Cuando el cielo estuvo bellamente teñido de rosa en el Oeste, Augustus se dirigió a la trasera de la casa y dio una o dos patadas a la puerta de la cocina.
—Habrá que calentar la carne de cerdo y añadir unas cuantas alubias —dijo.
El viejo Bolívar no contestó y entonces Augustus volvió a dar un par más de patadas a la puerta para subrayar el aviso, y volvió al porche. El cerdo azul le esperaba en la esquina de la casa, silencioso como un gato. Probablemente aguardaba a que dejara caer algo —un cinturón, una navaja o un sombrero— para comérselo.
—¡Lárgate! —le ordenó Augustus—. Si estás hambriento, vete a cazar otra serpiente.
Pensó que un cinturón de piel no podía ser mucho más duro y menos apetitoso que la cabra frita que Bolívar les servía tres o cuatro veces por semana. El viejo había sido un competente bandido mejicano antes de que perdiera el resuello y cruzara el río. Desde entonces había llevado una vida tranquila, pero era un hecho que la cabra seguía apareciendo en la mesa. La «Compañía Ganadera de Hat Creek» no comerciaba con cabras y era improbable que Bolívar las pagara de su propio bolsillo. El robo de cabras era tal vez el modo de conservar sus viejas habilidades, entre las que no entraba la cocina. La carne de cabra parecía que se hubiera frito en alquitrán, pero Augustus parecía ser el único miembro de la casa lo bastante sensible para protestar.
—Bol, ¿de dónde has sacado el alquitrán para freír la cabra? —preguntaba con frecuencia, aunque su esfuerzo por ser ingenioso siempre resultaba vano. Bolívar ignoraba toda alusión directa o indirecta.
Augustus se disponía a hablar a los dos cerdos cuando vio acercarse a Call y Pea Eye que venían del llano. Pea Eye era alto y desgarbado, nunca había estado lleno y su aspecto era tan torpe que parecía como si fuera a caerse aunque estuviera quieto. Daba la impresión de ser totalmente inútil, pero su aspecto engañaba. En realidad era uno de los hombres más capaces que Augustus había conocido. Nunca había sido un gran cazador de indios, pero si se le asignaba alguna labor la llevaba a cabo pausadamente y bien, como trabajos de carpintería o de herrero, hacer pozos o reparar arneses y monturas. Pea era excelente. De haber sido un trabajador chapucero, haría tiempo que Call le hubiera echado.
Augustus bajó a reunirse con los hombres, junto a las carretas.
—Es algo pronto para dejar el trabajo, ¿verdad, nenas? ¿Estamos en Navidad o qué?
Los dos hombres habían sudado las camisas tantas veces durante el día que parecían prácticamente negras. Augustus ofreció su jarra a Call. Call apoyó un pie en la lengua de una carreta y echó un trago solo para enjuagarse la boca. Escupió el whisky sobre el suelo polvoriento y pasó la jarra a Pea Eye.
—¡Nena, tú! Y no es Navidad. —Y a continuación entró en la casa tan bruscamente que Augustus quedó algo desconcertado. Call nunca había sido un hombre de modales refinados, pero si el trabajo del día había sido satisfactorio solía pararse a conversar un rato.
Lo curioso de Woodrow Call era lo difícil que resultaba medirle. No era un hombre alto; en realidad apenas era de tamaño medio, pero cuando uno se acercaba y le miraba a los ojos no parecía bajo. Augustus medía diez centímetros más que su socio y Pea Eye siete centímetros más aún, pero no había forma de convencer a Pea Eye que el capitán era un hombre bajo. Call le tenía impresionado, y en este aspecto Pea no era el único. Si un hombre quería habérselas con Call era necesario tener presente que Call no era tan grande como parecía. Augustus era el único hombre en el sur de Texas que solía medirle bien y presumía de aventajarle siempre que podía. Muchos días empezaba lanzando a Call una galleta caliente al tiempo que le decía:
—Sabes, Call, no eres ningún gigante.
Un hombre ingenuo como Pea jamás comprendía este comportamiento. A veces Augustus se reía al considerar que Call no podía engañar a un hombre que le doblaba en tamaño, haciendo que Pea confundiera el hombre interior con el exterior. Pero Call tenía una mentalidad tan simple que apenas se daba cuenta de lo que hacía. Lo hacía, sin más. Lo que resultaba fascinante era que Call no sabía que tenía este truco. Jamás desperdició cinco minutos estudiándose; habría significado perder cinco minutos del trabajo que había decidido terminar aquel día.
—Es bueno que no tenga miedo a ser perezoso —le dijo una vez Augustus.
—Tú lo piensas así, pero yo no —le respondió Call.
—Mira, Call, si yo trabajara tan duro como tú no quedaría nadie para pensar en este equipo. Tú sudas durante quince horas al día. Un hombre que suda tanto no puede pensar nada.
—Me gustaría verte pensar en el tejado de ese granero —dijo Call.
Un curioso vientecillo había soplado desde México arrancando de cuajo el tejado, tres años atrás. Afortunadamente, en Lonesome Dove solo llovía una o dos veces al año, así que la pérdida del tejado apenas perjudicaba al ganado, cuando había ganado. El sufrimiento era sobre todo para Call, que nunca había podido encontrar madera decente para construir un nuevo tejado. Por desgracia cayó un inesperado chaparrón una semana después de que el viento se llevara el tejado viejo en pleno Hat Creek. Había flotado arroyo abajo y gran parte de la madera terminó flotando en el Río Grande.
—Si piensas tanto, ¿por qué no pensaste en la lluvia? —le preguntó Call. Desde aquel día echó en cara a Augustus la madera flotante. Cualquier recriminación a Call, por tonta que fuera, se la guardaba como si fuera dinero.
Pea Eye no era de los que escupen el whisky. Tenía un cuello flaco y la nuez sobresalía tanto cuando bebía que a Augustus le parecía una serpiente con una rana atragantada.
—Call está tan enfadado que sería capaz de dar patadas a una pared —comentó Augustus cuando Pea terminó de beber.
—Le ha arrancado un trozo de un bocado. No sé por qué el capitán se empeña en conservar la yegua.
—Las yeguas son su única locura —dijo Augustus—. ¿Pero por qué deja que un caballo le muerda? Yo creía que estabais haciendo un pozo nuevo.
—Encontramos roca. Solo había sitio para un hombre con el pico en aquel agujero, así que mientras Newt picaba yo herré los caballos y el capitán se fue a dar una vuelta. Supongo que creería que la había cansado. Le volvió la espalda y ella le mordió.
La yegua era conocida en todo el pueblo como Mala Bestia. Call la había comprado en México a unos caballeros que aseguraban haber dado muerte a un indio para conseguirla; un comanche, según dijeron. Augustus ponía en duda esta parte de la historia: era improbable que un comanche hubiera montado solo en aquella parte de México, y si hubiera habido dos comanches, los caballeros no habrían vivido para comerciar con los caballos. La yegua era parda moteada, con el morro blanco y una línea blanca en la frente; demasiado alta para ser pura india y demasiado corta de patas para ser pura sangre. Su carácter sugería que había pasado cierto tiempo con los indios, pero no había forma de saber con qué indios ni cuánto tiempo. Todo el que la veía quería comprarla, tal era su elegancia, pero Call no quería ni oír hablar de ofertas, aunque Pea Eye y Newt querían que se vendiera. Todos los días tenían que trabajar junto a ella y lo pasaban mal. Una vez coceó a Newt hasta la herrería y por poco hasta la fragua. Pea Eye le tenía casi tanto miedo como a los comanches, que es mucho decir.
—¿Dónde está Newt? —preguntó Augustus.
—A lo mejor se ha quedado dormido en el pozo —respondió Pea Eye.
Pero entonces Augustus vio al muchacho que venía, tan cansado que apenas podía moverse. Cuando Newt llegó junto a las carretas, Pea Eye ya estaba medio borracho.
—Vaya, Newt, me alegro de que hayas llegado antes del otoño —le dijo Augustus—. Te hubiéramos echado en falta durante el verano.
—He estado tirando piedras a la yegua —explicó Newt con una sonrisa—. ¿Ha visto el mordisco que le ha dado al capitán?
Newt levantó un pie y rascó cuidadosamente el barro del pozo que se le había pegado a la suela, mientras Pea Eye seguía limpiándose el polvo de la garganta.
Augustus siempre había admirado la habilidad de Newt para sostenerse sobre una pierna mientras se limpiaba la bota de la otra.
—Fíjate en esto, Pea —le dijo Augustus—. ¿A que tú no puedes hacerlo?
Pea Eye estaba tan acostumbrado a ver a Newt limpiarse la bota manteniéndose en pie sobre una sola pierna que no podía imaginar que Gus pensara que él no podría hacerlo. Unos cuantos tragos de alcohol hacían que su pensamiento fuera tan lento como si se arrastrara. Esto solía ocurrir a la puesta del sol, después de un pesado día de pozo o de herrar los caballos. En tales ocasiones Pea estaba doblemente satisfecho de trabajar con el capitán, más que con Gus. Cuanto menos tenía que escuchar, más contento se ponía el capitán, mientras que con Gus ocurría lo contrario. Disparaba cinco o seis preguntas y opiniones diferentes, uniéndolas como ganado sin marcar. Resultaba difícil elegir una y pensarla despacio, cuidadosamente, tal como a Pea Eye le gustaba hacer. En semejantes ocasiones su único recurso consistía en dar a entender que las preguntas habían dado en su oído sordo, el izquierdo, que no había funcionado bien desde el día de su gran pelea con los keechis, que bautizaron como la pelea de Stone House. Había sido pura confusión ya que los indios habían sido lo bastante listos para prender fuego a la hierba de la pradera, levantando tanto humo que nadie podía ver nada a seis pasos de distancia. Iban tropezando con los indios en medio del humo y debían disparar a bocajarro; un ranger, al lado de Pea, vio a uno y le disparó demasiado cerca del oído de Pea.
Esto ocurrió el día que los indios se fueron con sus caballos; Pea nunca había visto al capitán tan furioso. Eso significaba que tendrían que caminar Brazos abajo unos trescientos kilómetros, continuamente preocupados por lo que podría ocurrir si los comanches descubrían que iban a pie. Pea Eye no se había dado cuenta de que estaba medio sordo hasta casi al final del camino.
Afortunadamente, mientras le preocupaba la cuestión de qué era lo que no podía hacer, el viejo Bolívar empezó a tocar la campana de la cena, con lo que se puso fin a la discusión. La vieja campana de la cena había perdido su badajo, pero Bolívar había encontrado una palanca que alguien había conseguido romper, y le daba tan fuerte a la campana que nadie hubiera oído el badajo, de haberlo habido.
El sol se había puesto por fin, y había tal silencio a lo largo del río que se podía oír cómo los caballos sacudían sus colas, allá en el solar; es decir, lo podían oír hasta que Bolívar golpeó la campana. Aunque probablemente sabía que estaban junto a las carretas, y podían oírle, Bolívar siguió dándole a la campana unos cinco minutos más. Bolívar machacaba la campana por razones personales; ni siquiera Call podía controlarle en esto. El ruido ahogaba la paz del ocaso, lo que irritaba tanto a Augustus que a veces sentía la tentación de pegarle un tiro al viejo, solo para darle una lección.
—Me imagino que está llamando a los bandidos —observó Augustus cuando la campana enmudeció.
Emprendieron el camino hacia la casa seguidos por los dos cerdos, uno de los cuales comía un lagarto que había cazado en alguna parte. Los cerdos querían a Newt casi más que a Augustus…, que cuando no tenía nada mejor que hacer les daba a comer cuero crudo y les rascaba las orejas.
—Si fueran a venir los bandidos, quizás el capitán me dejaría llevar un arma —se lamentó Newt. Parecía como si nunca fuera lo bastante mayor para llevar armas, aunque ya tenía diecisiete años.
—Si llevaras un arma alguien podría tomarte por un pistolero y disparar contra ti —dijo Augustus fijándose en la mirada anhelante del muchacho—. No merece la pena. Si alguna vez Bol consigue que vengan los bandidos, yo te prestaré mi «Henry».
—Este viejo casi no sabe cocinar —observó Pea Eye—. ¿De dónde iba a sacar a los bandidos?
—¿Pero es que no te acuerdas de su pandilla? —comentó Augustus—. Solíamos comprarles los caballos. Esta es la única razón por la que Call le contrató de cocinero. En nuestro negocio es bueno conocer a algunos ladrones de caballos, siempre y cuando sean mejicanos. Me figuro que Bol está esperando su momento. Tan pronto como se haya ganado nuestra confianza, su pandilla llegará alguna noche y nos asesinarán a todos.
No creía nada de lo que estaba diciendo. Solo deseaba estimular al muchacho de vez en cuando, y también a Pea, aunque Pea era un hombre extraordinariamente difícil de estimular, por ser insensible al miedo. Pea era lo suficiente sensato para temer a los comanches, y esto no requería demasiada sensatez. Los bandidos mexicanos no le impresionaban.
Newt tenía más imaginación. Se volvió a mirar al otro lado del río donde empezaba a posarse una gran oscuridad. De vez en cuando el capitán, Augustus, Pea y Deets cogían las armas y salían a caballo hacia aquella oscuridad, hacia México, para regresar a la salida del sol con treinta o cuarenta caballos, o a lo mejor un centenar de reses flacas. Así era como funcionaba el negocio de ganado a lo largo de la frontera. Los rancheros mejicanos recorrían el Norte, mientras los tejanos hacían la incursión por el Sur. Algunas de aquellas reses flacas pasaban su vida perseguidas de un lado a otro del Río Grande. El máximo deseo de Newt era llegar a ser lo bastante mayor para que se lo llevaran en sus incursiones. Más de una noche, echado en su pequeña y caliente litera, oyendo al viejo Bolívar roncando y murmurando debajo de él, miraba por la ventana hacia México imaginando las salvajes incursiones que tenían lugar. Alguna que otra vez incluso le pareció oír uno o dos disparos, río arriba o río abajo. Esto bastaba para poner su imaginación en marcha.
—Podrás ir cuando hayas crecido —decía el capitán, y era lo único que decía. Tampoco era cuestión de discutir con él, y menos siendo solo un asalariado. Discutir con el capitán era un privilegio reservado al señor Gus.
En cuanto llegaron a la casa, el señor Gus empezó a ejercer su privilegio. El capitán se había quitado la camisa y dejaba que Bolívar le tratara el mordisco de la yegua. Le había alcanzado precisamente encima del cinturón. Tenía empapada de sangre una pernera del pantalón. Bol se disponía a cubrir la herida con su pasta habitual, una mezcla de grasa de la carreta y trementina, pero el señor Gus le hizo esperar hasta que le hubo echado un vistazo a la herida.
—Vaya, Woodrow —le espetó Augustus—. Con el tiempo que llevas trabajando con caballos deberías saber que no hay que volverle la espalda a una yegua kiowa.
Call estaba pensando en algo y tardó en contestarle. Estaba pensando que la luna estaba en cuarto creciente, la llamada luna de ladrones. Cuando creciera sobre las pálidas llanuras, ciertos mejicanos verían lo suficiente para sacar buen provecho. Hombres que había conocido durante años estaban muertos y enterrados, o por lo menos muertos, por haber cruzado el río con luna llena. La falta de luna era casi tan malo como la luna llena: sin luz era difícil encontrar el ganado, y también muy difícil llevarlo. La luna en cuarto creciente era la luna perfecta para pasar la frontera. Las tierras de monte bajo del Norte estaban ya repletas de ganaderos, reuniendo sus rebaños de primavera y contratando hombres; no tardarían una semana en empezar a pasar por Lonesome Dove. Era el momento de ir en busca de ganado.
—¿Quién dijo que era kiowa? —preguntó Woodrow mirando a Augustus.
—Lo he deducido. Y tú podías haber hecho lo mismo si dejaras de trabajar el tiempo suficiente para pensar.
—Puedo trabajar y pensar a la vez. Tú eres el único hombre que conozco cuyo cerebro no funciona a menos que esté a la sombra.
Augustus ignoró el comentario.
—Imagino que fue un kiowa que iba a robar una mujer el que perdió la yegua —explicó—. A tu comanche no le interesan demasiado las señoritas. Las mujeres blancas son fáciles de robar, y además comen menos. Los kiowa son diferentes. Les encantan las señoritas.
—¿Podemos comer o debemos esperar a que se termine la discusión? —preguntó Pea Eye.
—Si esperamos a que terminen, nos moriremos de hambre —dijo Bolívar dejando un caldero de carne de cerdo y alubias sobre la mesa. Augustus, sin que nadie se sorprendiera, fue el primero en llenarse el plato.
—No sé dónde encuentras estas frases mejicanas —observó refiriéndose a las alubias.
Bolívar conseguía encontrarlas trescientos sesenta y cinco días al año, mezclándolas con tantos chiles rojos que cada cucharada de judías era más o menos tan picante como una de hormigas rojas. Newt había llegado a pensar que solo había dos cosas seguras si se trabajaba para la «Compañía Ganadera Hat Creek»: una, que el capitán Call podía pensar en más cosas de las que él, Pea Eye y Deets podían realizar, y la otra que habría alubias en todas las comidas. El único hombre del equipo que no era pedorrero era el propio Bolívar…, nunca tocaba las alubias y vivía básicamente de galletas ácidas y café de achicoria, o mejor dicho, tazas de azúcar moreno con unas gotas de café flotando por encima. El azúcar costaba mucho dinero, y al capitán le molestaba gastarlo, pero Bolívar no cambiaba de costumbre. Augustus aseguraba que las heces del viejo eran tan dulces que el cerdo azul le seguía siempre que iba a cagar, cosa que quizá fuera cierta. A Newt le costaba todo el trabajo del mundo deshacerse del gorrino, y sus heces eran sobre todo alubias.
Cuando Call se puso la camisa y se sentó a la mesa, Augustus se estaba sirviendo por segunda vez. Pea y Newt lanzaban miradas nerviosas al caldero, confiando en servirse otra vez, pero demasiado modosos para abalanzarse antes de que los demás se hubieran servido. El apetito de Augustus era una calamidad natural. Call llevaba treinta años contemplándole asombrado, y aún seguía sorprendiéndole lo mucho que Augustus comía. No trabajaba, a menos que tuviera que hacerlo y, no obstante, noche tras noche comía más que los tres hombres que habían trabajado todo el día.
En sus días de rangers, cuando las cosas estaban tranquilas, los muchachos se sentaban e intercambiaban historias sobre Augustus y sus comilonas. No solo comía mucho sino que comía deprisa. El cocinero que quisiera mantenerle comiendo más de diez minutos, era mejor que tuviera medio buey preparado.
Call apartó una silla y se sentó. Mientras Augustus se servía un buen cucharón de alubias, Call puso su plato debajo del cucharón. Newt lo encontró tan divertido que se echó a reír.
—Muchas gracias —dijo Call—. Si alguna vez te cansas de comer, creo que podrías colocarte de camarero.
—Bueno, una vez trabajé sirviendo mesas —contó Augustus, dando a entender que había querido servir a Call—. En un barco fluvial. Cuando encontré el empleo no era mucho mayor que Newt. El cocinero llevaba incluso un sombrero blanco.
—¿Para qué? —preguntó Pea Eye.
—Porque eso es lo que suelen usar los verdaderos cocineros —explicó Augustus mirando a Bolívar, que estaba echando unas gotas de café sobre su azúcar moreno—. Bueno, no tanto un sombrero como un gorro grande y blanco. Parecía como si lo hubieran hecho con un pedazo de sábana.
—Prefiero que me ahorquen antes de ponerme uno —dijo Call.
—Nadie sería tan majareta como para contratarte de cocinero, Woodrow. El gorro es para evitar que los pelos grasientos del cocinero caigan en la comida. No me extrañaría que alguno de los pelos de Bol hayan encontrado el camino de las tripas de la cerda.
Newt contempló a Bolívar sentado sobre los fogones, envuelto en su sucio sarape. El cabello de Bolívar parecía como si le hubieran volcado encima un bote de manteca de segunda mano. Una vez, cada varios meses, Bol se cambiaba de ropa e iba a visitar a su mujer, pero sus esfuerzos por mejorar su aspecto nunca iban más allá del bigote, que, de tanto en tanto, trataba de abrillantar con algún tipo de grasa.
—¿Y por qué dejaste el barco fluvial? —preguntó Pea Eye.
—Porque era demasiado joven y bonito. Las putas no me dejaban en paz.
Call lamentaba que hubiera surgido el tema. No le gustaba hablar de putas, pero sobre todo delante del muchacho. Augustus no tenía demasiada vergüenza, si es que la tenía. Este era un asunto candente entre ellos desde hacía tiempo.
—Ojalá te hubieran ahogado —dijo Call, molesto. La conversación en la mesa nunca terminaba bien.
Newt mantuvo los ojos en el plato, como solía hacer cuando el capitán se disgustaba.
—¿Ahogarme? —repitió Augustus—. Bueno, si alguien lo hubiera intentado las muchachas le hubieran hecho trizas. —Sabía que Call estaba furioso, pero no se sentía demasiado dispuesto a darle satisfacción. Aquella era su mesa tanto como la de Call, y si a Call no le gustaba la conversación, podía irse a la cama.
Call sabía que era inútil discutir. Eso era lo que encantaba a Augustus: discutir. En realidad no le importaba lo que se dijera ni de qué parte estaba. Simplemente le encantaba discutir, mientras que Call lo odiaba. Su larga experiencia le había enseñado que no había argumento con el que ganar a Augustus, ni siquiera en los casos en que el resultado era un sencillo bien o mal. Incluso en el pasado, cuando estaban en pleno jaleo, con indios y maleantes para quitarles el sueño, Augustus se agarraba a cualquier cosa con tal de discutir. En el momento más peligroso que habían vivido, cuando ellos dos y seis rangers fueron sorprendidos por los comanches mientras abrían hoyos en la tierra, que bien pudieron ser sus tumbas de no haber tenido la suerte de que la noche se nubló y pudieron huir, Augustus no dejó de discutir con un ranger llamado Bobby el Feo. La discusión fue enteramente sobre los mapaches, y Augustus la mantuvo durante toda la noche aunque la mayoría de los rangers estaban tan asustados que ni se atrevían a mear.
Naturalmente, el muchacho escuchaba arrobado las historias sobre barcos fluviales y putas. El muchacho no había estado en ninguna parte, de modo que para él todo eran novelas.
—Oírte presumir de mujeres no mejora el sabor de la comida —protestó finalmente.
—Call, si quieres mejor comida debes empezar por pegarle un tiro a Bolívar —le recordó Augustus, empujado por su propia indignación con el cocinero, y añadió—: Bol, quiero que dejes de golpear la campana con ese hierro. Puedes hacerlo a mediodía si te empeñas, pero deja de hacerlo por la noche. Un hombre con sentido común sabe cuándo se pone el sol. Me has estropeado muchos atardeceres machacando esa campana.
Bolívar revolvió su azúcar y guardó silencio. Golpeaba la campana porque le gustaba el ruido, no porque quisiera que nadie fuera a comer. Los hombres podían comer cuando les apeteciera. Él golpearía la campana cuando le apeteciera. Disfrutaba haciendo de cocinero; era mucho más tranquilo que hacer de bandido, pero eso no quería decir que le gustara recibir órdenes. Su sentido de independencia seguía vigente.
—El general Lee liberó a los esclavos —rezongó.
Newt se echó a reír. Bol jamás había entendido la guerra, pero lo sintió sinceramente cuando terminó. En realidad, si hubiera continuado habría seguido siendo bandido. Era una profesión segura y provechosa, con casi todos los tejanos fuera. Pero los que volvían de la guerra eran bandidos en su mayoría, y tenían mejores armas. Ahora estaba atestada la profesión. Bolívar supo cuándo era el momento de abandonar, pero de vez en cuando sentía el gusanillo del tiroteo.
—No fue el general Lee, fue Abe Lincoln el que liberó a los esclavos —le corrigió Augustus.
Bolívar se encogió de hombros.
—Qué más da, no hay diferencia.
—Una gran diferencia —corrigió Call—. Uno era un yanqui y el otro no.
Pea Eye mostró un momento de interés. Las alubias y la carne de cerdo le habían resucitado. Se había sentido muy interesado por la noción de la emancipación y la había estudiado mientras hacía su trabajo. Obviamente, fue por pura buena suerte que no nació esclavo, pero de no haber tenido suerte, Lincoln le habría liberado. Sentía cierta admiración por el hombre.
—Solo liberó a los americanos —hizo notar a Bolívar.
Augustus lanzó un respingo:
—Te has pasado, Pea. A quien Abe Lincoln liberó fue a un puñado de africanos, tan poco americanos como Call aquí presente.
Call apartó su silla. No iba a quedarse allí sentado discutiendo sobre la esclavitud después de una larga jornada, o corta para el caso.
—Soy tan americano como el que más —exclamó cogiendo su sombrero y un rifle.
—Naciste en Escocia —le recordó Augustus—. Sé que te trajeron aquí cuando aún chupabas de la teta, pero no por ello eres menos escocés.
Call no rechistó. Newt levantó la mirada y le vio de pie en la puerta con el «Henry» colgado del brazo. Un par de enormes mariposas nocturnas volaron por encima de su cabeza, atraídas por la luz de la lámpara de petróleo colocada encima de la mesa. Sin más que decir, el capitán traspasó la puerta.