3

Lorena jamás había vivido en un lugar donde hiciera fresco…, este era su único deseo. Le parecía que había aprendido a sudar al mismo tiempo que a respirar, y aún seguía haciendo las dos cosas. De todos los lugares de los que había oído hablar a los hombres, San Francisco parecía el más fresco y el más bonito. Así que San Francisco fue su punto de mira.

A veces le parecía que todo iba muy despacio. Casi tenía veinticuatro años y no había ido a más de un kilómetro de Lonesome Dove, lo que no era avanzar deprisa, si se tenía en cuenta que solo contaba doce años cuando sus padres se sintieron inquietos por los yanquis y abandonaron Mobile.

Este avance tan lento hubiera desanimado a la mayoría de las mujeres, pero Lorena no se permitía pensar en ello. Tenía sus días apagados, pero sobre todo porque Lonesome Dove era muy apagado. Se cansaba de mirar todo el día por la ventana sin ver nada más que la tierra parda y el chaparral gris. A medio día el sol calentaba tanto que la tierra parecía blanca. Desde su ventana podía ver el río y México. Lippy le había dicho que podía ganar una fortuna si se establecía en México, pero a Lorena le tenía sin cuidado. Por lo que podía ver del país, no le parecía más interesante que Texas, y los hombres olían tan mal como los tejanos, si no peor.

Gus McCrae aseguraba haber estado en San Francisco, y le hablaba durante horas de lo azul que era el agua en la bahía y de cómo los barcos llegaban de todas partes. Al final se pasó, como hacía con todo. Una o dos veces Lorena creía tener una imagen clara de la ciudad, al escuchar a Gus, pero para cuando él dejaba de hablar ella había perdido ya el hilo y solo deseaba seguir tumbada esperando que refrescara.

En este aspecto, Gus era excepcional porque la mayoría de los hombres no hablaban. Él no dejaba de hablar hasta que le metía su vieja zanahoria y enseguida, incluso antes de que se secara, continuaba hablando. Era generoso comparado con los demás clientes. Siempre le entregaba cinco dólares de oro, pero Lorena a veces se sentía poco pagada. Debería recibir cinco dólares por mojar su zanahoria y cinco más por escuchar su verborrea. A veces era interesante, pero Lorena no podía mantener la atención en tanta charla. De todos modos, no parecía herir los sentimientos de Gus. Hablaba con la misma alegría tanto como si ella le escuchaba como si no, y nunca intentó que le regalara dos polvos por el precio de uno, como hacían muchos jóvenes.

Era curioso que fuera su cliente más regular, porque también era el más viejo. Se esforzaba por no dejar que nada de lo que los hombres hacían la sorprendiera demasiado, pero secretamente la sorprendía que a un hombre tan viejo como Gus le gustara tanto. A este respecto avergonzaba a muchos jóvenes, incluso a Mosby Marli, que la había mantenido dos años al este de Texas. Comparado con Gus ni siquiera podía decirse que tuviera una zanahoria, aunque sí tenía una especie de rabanito seco del que estaba excesivamente orgulloso.

Solo contaba diecisiete años cuando conoció a Mosby, y sus padres ya habían muerto. Su padre cayó en Vicksburg y su madre solo pudo llegar hasta Baton Rouge, así que fue en Baton Rouge donde quedó desamparada cuando Mosby la encontró. No había intervenido en «intercambios» hasta aquel momento, aunque su desarrollo había sido prematuro e incluso había tenido problemas con su propio padre, si bien es cierto que cuando sucedió él estaba febril, al borde del delirio. Murió poco después. Supo desde el principio que Mosby era un borracho, pero le contó que era un caballero del Sur, y como a la sazón tenía una calesa cara y un par de caballos preciosos, le creyó.

Mosby le aseguró que quería casarse con ella, y Lorena también le creyó y le permitió que la llevara a una gran casona destartalada cerca de un lugar llamado Gladewater. La casa era inmensa, pero ni siquiera tenía cristales en las ventanas, ni alfombras, ni nada; había que poner botes de humo en las habitaciones para evitar que los mosquitos les comieran vivos, cosa que los mosquitos hacían pese a todo. Mosby tenía una madre, dos hermanas mezquinas y nada de dinero. Tampoco tenía intención de casarse con Lorena, aunque lo siguió diciendo durante algún tiempo.

En realidad, aquellas mujeres trataban a Lorena peor de lo que hubieran tratado a una negra, y a las negras las trataban mal. Tampoco trataban bien a Mosby, ni se trataban bien entre ellas. Las únicas criaturas que recibían cierto afecto en casa eran los perros de Mosby. Mosby le aseguró que le echaría los perros encima si alguna vez intentaba huir.

Por las noches Lorena tenía que dormir con los botes de un humo tan espeso que no podía respirar, con las nubes de mosquitos tan compactos como el humo y con Mosby constantemente molestándola con su rábano. Su resistencia llegó tan abajo que perdió las ganas de hablar y se transformó en una mujer silenciosa. Poco después empezó el intercambio porque Mosby perdió tanto dinero una noche que ofreció dos polvos a sus amigos a cambio de la deuda. Lorena se quedó tan sorprendida que no tuvo tiempo de armarse, y los hombres se salieron con la suya. Pero a la mañana siguiente, cuando los dos hombres se hubieron marchado, atacó a Mosby con su navaja y le rajó tanto la cara que la encerraron en la bodega durante dos días y ni siquiera le bajaron comida.

Dos o tres meses después volvió a ocurrir con otros amigos, pero esta vez Lorena no se defendió. Estaba tan cansada de Mosby y de su rábano y del humo de los botes que estaba dispuesta a aceptar cualquier cambio. La madre y las hermanas querían echarla de casa. A Lorena le hubiera encantado, pero Mosby organizó tal escándalo que una de las hermanas huyó y se fue a vivir con una tía.

Pero una noche vendió directamente un polvo a un viajero desconocido. Tuvo la impresión de que se proponía hacerlo con regularidad, pero el segundo hombre al que la vendió pareció encapricharse de Lorena. Se llamaba John Tinkersley y era el hombre más alto y guapo que Lorena había visto hasta entonces, y el más limpio. Cuando él le preguntó si estaba realmente casada con Mosby le dijo que no. Entonces Tinkersley decidió que le acompañara a San Antonio. Lorena aceptó contenta. Mosby se quedó tan sorprendido por su decisión que le ofreció ir en busca de un pastor y casarse al momento, pero para entonces Lorena ya había comprendido que estar casada con Mosby sería peor que lo que ya había pasado. Mosby intentó organizar una pelea, pero no era un adversario para Tinkersley, y lo sabía. Lo único que consiguió fue vender a Tinkersley un caballo y una silla para Lorena, que pertenecían a la hermana que se largó.

San Antonio era mucho mejor que Gladewater, aunque solo porque no había botes de humo y pocos mosquitos. Tenían dos habitaciones en un hotel, que aunque no era el mejor de la ciudad resultaba decente. Tinkersley compró algo de ropa bonita para Lorena con el dinero que consiguió vendiendo el caballo y la silla, cosa que dolió un poco a Lorena. Había descubierto que le gustaba montar a caballo. Hubiera sido feliz entrando a caballo en San Francisco, pero no era este el propósito de Tinkersley. Por alto y guapo que fuera, al final resultó tan mal negocio como Mosby. Si tenía una debilidad era para sí, no para ella. Incluso se gastaba el dinero haciéndose cortar las uñas, algo que Lorena jamás hubiera sospechado que fuera capaz de hacer un hombre. Pese a todo era un hombre duro. Luchar con Mosby había sido como pegarse con un niño, mientras que la primera vez que ella le replicó, Tinkersley le dio tal bofetón que rompió con la cabeza una jarra que estaba detrás de ella, sobre una mesa. Durante tres días le estuvieron zumbando los oídos. La amenazó con que la próxima vez sería peor y Lorena comprendió que no eran vanas amenazas. A partir de entonces, se calló cuando estaba cerca de Tinkersley. Le expuso con toda claridad que el matrimonio no era lo que se proponía cuando se la quitó a Mosby, cosa que no le pareció mal porque desde entonces había perdido la costumbre de pensar en el matrimonio.

Tampoco quería decir que tuviera la costumbre de considerarse una prostituta, pero era precisamente esta costumbre la que Tinkersley deseaba que adquiriera.

—Bueno, ya estás entrenada, ¿no es verdad? —le dijo.

Lorena no creía que lo que había ocurrido en Gladewater fuera un entrenamiento para algo, pero era obvio que no estaba entrenada para nada decente, incluso suponiendo que pudiera escapar de Tinkersley sin que la matara. Durante unos días había creído que Tinkersley la amaba, pero pronto él dejó bien claro que le importaba tanto como una buena montura. Sabía que de momento la prostitución era su única alternativa. Por lo menos la habitación del hotel era agradable y no había hermanas mezquinas. La mayor parte de los hombres que se le acercaron eran los que jugaban con Tinkersley en el bar de abajo. De vez en cuando alguno de ellos, simpático, le daba directamente un poco de dinero en lugar de entregárselo a Tinkersley. Pero Tinkersley era un lince para estas cosas y el día que tomaron la diligencia hacia Matamoros descubrió su escondrijo y se lo quitó todo. Tal vez no lo hubiera hecho de no haber tenido una serie de pérdidas, pero el hecho de ser guapo no quería decir que fuera buen jugador, como algunos de los clientes le había dicho a Lorena. Era un jugador mediocre y había tenido tan mala racha en San Antonio que pensó que tal vez habría menos competencia en la frontera.

Fue en este viaje cuando pelearon de verdad. Lorena se enfureció tanto por lo del dinero que le perdió el miedo. Quería matarle por haberla dejado absolutamente sin nada. Si hubiera sabido más de armas le hubiera matado. Pensó que cuando se tiene un arma basta con apretar el gatillo, pero resultó que primero hay que quitarle el seguro. Tinkersley estaba echado en la cama, borracho, pero no tanto como para no darse cuenta de que le había puesto su propio revólver sobre el pecho. Cuando comprendió que no iba a dispararse tuvo el tiempo justo de pegarle en la cara con él. Esto le hizo ganar la batalla. Pero antes de rendirse y de ir en busca de un médico para que le cosiera la mandíbula, Tinkersley le dio un mordisco en el labio superior mientras se debatían y Lorena aún creía que el arma se iba a disparar.

El mordisco le había dejado una pequeña cicatriz sobre el labio; con gran regocijo de Lorena, esta insignificante cicatriz parecía volver locos a los hombres. Naturalmente no era solo por la cicatriz: se había desarrollado y con los años se había vuelto más bonita. Pero la cicatriz había sido decisiva. Tinkersley se emborrachó en Lonesome Dove el día que la dejó, y dijo a todos los que se encontraban en el «Dry Bean» que era una asesina. Así que mucho antes de que deshiciera su equipaje ya tenía una reputación. Tinkersley la había dejado sin un céntimo, pero afortunadamente sabía cocinar cuando había que hacerlo; el «Dry Bean» era el único lugar en Lonesome Dove donde se servía comida y Lorena consiguió convencer a Xavier Wanz, el propietario, para que la dejara cocinar hasta que los vaqueros dejaron de tenerle miedo y se acercaron a ella.

Augustus fue el primero. Mientras se quitaba las botas, le sonrió.

—¿De dónde has sacado esta cicatriz? —le preguntó.

—Alguien me mordió —contestó Lorena.

Cuando Gus se convirtió en cliente regular, Lorena no tuvo problemas para ganarse la vida en el pueblo, aunque en verano, cuando los vaqueros estaban en ruta, las ganancias solían ser escasas. Aunque había superado el punto de confiar en los hombres, pronto se dio cuenta de que Gus era único en su clase, por lo menos en Lonesome Dove. No era tacaño, ni la trataba como muchos solían hacer con las prostitutas. Sabía que probablemente la ayudaría si en algún momento necesitaba ayuda. Le daba la impresión de que tenía algo que los demás habían perdido: no era tacaño ni exigente. Además de Lippy, era el hombre con quien podía hablar un poco. Con la mayoría de los clientes no tenía nada que decir.

Su silencio no tardó en comentarse. Era parte de ella, como la cicatriz, y atraía y turbaba profundamente a los hombres. Tampoco era un truco que cultivara, aunque sabía que los desconcertaba y les hacía ir más deprisa. Se sentía silenciosa cuando los hombres estaban con ella.

Respecto a su silencio, también Gus era diferente. Al principio pareció no darse cuenta, y tampoco dejó que le turbara. Después empezó a divertirle, lo que no era una reacción que Lorena hubiera experimentado con otros. La mayoría hablaban como cotorras cuando estaban con ella, esperando sin duda que ella respondiera. Gus era un gran hablador, desde luego, pero lo que decía nada tenía que ver con la charla de los otros. Rebosaba opiniones, que soltaba sobre todo para divertirse. Lorena no había contemplado la vida como algo especialmente divertido, pero Gus sí. Incluso le parecía divertido el que ella no hablara.

Un día entró y se sentó en una silla, con su habitual expresión divertida. Lorena supuso que iba a quitarse las botas y se dirigió a la cama, pero al volverse le vio allí sentado, con un pie encima de la otra rodilla, jugando con la rueda de su espuela. Siempre llevaba espuelas, aunque pocas veces le vio a caballo. Alguna que otra vez, a primera hora de la mañana, el mugir de las reses y los relinchos de los caballos la despertaban y se iba a mirar por la ventana. Entonces le veía a él, a su socio y a un grupo de jinetes conduciendo al ganado a través del monte bajo hacia el este de la ciudad. Gus era fácil de distinguir porque montaba un gran caballo negro que parecía capaz de arrastrar tres diligencias él solito. No se desprendía de las espuelas cuando no cabalgaba para tenerlas a mano cuando quería hacer sonar alguna cosa.

—Son el único instrumento musical que he aprendido a tocar —le dijo una vez.

Como seguía allí, jugando con la espuela y sonriéndole, Lorena no sabía si desnudarse. Estaban en julio y el calor era terrible. Había tratado de mojar las sábanas, pero el calor las secaba antes de que pudiera echarse.

—Realmente hace calor —dijo Gus—. Deberíamos estar todos viviendo en Canadá por el mismo precio. Dudo de que tenga energía suficiente para plantar la vara.

«¿Por qué has venido, entonces?», pensó Lorena.

Otra cosa peculiar de Gus era que podía adivinar lo que ella estaba pensando. Esta vez pareció avergonzado y le lanzó una moneda de oro de diez dólares. Lorena se quedó perpleja. Eran cinco dólares de más, incluso si decidía plantar la vara. Sabía que los viejos a veces se vuelven locos y quieren cosas extrañas…, Lippy era un problema constante, pero tenía un agujero en la barriga y apenas podía tocar el piano. Pero no debía preocuparse por Gus.

—Se me ha ocurrido algo, Lorie. Ya sé por qué tú y yo nos llevamos tan bien. Tú sabes más de lo que dices y yo digo más de lo que sé. Esto significa que somos una pareja perfecta, siempre y cuando no nos molestemos uno al otro más de una hora.

Aquello no tenía sentido para Lorena, pero se tranquilizó. No había la menor probabilidad de que intentara algo loco con ella.

—Pero esto son diez dólares —repitió pensando que a lo mejor no se había fijado en el dinero que le entregaba.

—¿Sabes?, los precios son curiosos —explicó—. He conocido a muchas mujeres del oficio y siempre me he preguntado por qué no eran más flexibles con los precios. Si yo estuviera en tu lugar y tuviera que arrastrarme hasta aquí arriba con alguno de esos viejos apestosos, pediría mucho dinero, pero si se tratara de un chico guapo, bien afeitado, me bastarían cinco centavos.

Lorena se acordó de Tinkersley, que la había explotado dos años y que la había robado cuanto tenía dejándola sin un céntimo.

—Cinco centavos no bastarían, y puedo pasar del afeitado.

Pero Augustus estaba inspirado.

—Digamos que estableces dos dólares como precio más bajo. Esto sería para el limpio y afeitado. ¿Cuál sería el más alto, para un tipo que no supiera ni escribir? Lo que quiero decir es que todos los hombres no son iguales, así que por qué cobrarles lo mismo, ¿o me equivoco? Quizá desde donde tú te encuentras todos los hombres son lo mismo.

Cuando lo hubo pensado, Lorena vio su punto de vista. Todos los hombres no eran del todo iguales. Unos pocos eran agradables y se fijaba en ellos, pero la mayoría no eran ni una cosa ni otra. Eran solo hombres y no dejaban recuerdos sino dinero. Hasta el momento solo los tacaños habían dejado recuerdos.

—¿Por qué me has dado estos diez dólares? —preguntó, dispuesta a mostrarse un poco curiosa ya que solo iban a hablar.

—Para que me hablaras un poco —le sonrió Augustus. Tenía el pelo más blanco que jamás hubiera visto en un hombre. Una vez le contó que se le había vuelto blanco a los treinta años, y que su vida se hizo más peligrosa, pues los indios considerarían que una cabellera blanca era un buen trofeo.

—Me casé dos veces, ¿recuerdas? —prosiguió—. Debí casarme por tercera vez pero la mujer se equivocó y no se casó conmigo.

—¿Qué tiene esto que ver con el dinero? —preguntó Lorena.

—El caso es que estoy hecho un solterón. Hay días en que un poco de conversación con una mujer no tiene precio. Imagino que la razón de que tengas poco que decir es que probablemente nunca has encontrado a un hombre que le gustara oír hablar a una mujer. Escuchar a las mujeres no está de moda en esta parte del país. Pero me figuro que tendrás una historia de tu vida, como todos. Si te apeteciera contármela, yo soy el hombre al que le gustaría oírla.

Lorena lo pensó. Gus no era molesto. Se sentaba allí jugando con la espuela.

—En estos lugares lo único que importa es la compañía de una mujer. Ahora bien, en un clima frío podría ser diferente. Un clima frío despierta a un muchacho y le entran ganas de mover el rabito. Pero aquí, con este calor, lo que buscan sobre todo es compañía.

Había algo de verdad en aquello. A veces los hombres la miraban como si quisieran que fuera su novia, sobre todo los jóvenes, y algunos viejos también. Uno o dos le habían pedido que les dejara mantenerla, aunque no sabía dónde intentaban mantenerla. Estaba viviendo en el último dormitorio sobrante de Lonesome Dove. Lo que deseaban eran pequeños matrimonios, algo que les durara hasta que empezaran la marcha. Algunas muchachas lo hacían así. Se unían a un vaquero durante un mes o un mes y medio y recibían regalos y jugaban a ser decentes. Había conocido algunas que lo hacían así en San Antonio. Lo que le llamaba la atención era que ellas se lo tomaban tan en serio como los vaqueros. Actuaban tan tontamente como las chicas respetables, poniéndose celosas y enfurruñándose parte del día si sus chicos no actuaban a su gusto. Lorena no tenía ningún interés por hacer este tipo de cosas. Los hombres que venían a verla tendrían que darse cuenta de que no le gustaba hacer comedia.

Al poco rato, pensó que tampoco estaba interesada en contar la historia de su vida a Augustus. Volvió a abrocharse el traje y le devolvió los diez dólares.

—No valgo diez dólares —le dijo—. Ni aunque pudiera acordarme de todo.

Augustus volvió a guardarse el dinero en el bolsillo.

—Sería preferible conocerte mejor que tratar de comprar conversación —comentó sin dejar de sonreír—. Venga, vayamos a abajo a jugar a las cartas.

Paloma solitaria
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml