56
Augustus estaba un poco molesto consigo mismo por rastrear tan mal. Había tenido el convencimiento de que Blue Duck iría hacia el Oeste, pero en realidad había cruzado el Río Rojo y enfilado directamente al Norte. Era el tipo de fallo que Call no aceptaría nunca. Call le hubiera seguido todo el tiempo, o hubiera dejado que Deets le rastreara.
El territorio próximo al Canadian era quebrado y desigual, y caía hacia el Sur donde se extendían los llanos. Deseaba ahorrar las fuerzas de su caballo todo lo que pudiera.
Cabalgó toda la mañana en dirección este, con una extraña sensación en su corazón. Se había propuesto alcanzar a Blue Duck en una jornada, pero no lo había conseguido. El renegado se le había adelantado. Este duro viaje debía ser doloroso para Lorie. Hubiera debido pedir a Call que le prestara su yegua, pero no se le había ocurrido la idea hasta que fue demasiado tarde. Ahora quizá Lorie estuviera muerta o hecha trizas. En sus tiempos de ranger, había ayudado a recuperar varios cautivos de los comanches, y habitualmente la recuperación llegaba demasiado tarde, sobre todo si los cautivos eran mujeres. En general habían perdido la razón y solo les interesaba morir, como solían hacer una vez devueltas a gente que las dejaba morir.
Estaba pensando en Lorie cuando los indios se le echaron encima. Ignoraba dónde se habrían escondido, porque se encontraba en medio de una llanura lisa. Primero oyó un pequeño ruido cortante a medida que las balas segaban la hierba, a diez metros de su caballo. Más tarde el ruido de hierba segada se hizo más vivo en su memoria que el de los disparos. Antes de que realmente oyera los disparos había lanzado su caballo a galope, en dirección sur. Le pareció ver diez o doce indios, pero estaba más preocupado por adelantarles que por contarlos. A los pocos minutos se dio cuenta de que no iba a poder distanciarse. Había forzado demasiado a su caballo y este iba perdiendo terreno poco a poco.
Había mucho terreno para perder, desde luego. Confiaba en encontrar un arroyo, un ribazo o un barranco, algo donde pudiera echar pie a tierra y defenderse, pero estaba en una pradera sin el menor accidente hasta donde le alcanzaba la vista. Pensó en volver grupas y cargar contra ellos; si mataba a tres o cuatro a lo mejor les disuadía. Pero si entre ellos había un solo hombre con sentido común, dispararía contra el caballo y ahí terminaría todo.
Distinguió algo blanquecino en la pradera, ligeramente hacia el Este, y fue hacia allí. Resultó ser más huesos de búfalo, otro lugar donde había sido aniquilada una importante manada. Mientras galopaba distinguió un hueco, un punto donde muchos búfalos se habían echado y revolcado en el polvo. Era solo una ligera depresión en toda la pradera, de no más de un pie de profundidad, pero pensó que era lo mejor que podía encontrar. Los indios estaban a un minuto escaso de distancia. Saltó a tierra, descargó su rifle y rollos de munición del caballo y lo tiró al hueco. Luego sacó un cuchillo, se arrolló con fuerza las riendas a la mano y clavó el cuchillo en el cuello del caballo, cortándole la yugular. Surgió un chorro de sangre y el caballo dio un salto y se debatió desesperadamente, pero Augustus no le soltó y quedó cubierto de sangre. Cuando el caballo se desplomó, logró girarle de modo que estuviera atravesado en un extremo del hoyo, con la sangre empapando el polvo. El animal intentó levantarse, pero Augustus le dio un tirón hacia atrás y no volvió a moverse.
Era un ardid desesperado, pero no se le ocurrió otro que aumentara sus posibilidades. Muchos caballos se resistían al olor de la sangre fresca. De todos modos necesitaba al caballo como parapeto y le habría disparado, pero así había ahorrado una bala y la sangre podía ayudarle.
En cuanto tuvo la seguridad de que el caballo ya no iba a levantarse más, alcanzó su rifle. Los indios iban disparándole pero aún estaban lejos y no podían hacerle mucho daño. Volvió a oír el sonido de la hierba segada. Augustus apoyó el cañón del rifle sobre el caballo moribundo y esperó. Los indios chillaban al galopar hacia él; uno o dos llevaban lanzas, pero era solo para presumir o para agujerearle si le cazaban vivo.
Tal como esperaba, cuando estuvieron a unos cincuenta o sesenta metros, sus caballos olieron los primeros efluvios de la sangre, que aún iba saliendo de la garganta del caballo moribundo. Disminuyeron la velocidad y empezaron a retroceder y a encabritarse. Augustus empezó a disparar. Los indios estaban consternados; golpearon a los caballos con sus rifles, pero los caballos estaban aterrorizados. Dos cayeron muertos e inmediatamente Augustus dio muerte a sus jinetes. No podía haber deseado mejor blanco que un indio parado a cincuenta metros sobre un caballo que se negaba a moverse. Los dos hombres cayeron y quedaron inmóviles. Augustus volvió a cargar dos balas y se secó el sudor de los ojos. La sangre le había regalado una oportunidad; sin ella habría sido alcanzado y muerto, por rápido y bien que hubiera disparado. Los indios intentaron forzar a sus caballos a una carga, pero no pudieron; los caballos siguieron retrocediendo y caracoleando. Algunos trataron de ir en círculo hacia el Sur, y al dar la vuelta Augustus mató a otros dos. Entonces uno de los indios hizo algo valiente: echó una manta sobre la cabeza de su caballo y consiguió que el animal, desconcertado, cargara a ciegas. Este hombre parecía ser el cabecilla; por lo menos era el que llevaba la lanza más larga. Cargó en dirección al hueco, con el rifle en una mano y la lanza en la otra, aunque cuando trató de apuntar con el rifle se le cayó al suelo. Augustus estuvo a punto de echarse a reír, pero el indio continuó valientemente la carga con solo la lanza. Augustus le disparó cuando le tuvo a treinta pasos de distancia; le dejó que se acercara con la esperanza de quedarse con su caballo. El indio cayó muerto pero el caballo huyó y Augustus consideró que no estaba en condiciones de perseguirlo.
Los restantes indios estaban desconcertados. Habían muerto cinco de ellos y la batalla no había durado ni cinco minutos. Augustus volvió a cargar el arma y mató a uno más mientras se replegaban. Pudo haber matado a otros dos, pero pensó que era mejor no disparar desde tan lejos cuando la situación era tan insegura. Podía haber más indios por los alrededores, aunque lo creía improbable. Seguramente habían cargado con todo lo que tenían, en cuyo caso había dado muerte a la mitad.
Augustus consideró la situación y pensó que lo peor de todo era que no tenía con quien hablar. Había estado a un paso de la muerte, lo que no podía decirse que fuera aburrido, pero incluso una batalla desesperada carecía de algo si no había nadie con quien comentarla. Lo que a lo largo de los años había hecho interesantes las batallas, no eran sus contrincantes, sino sus colegas. Era fascinante, para él al menos, ver cómo reaccionaban frecuentemente los hombres que le acompañaban en la pelea al estímulo del ataque.
Por ejemplo, la única preocupación de Pea Eye era que no se acabaran las balas. Era tan conservador en la elección de objetivos, que frecuentemente perdía toda la batalla apuntando a la gente sin apretar nunca el gatillo. «A lo mejor malgastaba la bala», decía si alguien le preguntaba. Cuando disparaba pocas veces fallaba, pero casi nunca disparaba a más de treinta metros de distancia.
También Call era interesante de observar en una batalla. Hacía falta la lucha para despertar al luchador que había en él. Call era un gran atacante. Una vez descubierto el enemigo, le gustaba perseguirlo y solía hacerlo en contra de toda previsión. Preparaba cuidadosamente un plan de ataque complicado, pero una vez en plena lucha su único deseo era caer sobre el enemigo y destruirlo. Call llevaba la destrucción dentro de sí y seguiría matando aunque no hubiera necesidad de ello. Una vez calentada su sangre, le costaba enfriarse. El propio Call nunca se sentía derrotado del todo; solo la muerte podía conseguirlo, y razonaba que si un enemigo seguía vivo no estaba derrotado, al menos no del todo.
Augustus sabía que el razonamiento no era exacto; los hombres podían hartarse de pelear y dejar de hacerlo. Algunos eran capaces de hacer cualquier cosa para evitar el miedo que les producía.
Deets lo comprendía así. Nunca disparaba contra un hombre que huía, mientras que Call era capaz de perseguirlo durante cincuenta kilómetros hasta matarlo si el hombre le había atacado. Deets peleaba con cuidado y astucia…, seguro que conocía el truco de la sangre fresca. Pero la gran habilidad de Deets era la de impedir emboscadas. Parecía como si los sintiera llegar, a veces uno o dos días antes, cuando no podía tener indicios especiales.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntaban, y Deets no tenía respuesta.
—Lo sabía —solía decir simplemente.
Los seis indios restantes se habían retirado lejos del alcance de su rifle, pero no se habían ido. Podía verles deliberar, pero estaban a trescientos metros de distancia y las olas de calor creaban un espejismo incierto entre él y ellos.
A menos que hubiera más indios, Augustus no creía que estuviera en una situación especialmente grave. Hacía calor y los moscardones zumbaban sobre la sangre del caballo, pero estas eran incomodidades triviales. Había llenado su cantimplora aquella mañana y el Canadian estaba a menos de quince kilómetros al Norte. Era más que probable que los indios pensarían que habían perdido su oportunidad y se alejarían. A lo mejor intentarían sorprenderle de noche, pero no pensaba esperarles allí. Cuando oscureciera se dirigiría hacia el río.
Los seis indios permanecieron durante toda la tarde donde estaban. De vez en cuando uno disparaba hacia él con la esperanza de tener suerte. Por fin, uno cabalgó en dirección este, regresando una hora más tarde con un blanco que montó un trípode y empezó a dispararle con un arma antibúfalos del calibre cincuenta.
Esto realmente era un problema. Augustus tuvo que cavar rápidamente un agujero al otro lado del caballo, donde la sangre y las moscas eran peores. Pero no eran peores que el impacto de una bala del calibre cincuenta, varias de las cuales se incrustaron en el caballo durante la hora siguiente. Augustus siguió cavando. Afortunadamente el hombre no era un tirador extraordinario. Muchas balas pasaban silbando por encima de su cabeza, aunque una o dos dieron contra la silla y rebotaron.
Una vez, mientras el cazador de búfalos recargaba, Gus le disparó alzando el cañón para compensar el alcance del tiro. El disparo no dio en el blanco pero hirió a uno de los caballos de los indios. El grito del caballo desmoralizó al cazador, que llevó su trípode cincuenta metros más atrás. Augustus se mantuvo agachado y quieto y esperó la llegada de la noche, para la que faltaba solo una hora.
El tirador le mantuvo inmovilizado hasta que oscureció, pero tan pronto fue demasiado negro para disparar, Augustus arrancó la silla del caballo muerto y se dirigió al Oeste, deteniéndose solo para recoger todas las balas que pudo de los hombres que había matado. No llevaban muchas, pero uno tenía un rifle bastante bueno y Augustus se lo llevó para mayor seguridad. Odiaba haber tenido que cargar con la montura, pero en cierto modo era un escudo; si le alcanzaban en campo abierto podía ser la única cobertura de que dispusiera.
Mientras iba de cadáver a cadáver, recogiendo municiones, le sobresaltó oír el súbito martilleo de disparos procedentes del Este. Aquello era desconcertante. O los indios habían terminado por pelear entre ellos o había llegado alguien más a escena. Luego cesaron los tiros y oyó el ruido de caballos en movimiento; probablemente los indios que se iban.
Esta nueva situación le ponía en un dilema. Estaba preparado para una dura marcha hacia el río, cargado con una pesada silla, pero si había forasteros rondando podía ser que no fueran enemigos, y a lo mejor no tendría que cargar con la silla. Posiblemente el explorador de un rebaño de reses había tropezado con un pequeño grupo hostil, aunque las principales rutas de las marchas corrían al Este.
En todo caso, pensó que no debía ignorar la posibilidad y dio la vuelta en dirección a los disparos. Todavía quedaba algo de luz en el cielo, aunque abajo casi era de noche. De tanto en tanto Augustus se paraba a escuchar y al principio no oyó nada; todo estaba en silencio.
La tercera vez que se paró creyó oír voces. Estaban distantes, pero no eran indias, una señal esperanzadora. Se acercó cautelosamente hacia ellas, tratando de hacer el menor ruido posible. Era difícil llevar una silla sin que crujiera algo, pero temía dejarla por miedo a no encontrarla en la oscuridad, a su vuelta. Luego oyó a un caballo que resoplaba y a otro que hacía sonar el bocado. Estaba ya muy cerca. Se detuvo a esperar que se elevara la luna. Cuando lo hizo se acercó un poco más, esperando ver algo. Pero en lugar de ello oyó lo que parecía una discusión contenida.
—No sabemos cuántos hay —dijo una voz—. Por aquí podría haber unos quinientos indios.
—Puedo ir a buscarles —intervino otra voz. Era una voz de niña, lo que le sorprendió.
—Tú, te callas —ordenó la primera voz—. El que puedas cazar bichos no quiere decir que puedas descubrir indios.
—Pero podría encontrarles —insistió la chiquilla.
—Y si te descubrían te harían papilla —objetó la voz.
—No creo que haya quinientos —aseguró una tercera voz—. No creo que queden quinientos indios en esta parte del país.
—Bueno, aunque hubiera solo cien tendríamos las manos llenas —observó la primera voz.
—Me gustaría saber contra quién disparaban cuando llegamos —comentó el otro hombre—. Aunque utilizaban un arma antibúfalos, no creo que lo hicieran contra ellos.
Augustus decidió que no encontraría mejor oportunidad que aquella, así que carraspeó y habló en tono muy fuerte, lo más que pudo, sin gritar.
—Disparaban contra mí —dijo—. Soy el capitán McCrae, y me estoy acercando.
Dio unos pasos a un lado mientras lo decía, porque sabía que los hombres disparan por reflejo cuando están muy asustados. No había nada tan peligroso como entrar en el campamento de un grupo de hombres con los nervios a flor de piel.
—No se pongan nerviosos y me disparen, soy amigo —dijo mientras veía recortarse contra el cielo la silueta de sus caballos—. Siento acercarme así, a oscuras —añadió en voz alta, aunque no era una brillante observación. Estaba solo prevista para evitar que los desconocidos se inquietaran.
Luego vio a cuatro personas junto a los caballos. La noche era demasiado negra para distinguirles bien, pero dejó caer la silla al suelo y se acercó a estrecharles las manos.
—¿Cómo están? —preguntó, y los hombres se estrecharon las manos aunque ninguno de ellos había dicho ni una palabra. La sorpresa de su aparición les había dejado sin habla.
—Bueno, aquí me tienen. Soy Augustus McCrae y voy tras un forajido llamado Blue Duck. ¿Han visto al hombre?
—No, acabamos de llegar —contestó uno de los hombres.
—Pero yo sé quién es —dijo July—. Me llamó July Johnson. Soy el sheriff de Fort Smith, Arkansas, y este es Roscoe Brown, mi ayudante.
—¿July Johnson? —repitió Augustus.
—Sí.
—¡Esta sí que es buena! Le esperábamos en Lonesome Dove y aquí está, prácticamente en Kansas. Si aún sigue tras Jake Spoon, se le ha escapado por quinientos kilómetros.
—Tengo otro asunto más urgente —dijo July con cierta solemnidad.
A Augustus le pareció muy joven, aunque era difícil determinarlo en la oscuridad. Lo que le parecía joven era sobre todo la voz.
—Veo que se ha traído a la familia —observó Augustus—. La mayoría de los defensores de la ley no viajan con sus hijos. ¿O acaso encontró a los muchachos por el camino?
Nadie contestó. Se quedaron simplemente mirándole, como si la pregunta fuera demasiado difícil de contestar.
—¿Le han matado los indios su caballo? —preguntó July.
—No, lo maté yo. Le hice servir de fuerte. No hay mucho donde esconderse en estos llanos. Oí disparos. ¿Mataron a algún indio?
—No lo creo —confesó July—. Puede que hiriera al cazador de búfalos. Nunca contamos con encontrar indios.
—Yo he matado a seis esta tarde —dijo Augustus—. Creo que al principio eran doce, sin contar al cazador de búfalos. Me imagino que trabajan para Blue Duck. Raptó a una mujer y voy tras él. Creo que envió a los indios para que me entretuvieran.
—Espero que no haya demasiados —observó Roscoe—. Hasta ahora nunca he disparado contra ninguno.
Ciertamente, hasta entonces nunca había matado a nadie, ni pensado en semejante posibilidad. La muerte violenta no era desconocida en Fort Smith, pero tampoco era corriente. Se quedó atónito cuando los indios volvieron sus armas contra ellos y empezaron a dispararles. Y hasta que vio a July sacar su rifle, no se le ocurrió que les estaban atacando. Sacó su pistola apresuradamente y disparó varias veces. No causó ningún efecto en los indios pero enfureció a July.
—¡Estás malgastando balas! ¡Están fuera del alcance de una pistola!
Pero los indios echaron a correr, así que no importó demasiado.
—¿Cuál es su plan, señor Johnson? —preguntó Augustus con suma corrección—. Si su asunto es urgente, imagino que no querrá entretenerse un poco ayudándome a cazar a ese Blue Duck.
Era cierto. July no quería entretenerse hasta encontrar a Elmira. De haber estado solo, habría viajado veinte horas al día, descansando cuatro. Pero no estaba solo. Roscoe estaba totalmente intranquilo y se pasaba el día hablando de sus preocupaciones. Joe no se quejaba, pero el viajar duro le había agotado. Cabalgaba adormilado la mayor parte del tiempo, y cuando paraban se quedaba dormido como un tronco.
La única que no sufría el ritmo de la marcha era Janey, que generalmente caminaba. July tenía que confesar que era sumamente útil. Cuando paraban hacía cuanto había que hacer sin que se lo pidieran. Y siempre estaba levantada y dispuesta para la marcha cuando él también lo estaba, mientras que Joe y Roscoe eran tan remolones por la mañana que necesitaban media hora para ensillar los caballos.
Y ahora, como caído del cielo, había aparecido un ranger tejano, uno de los que habían sido compañeros de Jake Spoon. Se había quedado sin caballo y estaba lejos de cualquier posibilidad de ayuda, y no podían montar y abandonarle. Además había indios hostiles por los alrededores, lo que aún complicaba más la situación.
—No he planeado gran cosa, sinceramente —confesó July—. Cada vez que hago algún plan ocurre algo que lo cambia todo.
—Bueno, la vida es como un río serpenteante —comentó Augustus—. Y hablando de ríos, el Canadian está cerca de aquí, en dirección norte. Los indios probablemente están acampados cerca de él.
—¿Qué me aconseja? —preguntó July—. Usted conoce el territorio.
—Es un río de altos ribazos. Si tenemos que pelear con los indios, estaremos en una posición mucho mejor que aquí en el llano.
—¿Dice que ese hombre raptó una mujer? —preguntó July.
—Sí, una joven que viajaba con nosotros.
—Entonces será mejor que vayamos hacia el río —asintió July—. Monte usted conmigo y que Roscoe lleve su silla.
—Si este muchacho no está armado, quizá le gustaría un rifle —dijo Augustus—. Uno de los indios que maté tenía un buen «Winchester» y este chico parece lo bastante mayor para disparar.
Y entregó el rifle a Joe, que estaba tan asombrado por el regalo que apenas acertó a dar las gracias. Solo se le ocurrió preguntar, acariciando la culata:
—¿Está cargado?
—Ya lo creo que está cargado. Asegúrate de que disparas sobre un indio y no sobre cualquiera de nosotros.
Montó detrás de July y cabalgaron hacia el Norte. Joe se sentía enormemente orgulloso ahora que también iba armado. Mantenía una mano sobre la culata del rifle esperando el ataque de los indios de un momento a otro.
Pero la marcha hasta el río fue tranquila. Parecía que apenas habían cabalgado cuando de pronto descubrieron la cinta plateada del río a la luz de la luna. July paró tan bruscamente que Joe casi tropezó con su caballo. Él y McCrae contemplaban algo río abajo. Al principio Joe no acertó a ver nada, pero después se fijó en una pequeña mota de luz, río abajo, lejos.
—Deben ser ellos —observó Augustus—. Me imagino que no les preocupamos, o serían unos imprudentes con la hoguera. No lo saben, pero la ira del Señor está a punto de caer sobre ellos. Me fastidian los criminales atrevidos, sean de la raza que sean, y creo que voy a acercarme a ver si me pagan lo que me deben.
—Será mejor que vaya con usted —dijo July—. No sabe cuántos puede haber.
—Vamos a acampar. Después lo pensaremos —decidió Augustus.
Cabalgaron una milla río abajo y se detuvieron donde la boca de un cañón bajaba hasta el mismo cauce.
—Esto es lo mejor que podemos encontrar —explicó Augustus—. Lo que me gustaría es que me prestaran un caballo para esta noche. Se lo devolveré a la hora del desayuno, y tal vez más como premio.
—¿Quiere atacarlos usted solo? —preguntó July.
—Es mi deber. Dudo que haya muchos. Confío en que Blue Duck esté con ellos.
Roscoe no podía creer lo que estaba oyendo. Sentía mucho miedo y no comprendía cómo aquel forastero se preparaba para atacarles solo.
—Pero a lo mejor hay diez —dijo—. ¿Cree que podría matar a diez hombres?
—Son más fáciles de asustar por la noche —le tranquilizó Augustus—. Espero que les haré huir, pero lo que me propongo es matar al señor Duck si le veo. Me raptó mi última mujer.
—Creo que yo también debo ir —insistió July—. Podría serle de alguna ayuda. Roscoe puede quedarse aquí con los chicos.
—No, yo preferiría que se quedara, señor Johnson. Estaré más tranquilo. Tiene un ayudante sin experiencia y estos dos chiquillos en quienes pensar. Además me dijo que tenía un asunto urgente. Estas cosas son imprevisibles. Puede parar una bala y dejar su asunto sin terminar.
—Así y todo creo que debo ir —repitió July.
Se le había metido la idea en la cabeza de que Ellie podía estar en aquel campamento. Alguien podía haberla raptado con la misma facilidad que a la mujer tejana. Los traficantes de whisky no se resistirían demasiado. Por supuesto, no era probable que estuviera allí, pero cualquiera sabía qué era probable. Pensaba que por lo menos debía echar un vistazo.
En todo caso, el hombre necesitaba ayuda y no parecía un gran riesgo dejar a Roscoe con los chicos en el campamento durante unas horas. Todos necesitaban descansar.
Augustus se dio cuenta de que tal vez podía necesitar ayuda, pues ignoraba con cuántos hombres se iba a enfrentar. Pero no tenía gran opinión de la habilidad media del hombre como luchador. La mayoría de los hombres no sabían luchar e incluso la mayoría de forajidos eran meros aficionados cuando llegaba la hora de la batalla. Muy pocos disparaban bien, y entendían poco de estrategia.
El problema era que Blue Duck era evidentemente uno de los pocos que sabían pensar. Había planeado perfectamente el rapto de Lorena. También había sobrevivido veinte años o más en un territorio duro, arriesgando mucho, y podía considerársele formidable si estaba cerca.
Aunque probablemente no estaba por allí. Probablemente había vendido a la mujer y se había ido, enviando a unos kiowas para que se ocuparan del que llegara. El asunto consistiría probablemente en matar a dos o tres cazadores de búfalos, renegados, que habían sido demasiado perezosos para encontrar un trabajo honrado cuando se acabaron las manadas.
Augustus se encontraba indeciso; no sabía si estaría mejor o peor acompañado de un sheriff pueblerino de Arkansas. Lo único que sabía del sheriff era que Jake Spoon se le había escapado, y no era gran cosa. El joven no tenía experiencia de luchas en el llano ni quizás en ningún tipo de peleas. Era imposible prever si sería capaz de cuidar de sí mismo en una escaramuza. Si no era capaz, sería mejor dejarle. Pero por otra parte, ¿cómo podía saberse antes de que empezara el jaleo?
—¿Y qué ocurrirá con nosotros si les matan a los dos? —preguntó Roscoe. Era una pregunta que se le hacía inmensa.
—Retrocedan al Sudeste tan deprisa como puedan —aconsejó Augustus—. Cuando hayan llegado allá abajo del Río Rojo puede que no corran peligro. Si tuercen al Este probablemente encontrarán rebaños.
—Volveremos —dijo July—. Debo ir a ayudar al capitán McCrae, pero volveremos.
Augustus no se quedó tranquilo, pero no insistió más para que July Johnson se quedara. Dejaron que los caballos descansaran una hora, y después pusieron la silla de Augustus en el gran caballo de Roscoe. Luego se alejaron. Cuando llegaron a la cima de la loma que dominaba el río volvieron a ver la pequeña luz al Este y se dirigieron hacia ella.
—Si no es indiscreción, ¿cuál es ese asunto urgente que le aguarda? —preguntó Augustus.
July dudó sobre entre contestar o no. Roscoe y Joe le habían mirado de un modo raro cuando se fue, y la mirada le preocupaba. Era como si ambos fueran hijos suyos, como si ambos esperaran de él que cuidara de ellos. Solo Janey parecía sentirse tranquila de quedarse junto al Canadian.
—Pues se trata de mi esposa —respondió July—. Se ha marchado de casa. Tal vez también ha sido raptada.
Augustus encontró aquello curioso. Ambos iban en busca de mujeres a través de los llanos. No dijo nada más. Un hombre cuya esposa se había ido podía sentirse susceptible y amargado. Cambió inmediatamente de tema.
—¿Fue a su hermano al que mató Jake?
—Sí —respondió July—. Creo que fue accidental, pero tengo que ir en su busca. Mas primero quisiera encontrar a Elmira.
Cabalgaron en silencio once o doce kilómetros por un terreno accidentado. Augustus pensaba en el curioso hombre que era Jake Spoon, que dejaba que le robaran a una mujer y seguía jugando a las cartas, o lo que estuviera haciendo.
Cada vez que coronaban una loma y veían la pequeña llama del campamento, July trataba de calmarse, trataba de decirse que sería un milagro que Elmira estuviera allí. No obstante, conservaba la esperanza. A veces le martirizaban tanto las cosas que no sabía si podría seguir adelante sin saber dónde estaba.
Cuando tuvieron el campamento a menos de dos kilómetros, Augustus se detuvo y desmontó para escuchar. En la noche silenciosa, en campo abierto, las voces podían llegar muy lejos, y a lo mejor podía adivinar con cuántos tendrían que enfrentarse.
July descabalgó también y esperó a que Augustus le dijera cuál era su plan. Estaban a solo cien metros del río, y mientras escuchaban oyeron algo que chapoteaba en el agua más abajo de donde se encontraban.
—Podría ser un búfalo —dijo July—. Hemos estado viendo unos cuantos.
—Probablemente sea un caballo —dijo Augustus—. Un búfalo no cruzaría tan cerca del campamento.
Y miró al joven, preocupado por el nerviosismo que notaba en su voz.
—¿Ha practicado mucho este tipo de actividades, señor Johnson?
—No —confesó July—. No lo he hecho nunca. Lo peor que tenemos en Arkansas son ladrones.
—Acerquemos un poco más los caballos. Procuremos que no relinchen. Si conseguimos llegar a cien metros de su campamento estaremos en buena posición. Opino que entonces debemos cargar. Nos oirán antes de que nos vean, lo que les asustará, y estaremos encima de ellos antes de que tengan tiempo de reaccionar. Utilice su pistola y reserve el rifle. Esto va a ser un trabajo a quemarropa. Si queda alguno retrocederemos y volveremos a la carga por segunda vez.
—Debemos procurar no hacer daño a las mujeres —advirtió July.
—No lo haremos. ¿Ha matado alguna vez?
—No —contestó July—. Nunca he tenido que hacerlo.
«Ojalá te hubieras quedado», pensó Augustus, pero no dijo nada.