5

Fuera cual fuese el pensamiento que Augustus tuviera en mente cuando se iba a la cama, generalmente seguía estando allí, cuando despertaba. Dormía tan poco que el pensamiento no tenía tiempo a esfumársele de la mente. Cinco horas era lo más que dormía de tirón, y cuatro más o menos en su término medio.

—Un hombre que duerme toda la noche malgasta demasiado su vida —solía decir—. Los días están hechos para mirar y las noches para gozar.

Como el goce era lo que había estado analizando cuando llegó a casa, seguía presente en su pensamiento cuando se levantó, a eso de las cuatro de la mañana para preparar el desayuno, según él una comida demasiado importante para confiársela a un bandido mejicano. Lo esencial de su desayuno era la abundancia de unos bollos que cocía en un horno abierto, en el patio de atrás. La masa, en su cacharro, subía y se esponjaba alegremente desde hacía más de diez años, y lo primero que hacía al levantarse era ir a comprobarla. El resto del desayuno era secundario. Se trataba solo de tostar unas lonchas de bacon y de freír una sartén de huevos. En general podía confiarse el café a Bolívar.

Augustus cocía los bollos fuera, por tres razones. Una, porque la casa se calentaba sobradamente durante el día, por lo que resultaba innecesario añadir más lumbre que la necesaria para el bacon y los huevos. Dos, porque los bollos cocidos en el horno abierto sabían mejor que los hechos en el horno de la cocina, y tres, porque le gustaba estar fuera para captar la primera luz. El hombre que depende de una cocina interior pierde la salida del sol, y si él perdía la salida del sol en Lonesome Dove, tendría que aguantar la tira de calor y de polvo antes de que pudiera ver algo tan bonito.

Augustus dio forma a los bollos y salió a prender un buen fuego en el horno mientras aún era de noche; el fuego suficiente para refrescar la base de carbón de mezquite. Cuando consideraba que el horno estaba a punto, sacaba los bollitos y la Biblia al patio. Colocaba los bollos en el horno y se sentaba sobre un gran caldero negro que utilizaban en las pocas ocasiones en que fundían manteca de cerdo. El caldero era lo bastante grande como para que cupiera un pequeño mulo, si alguien hubiera tenido la idea de cocer uno, pero los últimos años había estado bocabajo, convertido en un asiento ideal.

A Oriente, el cielo estaba rojo como los carbones de una fragua, iluminando los llanos a lo largo del río. El rocío había humedecido el millón de agujas del chaparral y cuando el borde del sol emergió del horizonte, el chaparral parecía salpicado de diamantes. Una mata en el patio trasero se llenó de pequeños arcoiris cuando el sol tocó el rocío.

Era un tributo inmenso que la salida del sol embelleciera incluso las matas de chaparral, pensó Augustus al admirar el proceso, sabiendo que solo iba a durar unos minutos. El sol extendió su dorada luz rojiza sobre las matas resplandecientes, entre las que circulaban unas pocas cabras, balando. Incluso cuando el sol se alzó sobre los pequeños salientes, al Sur, una franja de luz permaneció un momento a nivel del chaparral, como si fuera independiente de su fuente. Después el sol se alzó, claro, despejado, como una gran moneda. El rocío murió rápidamente y la luz que llenaba las matas como de un polvo rojo, se dispersó dejando un aire limpio y ligeramente azulado.

La luz era entonces buena para leer, así que Augustus se dedicó unos minutos a los profetas. No era excesivamente religioso pero se tenía por buen profeta y le gustaba estudiar los estilos de sus predecesores. En su opinión, eran unos exagerados, y no se esforzaba en leerlos palabra por palabra. Se limitaba a mirar aquí y allá, mientras los bollos se iban tostando.

Mientras estaba disfrutando de una o dos líneas de Amós, los cerdos dieron la vuelta a la esquina de la casa y casi en el mismo momento Call salió por la puerta de atrás, poniéndose la camisa. Los cerdos se acercaron, colocándose exactamente frente a Augustus. El rocío había mojado su piel azul.

—Saben que tengo un corazón tierno —dijo a Call—. Esperan que les dé un trocito de Biblia. Confío en que no habréis despertado a Dish —añadió dirigiéndose a los cerdos, porque había visto y comprobado que Dish estaba allí cómodamente dormido, con la cabeza apoyada en su montura y el sombrero sobre los ojos, dejando solo el gran bigote a la vista.

El gran pesar de Call era que nunca había podido despertarse fácilmente. Sus articulaciones parecían llenas de cola y le irritaba ver a Augustus sentado sobre el caldero negro con el aspecto fresco de haber dormido toda la noche, cuando en realidad probablemente había estado jugando al póquer hasta la una o las dos. Levantarse temprano y sentirse despierto era una habilidad que nunca había podido perfeccionar. Se levantaba, lógicamente, pero nunca se sentía natural.

Augustus dejó la Biblia y se acercó a mirar la herida de Call.

—Debería ponerte algo más de grasa —observó—. Es un mordisco feo.

—Tú, ocúpate de tus bollos —le espetó Call—. ¿Qué hace Dish Boggett aquí?

—No le he preguntado sus intenciones. Si mueres de gangrena lamentarás no haberme dejado curarte la herida.

—No es una herida, es solo un mordisco. Me mordieron mucho peor las chinches en Saltillo aquella vez. Supongo que te has dedicado a leer la Biblia toda la noche.

—No. Solo la leo por las mañanas y por la noche cuando puedo acordarme de la gloria del Señor. El resto del día lo dedico a recordar en qué agujero apestoso nos hemos metido. Es difícil divertirse en un lugar como este, pero hago lo que puedo.

Se acercó a poner la mano por encima del horno. Le pareció que los bollos estaban hechos y los sacó. Se habían hinchado deliciosamente y tenían un bonito color tostado. Los entró rápidamente en la casa, y Call le siguió. Newt ya estaba en la mesa, sentado muy tieso, con el cuchillo en una mano y el tenedor en la otra, pero completamente dormido.

—Vinimos a este lugar para hacer dinero —observó Call—. En el trato no entraba para nada la diversión.

—Call, a ti ni siquiera te gusta el dinero. Has escupido en el ojo de todos los ricos que has conocido. El dinero aún te gusta menos que la diversión, si es que esto es posible.

Call suspiró y se sentó a la mesa. Bolívar estaba levantado y daba traspiés alrededor de la cocina, temblando de tal modo que se le cayó café al suelo.

—Despierta, Newt —dijo Augustus—, o vas a clavarte el tenedor en el ojo.

Call sacudió un poco al muchacho y este abrió los ojos.

—Estaba soñando —dijo Newt, como un niño.

—Pues mala suerte, hijo —observó Augustus—. La mañana por aquí es casi una pesadilla. ¡Mira lo que ha ocurrido!

Al intentar poner el café en marcha, Bolívar había derramado parte de los posos del café en la grasa donde se freían el bacon y los huevos. A él le parecía algo sin importancia, pero a Augustus le enfureció porque le gustaba conseguir un desayuno decente por lo menos una vez a la semana.

—Supongo que el café se echará a perder por saber a huevos —protestó—. Casi siempre tus huevos saben a café.

—Me tiene sin cuidado —replicó Bolívar—. Me encuentro mal.

Pea Eye había aparecido medio dormido tratando de sacarse el pito de los pantalones antes de que le estallara la vejiga. Era un problema frecuente y todas las mañanas se los abrochaba, antes de caer en la cuenta de que tenía que orinar. Entonces atravesaba corriendo la cocina tratando de desabrocharse. La carrera siempre era peligrosa, pero Pea solía llegar a tiempo a los escalones del patio trasero antes de que comenzara la inundación. Entonces se quedaba allí y regaba el patio, durante cinco minutos. Cuando Augustus podía oír por un oído cómo se freía la grasa y por el otro la meada de Pea, comprendía que una vez más había terminado la paz de la mañana.

—Si una mujer entrara un día en casa a esta hora del día, se pondría a gritar y se arrancaría los ojos —dijo Augustus.

En aquel momento entró Dish Boggett, que siempre había reaccionado al olor del bacon frito.

Fue una sorpresa para Newt, que despertó inmediatamente y trató de arreglarse el pelo. Dish Boggett era uno de sus ídolos, un auténtico vaquero que había recorrido todo el camino hasta Dodge City más de una vez. Era la gran ambición de Newt: hacer la ruta con una partida de ganado. Ver a Dish le daba ánimos porque Dish no era alguien fuera de su alcance, como el capitán Call. Newt no podía imaginar que algún día pudiera ser como el capitán, pero Dish no parecía muy diferente a él. Se sabía que Dish era un gran elemento y Newt aprovechaba cualquier oportunidad de estar cerca de él; le gustaba ver el modo que tenía Dish de hacer las cosas.

—Buenos días, Dish —le dijo.

—Ah, hola —contestó Dish, y se fue junto a Pea Eye para mear también.

A Newt le gustaba el que Dish no le tratara como a un niño. Algún día, si tenía suerte, tal vez él y Dish trabajaran juntos de vaquero. Newt no podía imaginar nada mejor.

Augustus había frito los huevos duros como piedras, para compensar los posos de café, y cuando le parecieron hechos vació la grasa en el bote de jarabe que utilizaban como depósito de grasa.

—Es falta de educación mear cerca de los que están sentados a la mesa —comentó hacia los dos que estaban en el porche—. Sois dos hombres hechos y derechos. ¿Qué pensarían de esto vuestras madres?

Dish pareció un poco avergonzado, y Pea se quedó preocupado por la pregunta. Su madre había muerto en Georgia cuando él solo contaba seis años. No había tenido tiempo para educarle mucho y no tenía la menor idea de lo que pudiera pensar de tal comportamiento. De lo que sí estaba seguro es de que no le hubiera gustado que se lo hiciera en los pantalones.

—Me corría prisa —comentó.

—Hola, capitán —saludó Dish.

Call inclinó la cabeza. Por la mañana aventajaba a Gus, dado que Gus tenía que cocinar. Mientras Gus cocinaba, podía elegir los huevos y el bacon, y un poco de comida siempre lo reavivaba y le hacía pensar en todas las cosas que debían hacerse durante el día. El equipo de Hat Creek no trabajaba más que una pequeña propiedad, con suficiente tierra arrendada para que pudieran pastar pequeños grupos de reses y caballos hasta que pudieran encontrar compradores. A Call le asombraba que una operación tan pequeña mantuviera ocupados a tres hombres hechos y derechos y a un muchacho desde el alba hasta la puesta del sol, día tras día, pero así era. El granero y los corrales estaban en tan mal estado cuando él y Gus los compraron que se precisaba una reparación constante para evitar que se desplomaran. No había nada importante que hacer en Lonesome Dove, pero eso tampoco quería decir que les sobrara tiempo para dedicarse a las pequeñas cosas que era preciso atender. Llevaban seis semanas perforando un nuevo pozo y aún no habían profundizado suficientemente.

Cuando Call se sirvió los huevos y el bacon se le ocurrieron tantas tareas que tardó en contestar al saludo de Dish.

—Ah, hola Dish —dijo por fin—. Come algo.

—Dish se propone afeitarse el bigote inmediatamente después del desayuno —explicó Augustus—. Está cansado de vivir sin mujeres.

En realidad, gracias a los dos dólares de Gus, Dish había podido convencer a Lorena. Había despertado en el porche con la cabeza despejada, pero cuando Augustus mencionó a las mujeres lo recordó todo y de pronto se sintió débil de amor. Estaba hambriento cuando se sentó a la mesa. Se le hacía la boca agua ante los huevos y el tocino, pero el recuerdo del blanco cuerpo de Lorena o de la parte que había podido ver cuando se levantó el camisón, le dejó momentáneamente deslumbrado. Siguió comiendo, pero la comida había perdido su sabor.

El cerdo azul se acercó a la puerta y los contempló, con gran regocijo de Augustus.

—Fijaos —exclamó—. Un cerdo contemplando a un grupo de cerdos humanos. —Aunque había perdido cierta ventaja junto a la sartén, estaba en perfecta forma para asegurarse su ración de bollos, media docena de los cuales ya se los había tragado mojados en miel.

—Échale las cáscaras de los huevos al cerdo —ordenó a Bolívar—. Está muerto de hambre.

—Me tiene sin cuidado —contestó Bolívar, tragando azúcar morena teñida de café, a cucharadas—. Me encuentro mal.

—Te estás repitiendo, Bol —le reprendió Augustus—. Si estás pensando en morirte hoy, espero que primero te caves la fosa.

Bolívar le miró apesadumbrado. Tanta palabrería por la mañana le producía dolor de cabeza, que se sumaba a sus temblores.

—Si cavo una fosa, será la suya —afirmó.

—¿Te vas de rastreo, Dish? —preguntó Newt, esperando llevar la conversación hacia cosas más alegres.

—Eso espero.

—Sería necesaria una sierra para cortar estos huevos —protestó Call—. He visto ladrillos más blandos.

—Verás, Bol les ha echado café por encima —dijo Augustus—. Supongo que sería café fuerte.

Call terminó sus pétreos huevos y miró a Dish. Era alto y desgarbado, y un buen jinete. Con cinco o seis más como él podrían organizar un buen rebaño y llevarlo hacia el Norte. Hacía un año o más que acariciaba esta idea. Incluso se lo había dicho a Augustus, que se limitó a reírse de él.

—Somos demasiado viejos, Call. Se nos ha olvidado todo lo que deberíamos saber.

—Puede que tú sí, pero yo no.

Al ver a Dish, Call volvió a recordar la idea. No quería terminar su vida cavando pozos y reparando graneros. Si reunían una buena manada y la trataban bien, podrían ganar lo suficiente para comprar buena tierra al norte del monte bajo.

—¿Te has comprometido para ir con alguien? —preguntó a Dish.

—No, todavía no. Pero lo he hecho antes y creo que el señor Pierce volverá a contratarme… y si no él, algún otro.

—Podríamos darte trabajo aquí mismo —ofreció Call.

La propuesta llamó la atención de Augustus.

—¿Darle trabajo aquí? —preguntó—. Dish es un gran elemento. No le interesa el trabajo de a pie, ¿verdad, Dish?

—La verdad es que no —respondió Dish mirando al capitán, más pensando en Lorena—. Pero lo he hecho alguna vez. ¿En qué pensaba?

—Bueno, para empezar, esta noche vamos a México —explicó Call—. Vamos a ver lo que encontramos. Podríamos reunir un buen rebaño, si no te importa esperar un día o dos mientras le echamos un vistazo.

—Ese mordisco de la yegua te ha vuelto loco —dijo Augustus—. Reunir un rebaño, y luego qué.

—Llevarlo —contestó Call.

—Claro, supongo que podríamos llevarlo a Pickles Gap —rezongó Augustus—. Este no es suficiente trabajo para ocupar a un hombre como Dish durante el verano.

Call se levantó y llevó sus platos al fregadero. Bolívar, cansado, dejó su taburete y se fue en busca de agua.

—Me gustaría que Deets ya hubiera vuelto —rezongó.

Deets era un negro; llevaba con Call y Augustus casi tanto tiempo como Pea Eye. Hacía tres días que le habían enviado a San Antonio para depositar dinero, una táctica que siempre empleaba Call porque pocos bandidos podrían sospechar que llevara dinero encima.

Bolívar lo echaba en falta porque uno de los trabajos de Deets era traer agua.

—Estará de vuelta mañana —dijo Call—. Deets es siempre puntual.

—Tú puedes estar seguro de Deets —observó Augustus—. Yo no. El viejo Deets es humano. Si alguna vez tropezara con una dama negra, deberías poner tu reloj en hora un par o tres de veces antes de que apareciera. Es como yo. Sabe que hay ciertas cosas más importantes que el trabajo.

Bolívar contempló el cubo de agua con irritación.

—Me gustaría llenar este cubo de agujeros.

—No creo que le dieras al cubo ni aunque estuvieras sentado encima de él. Te he visto disparar —comentó Augustus—. No eres el peor que he conocido, que sería Jack Jennell, pero eres el que más se le parece. Jack se arruinó como cazador de búfalos más deprisa que nadie. No hubiera acertado ni aunque el búfalo se lo hubiera tragado.

Bolívar salió con el cubo con expresión de que tardaría en volver.

Mientras tanto, Dish reflexionaba. Se había propuesto salir después del desayuno y regresar a Matagorda, donde le esperaba un trabajo seguro. El equipo de Hat Creek no era conocido como rastreador de ganado, pero el capitán Call no era hombre que hablara porque sí. Si tenía idea de llevar ganado, probablemente lo haría. Además, estaba Lorena, que podría verle bajo un aspecto distinto si podía pasar cierto tiempo con ella durante unos días. Naturalmente, pasar tiempo con ella sería caro, y él no tenía un céntimo, pero si corría la voz de que trabajaba para Hat Creek probablemente conseguiría algún pequeño crédito.

Una cosa de la que Dish se enorgullecía era su habilidad conduciendo un coche ligero. Y se le ocurrió que, puesto que Lorena parecía pasar parte del tiempo encerrada en el «Dry Bean», a lo mejor le gustaría un paseo junto al río en un coche elegante, si es que tal cosa podía encontrarse en Lonesome Dove. Se levantó y llevó su plato al fregadero.

—Capitán, si lo dice en serio, me encantaría quedarme un día o dos.

El capitán ya había salido al porche y miraba hacia el Norte, al camino que llevaba entre matorrales a San Antonio. El camino era recto durante bastante trecho, hasta llegar al primer barranco, y el capitán Call tenía los ojos fijos en él. No pareció haber oído las palabras de Dish, aunque solo estaba a unos pocos pasos de distancia. Dish salió al porche para ver qué era lo que distraía al capitán. En el camino, a lo lejos, podía verse a dos jinetes acercándose, pero estaban tan lejos aún que era imposible reconocerlos. A veces, el calor del camino producía una bruma temblorosa que hacía que parecieran un solo jinete. Dish forzó la vista pero sus ojos no podían detectar nada especial en los jinetes. En cambio el capitán no había movido la cabeza desde que aparecieron.

—Gus, ven aquí —llamó el capitán.

Augustus estaba ocupado rebañando su plato, un trabajo que requería varios bollos más.

—Estoy comiendo —dijo, aunque era obvio.

—Sal a ver quién viene —insistió tranquilamente el capitán.

—Si es Deets, mi reloj ya está en hora. En todo caso no creo que se haya cambiado de ropa, y si tengo que ver sus viejas y negras rodillas asomando por las viejas colchas que utiliza como pantalones, seguro que me fastidia la digestión.

—Desde luego que es Deets —insistió Call—. Pero no viene solo.

—Bueno, siempre ha deseado casarse. Imagino que por fin ha encontrado la dama negra a la que me refería.

—No ha tropezado con ninguna dama —dijo Call algo exasperado—. Lo que ha encontrado es a un viejo amigo nuestro. Si no vienes ahora mismo a mirar, tendré que arrastrarte.

Augustus casi había terminado con los bollos. Tuvo que emplear el dedo para recoger la última gota de miel, que resultaba tan dulce chupada del dedo como comida con unos buenos bollos.

—Newt, ¿sabías que la miel es el alimento más puro del mundo? —preguntó poniéndose en pie.

Newt había oído tantos comentarios sobre el tema que ya sabía, más que la mayoría de la gente, las propiedades de la miel. Se apresuró a llevar su plato al fregadero, más lleno de curiosidad que el señor Gus por saber a quien había podido encontrar Deets.

—Sí, señor, a mí también me gusta —respondió para cortar el tema de la miel.

Augustus venía a un paso del muchacho, chupándose el dedo. Miró hacia el camino para ver lo que tanto excitaba a Call. Se acercaban dos jinetes; el de la izquierda indudablemente era Deets, sobre el gran caballo blanco llamado Wishbone. El otro jinete montaba uno bayo; enseguida lo reconoció. El jinete parecía inclinarse un poco en la silla, hacia un costado, algo que solo era peculiar de un hombre conocido. Augustus se sorprendió tanto que sin darse cuenta se pasó los dedos pegajosos por el pelo.

—¡Pero si es Jake Spoon! —exclamó.

Paloma solitaria
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