64
Jake pasaba la mayor parte del tiempo en un lugar llamado el «Saloon de Bill», un local de chapa y tablas en una escarpadura del río Trinity. Era un edificio de dos plantas. Las prostitutas utilizaban la planta alta y los jugadores y vaqueros la planta baja. Desde arriba solían verse grupos de ganado camino del Norte, pequeños y grandes rebaños. De vez en cuando un mayoral venía en busca de bebida y se encontraba con Jake. Cuando descubrieron que había estado en Montana, al norte, algunos trataron de contratarle, pero Jake se reía de ellos. La semana siguiente al abandono del rebaño de Hat Creek había sido una buena semana. No sacaba ni una mala carta y cuando terminó la semana había ganado lo suficiente para vivir uno o dos meses.
—Creo que me quedaré —confesó al mayoral—. Me gusta la vista.
También le gustaba una puta de piernas largas llamada Sally Skull, o al menos así decía llamarse. Regentaba el burdel en nombre de Bill Sloan, que era el propietario del saloon. Había cuatro chicas, pero solo tres habitaciones y con la abundancia de rebaños que pasaban, los vaqueros estaban en la casa prácticamente todo el tiempo. Sally había colocado despertadores delante de cada habitación. Concedía a cada hombre veinte minutos; después los despertadores se ponían a sonar con un ruido como una campana de bomberos. Entonces Sally abría la puerta de golpe y se quedaba vigilando mientras que los vaqueros se vestían. Sally era flaca, pero alta, con pelo negro corto. Era más alta que casi todos los vaqueros, y verla allí, de pie, los desconcertaba, tanto que algunos apenas podían abrocharse los botones. En todo caso, eran todos unos adolescentes y no conocían las costumbres de los burdeles y de los despertadores.
Uno o dos de los más atrevidos protestaron, pero Sally no se dejaba impresionar ni admitía compromisos.
—Si no sois capaces de soltar el chorro en veinte minutos, necesitáis un médico, no una puta —les decía.
Sally bebía con abundancia desde que despertaba hasta que se quedaba dormida. Reservaba una de las tres habitaciones para su uso exclusivo. Era una habitación con terracita y un porche. Cuando Jake se cansaba de jugar a las cartas subía y se sentaba con los pies apoyados en la barandilla del porche y contemplaba cómo se movían las carretas arriba y abajo de las calles de Fort Worth. Una vez Sally puso los despertadores de modo que pudiera disponer de un momento para sí, con un vaso de whisky en la mano, y se quedó a hacerle compañía. Se habían caído bien desde el primer momento y le dejaba que durmiera en su cama, pero la cama y los privilegios que conllevaba le costaban diez dólares diarios, una cantidad que él se apresuró a aceptar porque llevaba una buena racha de ganancias. Una vez conseguido lo que se le daba por diez dólares, se sintió en libertad de poder discutir el arreglo.
—Bueno, ¿y si no hacemos otra cosa que dormir? ¿Seguirán siendo diez dólares?
—Sí —respondió Sally.
—Puedo comprarme una maldita cama para la noche y me saldrá más barata —observó Jake.
—Si yo estoy dentro es más que una cama. Además te sientas en la terraza todo lo que quieres, a menos que uno de mis buenos enamorados esté en la ciudad.
Resultó que Sally Skull tenía muchos enamorados y algunos de ellos apestaban tanto que Jake no comprendía cómo podía soportarlos. Pero a ella no le importaban los mulateros ni los cazadores de búfalos; en realidad, parecía que los prefería.
—Soy el único de tus clientes que se ha bañado este año —protestó Jake—. Podrías elegir a banqueros y abogados, y así las sábanas no olerían tan mal.
—Me gustan enfangados y mugrientos. Este lugar no es agradable y aquí no se lleva una vida agradable. Me acostaría con un jabalí si encontrara uno que anduviera con dos patas.
Jake había visto a jabalíes bastante más limpios que los hombres que Sally se llevaba al piso de arriba, pero algo en su comportamiento desgarrado le excitaba, y seguía con ella y le pagaba los diez dólares diarios. Los vaqueros que pasaban por allí eran malos jugadores, así que solía recuperar los diez dólares en una hora. Probó otras mujeres en otros saloons, flacas y gordas, pero con ellas acababa recordando a Lorena e inmediatamente perdía interés. Lorena era la mujer más hermosa que había conocido, y su belleza aumentaba en su recuerdo. Pensaba en ella con frecuencia y se le encogía el corazón, pero también la recordaba con rabia, porque desde su punto de vista era enteramente por su culpa por lo que la habían raptado. Fuera lo que fuera lo que le estuviera ocurriendo, era su castigo por su testarudez. Podía fácilmente estar viviendo con él en un hotel decente de Austin o de Fort Worth.
Sally Skull tenía mala dentadura y un cuerpo flaco sin la menor belleza. Sus largas piernas eran delgadas como las de un pájaro y no tenía nada que pudiera compararse con el hermoso pecho de Lorena. Si alguien le soltaba una palabrota, recibía un latigazo verbal capaz de hacer enrojecer al hombre más tosco. Si una de sus muchachas se ponía demasiado tierna con un vaquero, cosa que siempre podía ocurrir en aquella profesión, Sally se deshacía rápidamente de ella, sacándola por la puerta trasera del saloon y echándola a la calle polvorienta.
—No se os ocurra enamoraros cerca de mí —les advertía—. Y si se os ocurre enamoraros, ya podéis iros al callejón —una vez despidió a tres chicas en un mismo día por entretenerse con los muchachos. Durante la semana siguiente ella sola sirvió a los clientes.
Jake consideró que estaba loco por enredarse con Sally; era demasiado bruta para su gusto. Además de su afición a la bebida y a los hombres, tomaba toda clase de polvos que compraba a un boticario. Cuando los había tomado se quedaba echada a su lado con los ojos abiertos, sin decir palabra durante horas. A veces, al amanecer, le despertaba al sacar el corcho de la botella de whisky que guardaba al lado de la cama. Después de varios tragos para despabilarse, le quería a él aunque la noche anterior hubiera servido a veinte vaqueros. Sally se enardecía al despuntar el alba. A él no se le ocurría qué le gustaba de ella, pero tampoco podía rechazarla. Ganaba un centenar de dólares al día, o más, pero se lo gastaba casi todo en polvos o en trajes, que solía ponerse solo una o dos veces.
Cuando los hombres de Hat Creek pasaron por allí, algunos entraron y saludaron a Jake, pero él no les hizo el menor caso. Por culpa de ellos había perdido a Lorena, y no quería saber más de ellos. Pero se contaban historias sobre él y no tardaron en llegar a oídos de Sally Skull.
—¿Por qué dejaste que aquel indio se llevara a tu puta? —le preguntó sin rodeos.
—Era un bandido retorcido. Quién sabe, a lo mejor a ella le gusta. Yo nunca le gusté demasiado.
Sally Skull tenía los ojos verdes, que se le dilataban cuando tomaba ciertos polvos. Le miraba como una gata mal intencionada que se dispone a saltar sobre un lagarto. Aunque apenas había salido el sol, ya habían estado dándole al cuerpo y las sábanas mugrientas estaban empapadas de sudor.
—Nunca le he importado —confesó Jake, deseando que los hombres de Hat Creek no se hubieran ido de la lengua.
—Tampoco tú me importarías demasiado, Jake —dijo Sally—. Ojalá pudiera cambiar con ella.
—¿Qué has dicho? —gritó sorprendido.
—He estado con un negro, pero nunca con un indio. Me gustaría probar uno.
Lo del negro fue un golpe para Jake. Sabía que Sal estaba algo loca, pero nunca hubiera imaginado que lo estuviera tanto. La expresión de su rostro le asustó un poco.
—¿Y sabes otra cosa? Yo pagué al negro. Le di diez dólares por hacer de puta, pero no llegó a gastarlos.
—¿Por qué no? —preguntó Jake.
—Porque alardeó y le colgaron de un árbol —explicó Sally—. En Georgia no es bueno alardear. Algunos también querían ahorcarme a mí, pero no tuvieron arrestos para hacerlo con una mujer. Lo que sí hicieron fue echarme de la ciudad.
Aquella noche hubo problemas. Un joven capataz la insultó cuando ella le hizo apresurarse, y ella le disparó en el hombro con el arma que guardaba debajo de la almohada. La herida no fue gran cosa, pero él se quejó y el sheriff se llevó a Sally a la cárcel. Jake trató de sacarla con una fianza, pero el sheriff no quiso aceptar su dinero.
—¡Que espere sentada! —dijo.
Pero Sally no se quedó sentada esperando. Sobornó a uno de los ayudantes para que le trajera polvos. Estaba hecha un asco, pero esto era precisamente lo que la hacía irresistible a los hombres. El propio Jake no podía resistirse; de un modo u otro le arrastraba pese a su dentadura y a su olor a cebolla y todo lo demás. También sedujo a un ayudante e intentó arrebatarle el arma y huir de la cárcel, aunque si hubiera esperado, el sheriff la habría soltado a los dos días. En todo caso, mientras luchaban por apoderarse del arma, ella y el ayudante acabaron por matarse uno a otro. Murieron juntos sobre el suelo de la celda en medio de un charco de sangre y ambos medio desnudos.
El ayudante tenía nueve hijos y su muerte causó una fuerte reacción contra las putas y jugadores, hasta el punto de que Jake creyó prudente abandonar la ciudad. Registró la alcoba de Sally antes de irse y encontró seiscientos dólares en una caja de sombreros; como Sally estaba muerta y enterrada, se los quedó. Las chicas que quedaron estaban tan asustadas que alquilaron un coche y se fueron con Jake a Dallas, donde no tardaron en encontrar trabajo en otro saloon.
En Dallas, Jake ganó dinero a un soldado que le informó que había conocido a un ayudante de sheriff de Arkansas. El ayudante buscaba al sheriff, y el sheriff buscaba a un hombre que había dado muerte a su hermano. El soldado se había olvidado de todos los nombres y Jake no mencionó que él era el hombre que se andaba buscando. Pero aquella información le puso nervioso. El sheriff de Arkansas estaba evidentemente en Texas, por alguna parte, y podía aparecer en cualquier momento.
Mientras reflexionaba sobre cuál debería ser su próxima decisión, un grupo mal encarado apareció en el saloon donde estaba jugando. El grupo lo formaban tres hermanos, los hermanos Suggs. Dan Suggs era el mayor y más comunicativo. Los dos más jóvenes, Ed y Roy, eran huraños e inquietos, siempre estaban pendientes de las puertas para ver quién iba a entrar. Dan no se interesaba por las puertas ni al parecer por ninguna otra cosa más que por tener siempre el vaso lleno de whisky. Los tres eran hombres barbudos y despeinados.
—¿No había sido ranger? —preguntó Dan cuando oyó mencionar el nombre de Jake.
—Durante un tiempo.
—Iba con Call y McCrae, ¿verdad? —insistió Dan—. Nunca me encontré con Call ni con McCrae, pero he oído decir que eran muy duros.
A Jake le molestó un poco que aquellos dos hombres tuvieran tal reputación. Le parecía que él había hecho tanto como ellos, en sus días de ranger. Después de todo, él era el hombre que había dado muerte a uno de los más famosos bandidos de la frontera.
Mientras hablaban y jugaban un poco a las cartas, Roy Suggs no dejó de escupir tabaco sobre el suelo del bar. Esto molestó a Ralph, el propietario del bar. Trajo una escupidera y la colocó junto a la silla de Roy, pero Roy Suggs le dirigió una fría mirada y siguió escupiendo en el suelo.
—Roy siempre escupe donde le apetece —dijo Dan con una sonrisa aviesa.
—Spoon, ¿qué le parecería hacer de regulador? —le preguntó un poco más tarde—. Por lo que he oído contar recuerdo que sabe manejar bien un arma.
—¿Qué es un regulador? —preguntó Jake. Nunca había oído tal palabra.
—La gente de Kansas empieza a estar harta de todo este ganado de Texas que se lo pisotea todo. Quieren regular este asunto de las marchas de ganado —explicó Dan.
—Regularlo, ¿cómo?
—Con impuestos. La gente no puede llevar el ganado por cualquier sitio. Si quieren cruzar ciertos ríos por ciertos puntos, deberán pagar por el privilegio. Si no quieren pagar en dinero, tendrán que pagar con ganado.
—¿Es una ley de Kansas, o qué? —preguntó Jake.
—No lo es, pero mucha gente cree que debería serlo —afirmó Dan.
—Sobre todo, nosotros —declaró Roy escupiendo.
—Ya veo. Si Call y Gus tratan de pasar ganado por uno de los ríos que estáis regulando, entonces les paráis y les decís que tienen que pagar. ¿Es así como funciona este sistema?
—Eso mismo —respondió Dan.
—Me gustaría ver cómo le decís a Woodrow Call que tiene que pagaros dinero para que su ganado cruce un río. No soy amigo de ese hombre, no me ha tratado bien últimamente, pero a menos de que exista una ley y podáis enseñársela, no conseguiréis un dólar.
—Entonces tendrá que sufrir las consecuencias.
—Alguien tendría que cavar tu tumba: esas serían las consecuencias —observó Jake—. Si Call no te disparaba, lo haría Gus. No están acostumbrados a recibir órdenes de vuestros reguladores.
—¡Así aprenderán! —Cortó Roy Suggs.
—A lo mejor, pero no les enseñaréis vosotros. Si lo intentáis, os dejarán muertos en la silla. —Aunque estaba disgustado con Call y con Gus, le divertía que tres bandidos desastrados pensaran que podían dominarles.
A Dan Suggs tampoco le gustaba aquella conversación.
—Yo creía que tú eras un hombre con arrestos. Veo que me he equivocado.
—Me sobran arrestos —dijo Jake—. Pero no me uno a gente sin experiencia. Si creéis que podéis acercaros a Call y a McCrae y sacarles dinero con unas cuantas amenazas, sois demasiado inexpertos para mí.
Dan guardó silencio. Luego dijo:
—Bueno, hay muchos más rebaños en camino; ellos son solo uno.
—En efecto —asintió Jake—. Si estuviera en vuestro lugar trataría de regular algunos de los que no van conducidos por rangers tejanos.
Roy y Ed le miraron con hostilidad. Les disgustaba que se sugiriera que no estaban capacitados para el trabajo. Pero Dan Suggs era un hombre más frío. Después de jugar a las cartas y de compartir una botella de whisky, Dan admitió que el trabajo de regular era un plan que se le acababa de ocurrir.
—Mi impresión es que la mayoría de los vaqueros no saben luchar —expuso Dan—. Casi todos son adolescentes. Los colonos tampoco saben luchar. Muchos de ellos quizá nos pagarían para mantener a las vacas fuera de sus campos de trigo.
—A lo mejor, pero me suena a pura conjetura. Antes de abandonar esta vida fácil de aquí y dejar que me disparen, me gustaría pensar en una perspectiva mejor.
—¿Qué te parece robar Bancos, si lo de la regulación no funciona? —preguntó Dan súbitamente—. ¿Tienes algo que objetar a robar Bancos?
—Dependería del Banco —comentó Jake—. No me gustaría si hubiera mucha Policía. Creo que lo mejor es robar en pequeñas ciudades.
Hablaron durante horas. Roy Suggs siguió escupiendo tabaco al suelo. Dan Suggs señaló que parecía como si todo el dinero se encontrara en Kansas. Si llegaban hasta allí y no eran excesivamente escrupulosos respecto a lo que hacían, podrían hacerse con una buena parte del mismo.
Jake encontró desagradables a los hermanos Suggs. Todos tenían ojos fríos y malvados, y poco afecto entre ellos. Roy y Ed casi se liaron a tiros por una jugada. Se ofreció a conseguirles putas porque seguía estando en buenas relaciones con algunas de las muchachas que habían venido de Fort Worth, pero los hermanos Suggs no estaban interesados. Preferían beber y jugar a las cartas.
De no haber sido por la amenaza de que July Johnson estaba por alguna parte, cerca, hubiera dejado que los hermanos Suggs se fueran a Kansas sin él. Se encontraba a gusto donde estaba y no le apetecía cabalgar duro ni andar a tiros. Pero Dallas no estaba lejos de Fort Smith, y July Johnson podía llegar de un momento a otro. Era una idea incómoda, tan incómoda que tres días después Jake se encontró cabalgando en dirección norte con los tres hermanos Suggs y un negro alto al que llamaban Frog Lip. Jake se equipó con un rifle nuevo antes de marchar. No había prometido nada a los hermanos Suggs y tan pronto encontrara un buen saloon en Kansas, pensaba dejar que siguieran solos.
Frog Lip poseía cinco armas de diversos calibres y pasaba la mayor parte del tiempo limpiándolas. Era un buen tirador. El primer día derribó un ciervo a una distancia que Jake había considerado imposible. Frog Lip encontraba el tiro normal. Jake experimentaba la terrible sensación de que las armas del negro pronto apuntarían a otras cosas además de ciervos, pero él no se proponía estar allí para verlo.