84

Aquella tarde cruzaron el río Platte al este de Ogallala y dirigieron el rebaño hacia el Noroeste. Desde las laderas al norte del río vieron la pequeña agrupación de cabañas y casas de madera que formaban la ciudad. Los vaqueros estaban tan deslumbrados por la vista que apenas podían concentrarse en lo que tenían que hacer: llevar el ganado a un lugar bueno para dormir.

Call les advirtió que tuvieran cuidado, que se decía que había indios sueltos, pero los hombres apenas le escucharon. Incluso Dish Boggett estaba loco por marchar. Call dejó que seis hombres fueran primero: Dish, Soupy, Bert, Jasper, Needle y el irlandés. Todos ellos se cambiaron la camisa y corrieron como si les persiguieran cien comanches.

Augustus, que montaba la tienda, paró un instante para verles marchar. Los vaqueros gritaban y agitaban sus sombreros mientras galopaban.

—Mírales, Lorie. Están impacientes por llegar a la ciudad.

Lorena no se mostró interesada. Solo tenía una cosa en la mente.

—¿Cuándo irás a verla? —preguntó.

—Oh, mañana será un buen día. Iremos los dos.

—Yo me quedaré. Me asusta demasiado lo que vayas a decir.

Le temblaban las manos al pensar en la mujer, pero ayudó a Gus a montar la tienda.

—Tengo la intención de ir a Ogallala. ¿Te gustaría venir?

—¿Por qué quieres ir?

—Bueno, es una especie de ciudad. Tengo la intención de hacer algo civilizado, como comer en un restaurante. Y si no es demasiado pedir, entrar en un bar y beberme un vaso de whisky. Ven conmigo. Probablemente habrá una o dos tiendas y podré comprarte algo de ropa.

Lorena se quedó pensativa. Había ido vestida de hombre desde que Gus la salvó. No había habido ningún lugar donde comprarle otra cosa. Necesitaría un vestido si Gus la llevaba a ver a esa mujer. Pero en realidad no sabía si quería ir a verla, aunque la curiosidad que sentía por ella era enorme. Mucha curiosidad, pero también mucho miedo. Era una vida extraña, siempre en la tienda y no hablando con nadie más que con Gus, pero se había acostumbrado. La idea de la ciudad le asustaba casi tanto como la idea de la mujer.

—¿Necesitas una puta, o qué? —le preguntó Lorena cuando le vio dispuesto a ir a la ciudad.

—¿Para qué voy a querer una puta si te tengo a ti? Las mujeres tenéis mentes extrañas. Lo que preferiría hacer es sentarme en una silla y beber whisky. Tampoco me importarían una o dos partiditas.

—Quieres a la otra mujer y me tienes a mí —comentó Lorena—. Podrías querernos a las dos y además una puta. Bueno, vete a buscarla si quieres, no me importa.

Casi deseaba que lo hiciera. Reforzaría su caso contra la otra mujer.

—Ven conmigo —insistió Augustus—. Te compraré vestidos nuevos.

—Cómpramelos tú. Cómprame los que te gusten.

—Pero no sé tu talla —protestó Augustus—. ¿Por qué te asustan tanto las ciudades? No hay un alma en esta ciudad que te conozca.

Se empeñó en no ir, así que dejó de insistir y se fue solo. Se paró un momento en la carreta para asegurarse de que Po Campo le llevaría la comida. Call estaba allí; parecía inquieto. Como la mayor parte de los hombres capaces se habían ido, decidió quedarse con el rebaño y comprar las provisiones mañana, cuando alguno de ellos regresara.

El rebaño pastaba plácidamente por las laderas. Los hombres que quedaban, mayormente muchachos, tenían aspecto triste ante la idea de las oportunidades que perdían.

—Ven a dar una vuelta conmigo —dijo Augustus a Call—. Esto está tan tranquilo como una iglesia en lunes. Te invitaré a comer y luego nos sentaremos a filosofar.

—No, yo me quedo. Además, no sé nada de filosofía.

—Tu filosofía es que te preocupas demasiado. Jake se hubiera venido conmigo si no le hubiéramos ahorcado.

—Ya lo sé, pero cuando veo una ciudad me acuerdo de lo buen compañero que resultaba a la hora de cenar.

Galopó los ocho o nueve kilómetros que le separaban de Ogallala sintiéndose raro, porque de pronto había notado lo mucho que añoraba a Jake Spoon. Muchas veces, de regreso de una exploración al Brazos, habían corrido juntos a Austin y repartido la noche entre whisky, cartas y mujeres. Clara y Call se enfadaban durante una semana después de una de esas juergas. En todo caso, Clara, cedía antes que Call.

Ahora Jake se había ido y Clara estaba cerca. Le pareció que lo prudente era no ir a visitarla. Era el paso hacia Montana, y el pasado estaba pasado. Ninguna mujer le había llegado al corazón como ella. El recuerdo era tan dulce que temía estropearlo viendo cómo se había transformado Clara. Podía haberse vuelto una tirana como apuntaba de jovencita. O podía haberse transformado en una pionera agotadora, cansada, con su belleza perdida y su espíritu domado. Podía ser que la mirara y no sintiera nada, en cuyo caso perdería algo que había atesorado. Por el contrario, podía ocurrir que la mirara y volviera a sentir todo lo que había sentido en su juventud, la de ambos, en cuyo caso, no iba a ser fácil dejarla.

Pero también estaba Lorena. En las últimas semanas había resultado más tierna que cualquier otra mujer que hubiera conocido; más sensible que sus esposas, más amable que Clara. Su belleza había vuelto a florecer. Los vaqueros buscaban siempre excusas para llegar a unos veinte o treinta metros de ellos, solo por verla. Debía considerarse afortunado, lo sabía. Todos los del equipo, con la posible excepción de Call, lo consideraban afortunado. Debía permitir que el pasado conservara su esplendor y no intentar mezclarlo con lo que el presente le había dado.

Pero también sabía que no debía pasar simplemente de largo, fuera cual fuera la exaltación o la decepción. De todas las mujeres que conocía era la que más significaba para él, y era la única persona en su vida a la que había añorado.

Recordó lo que le había dicho cuando le comunicó que iba a casarse con Bob: que deseaba su amistad para sus hijas. Por lo menos iría a ofrecérsela; además sería interesante ver si las hijas eran como su madre.

Descubrió sorprendido que su visita a Ogallala no le había divertido gran cosa. Encontró la tienda de ropa justo cuando el propietario estaba cerrando y le persuadió para que abriera de nuevo. Compró una montaña de ropa para Lorena, desde enaguas a vestidos, un sombrero y también un abrigo porque estaba seguro de encontrar frío en Montana. Incluso se compró una levita negra digna de un predicador y una corbata de seda. El comerciante ya no tuvo ganas de cerrar; ofreció a Augustus manguitos, guantes, botas forradas de fieltro y otros accesorios. Al final había hecho tal compra que ni siquiera podía pensar en llevársela. Volvería mañana y lo recogería con la carreta, aunque se llevó varias cosas envueltas por si Lorie quería ponérselas para ir a casa de Clara. Le compró peines, cepillos y un espejo… Sabía que a las mujeres les gusta verse y Lorena no había tenido esa oportunidad desde Fort Worth.

El único hotel fue fácil de encontrar, pero su restaurante era una pequeña estancia llena de humo sin el menor encanto y un solo comensal, un hombre taciturno con enormes patillas. Augustus se inclinó por un bar más alegre, pero esto resultó más difícil de encontrar.

Entró en uno que tenía una hilera de cuernos de alce encima de la puerta y una clientela en la que predominaban los muleros que transportaban material para el Ejército. No había nadie del equipo de Hat Creek aunque había visto un par de sus caballos amarrados fuera. Probablemente habían ido directamente a la casa de putas vecina, pensó. Pidió una botella y un vaso, pero los alegres muleros hacían tanto ruido que no pudo disfrutar de la bebida. Un jugador de mediana edad, con un bigotito y una corbata mugrienta no tardó en descubrirle y se le acercó.

—Tiene aspecto de hombre que agradecería una partida de cartas —le dijo el jugador—. Me llamo Shaw.

—Jugar a dos no me interesa —respondió Augustus—. En todo caso, aquí hay demasiado jaleo. Cuesta emborracharse cuando hay tanto ruido.

—Este no es el único sitio donde beber whisky en esta ciudad —explicó el señor Shaw—. A lo mejor encontramos uno lo bastante silencioso para usted.

En aquel momento entró una muchacha, pintada y empolvada. Varios de los muleros la ovacionaron, pero fue directamente adonde se sentaba Augustus. Era flaca y no podía tener más de diecisiete años.

—Mira, Nellie, déjanos en paz —le advirtió el jugador—. Íbamos a empezar una partida.

Antes de que la muchacha pudiera replicar, uno de los muleros de la mesa vecina se cayó hacia atrás. Se había dormido con la silla inclinada y se cayó al suelo con gran algazara de sus compañeros. La caída no le despertó, y quedó tendido en el suelo del saloon, borracho como una cuba.

—Oh, venga, Shaw. No sois más que dos. ¿Qué clase de partida iba a ser?

—Lo mismo le dije yo —declaró Augustus.

Un empleado del bar agarró al borracho por el cuello y lo arrastró hasta la puerta.

—¿Quiere venir a la casa de al lado, señor? —preguntó Nellie.

El jugador, con gran sorpresa de Augustus, pegó de pronto a la muchacha. El golpe no era fuerte, pero la dejó avergonzada.

—Óigame —dijo Augustus. Esto no tiene excusa. La señorita hablaba con toda corrección.

—No es una señorita, es una puta y no quiero que intervenga en nuestra diversión —protestó el jugador.

Augustus se puso en pie y acercó una silla para Nellie.

—Siéntese, señorita —y volviéndose al jugador añadió—: Largo de aquí. Yo no juego con hombres que maltratan a las mujeres.

El jugador tenía una expresión de hurón. Ignoró a Augustus y miró con ira a la muchacha.

—¿Qué te he dicho? Te voy a dar una paliza que no la vas a olvidar si vuelves a molestarme. —La muchacha temblaba y parecía estar al borde de las lágrimas—. No admito que una zorra me interrumpa el juego —exclamó el jugador.

Augustus golpeó al hombre en el pecho con tanta fuerza que cayó sobre la mesa vecina entre tres o cuatro muleros. Los muleros se quedaron sorprendidos. El jugador se había quedado sin resuello hasta el punto de que agitaba los brazos en el aire con la boca abierta, temiendo morir antes de poder volver a respirar.

Augustus no volvió a prestarle atención. La muchacha tomó asiento aunque siguió mirando nerviosa hacia el jugador. Uno de los muleros, un hombretón, le empujó sin ceremonias fuera de la mesa y se quedó a gatas en el suelo, tratando aún de recobrar el aliento.

—No está herido —dijo Augustus a la muchacha para tranquilizarla—. ¿Quiere un poco de whisky?

—Sí —respondió la muchacha, y cuando el camarero trajo un vaso, se bebió de golpe el whisky que le sirvió Augustus. A pesar de todo no podía apartar los ojos del tahúr. Había logrado volver a respirar y estaba junto al bar, apretándose el pecho.

—¿Has tenido otras veces problemas con ese tipo? —preguntó Augustus.

—Es el marido de Rosie —explicó Nellie—. Rosie es la mujer para la que trabajo. Nunca están de acuerdo. Rosie me manda venir, y él me echa.

Trató de sobreponerse al miedo y de mostrarse atractiva, pero el intento era tan patético que entristeció a Augustus. Parecía una niña asustada.

—Trabajar con Rosie es desagradable. ¿Quiere pasar a la casa de al lado? Tengo que hacer algo pronto. Si Shaw se queja me atizará. Rosie es peor que Shaw.

—Lo que pienso es que deberías cambiar de amo —observó Augustus. Tan pronto como le sirvió más whisky, la muchacha se lo bebió de golpe.

—No hay más que otra Madame, y es igual de mala que esta. ¿Seguro que no quiere venir a la otra casa? Tengo que encontrar un cliente.

—Creo que será mejor que sobornes al jugador, si esta es la situación —le dijo Augustus—. Dale cinco a él y cinco a Rosie y quédate el resto para ti —y le entregó veinte dólares.

La muchacha pareció sorprenderse, pero tomó el dinero y se bebió otro whisky. Luego se acercó al bar para que el encargado la cambiara el dinero. Pronto se puso a hablar con el tahúr como si nada hubiera ocurrido. Deprimido, Gus compró una botella para llevarse y salió de la ciudad.

Era luna llena y el prado estaba en sombras. Pea Eye trataba de cantarle al ganado pero su voz no podía compararse con la del irlandés.

Augustus vio con asombro que Lorena estaba sentada fuera de la tienda. En general solía quedarse dentro. Cuando desmontó, se inclinó para acariciarla y observó que tenía la mejilla mojada. Había estado sentada llorando.

—Pero Lorie, ¿qué te pasa?

—Me da miedo —confesó sencillamente. Su voz parecía cargada de desesperanza—. Tengo miedo de que se quede contigo.

Augustus no intentó argumentar. Lo que sentía era razonable. Lo había provocado él hablando demasiado sobre la mujer a la que había amado. Desensilló y se sentó junto a ella en la hierba.

—Pensaba que te habías ido con ella. No me creí que fueras a la ciudad.

—¿No está preciosa la luna? Estos llanos parecen una tierra maravillosa a la luz de la luna llena.

Lorena no levantó la mirada. No le interesaba la luna. Solo quería estar segura sobre aquella mujer. Si Gus iba a dejarla, quería saberlo, aunque no podía imaginar una vida sin él.

—¿Te ha gustado cantar alguna vez? —le preguntó Augustus, esforzándose por hacerla hablar de otra cosa.

No le contestó.

—Creo que el canto debe de ser un gran don. Si yo pudiera cantar como el irlandés, cabalgaría cantando todo el día. Trataría de conseguir un empleo en un bar, algo así como lo que Lippy hacía.

Lorena no tenía ganas de hablar con él. Odiaba la sensación que experimentaba. Pensó que sería mejor que ocurriera algo que los matara a los dos. Por lo menos no tendría que estar sola.

Paloma solitaria
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