52

Lo que a Roscoe le asombraba de Janey era que sabía orientarse y que además le gustaba andar. Los dos primeros días le parecía un poco feo que él fuera a caballo y ella a pie, pero era una jovenzuela y él un hombre mayor y además un ayudante. Le indicó que no veía inconveniente en que montara con él; no pesaba prácticamente nada y en todo caso no viajaban deprisa para cansar al caballo.

Pero Janey no quería cabalgar.

—Yo iré andando y usted lo único que debe hacer es seguirme.

Naturalmente, no era ninguna molestia para un hombre a caballo seguir a una chiquilla que iba a pie, y Roscoe empezó a relajarse e incluso disfrutar un poco del viaje. Hacía buen tiempo. Lo único que debía hacer era trotar y pensar. En lo que más pensaba era en lo sorprendido que se quedaría July cuando aparecieran y le diera la noticia.

Janey no solo le indicaba el camino sino que era sumamente útil cuando se trataba de buscar comida. En cuanto montaba el campamento por la noche, desaparecía y a los cinco minutos volvía con un conejo, una zarigüeya o un par de ardillas. Incluso sabía coger pájaros. Una vez volvió con un ave bastante gorda, de color pardo, que Roscoe no había visto nunca.

—¿Qué pájaro es este? —preguntó.

—Un pollo de las praderas —respondió Janey—. Había dos pero uno se me escapó.

Se comieron el pollo y era tan bueno como cualquier pollo de corral que Roscoe hubiera comido. Janey partía los huesos con los dientes y chupaba la médula.

El único problema con ella, según Roscoe, era que la atormentaban las pesadillas y lloriqueaba por la noche. Roscoe le prestó una manta, pensando que tendría frío, pero no se trataba de eso. Incluso envuelta en una manta seguía lloriqueando, y por ello dormía poco. Él despertaba a veces antes de que clareara y veía a Janey sentada, revolviendo el rescoldo de la hoguera y rascándose los tobillos. Andaba descalza, naturalmente, y sus tobillos y pantorrillas estaban arañados por las matas por entre las que andaba todos los días.

—¿Nunca has tenido zapatos? —le preguntó un día.

—Nunca —contestó Janey, como si no le importara.

Las únicas veces que aceptaba subirse a caballo era cuando tenían que vadear un río importante. No le gustaba vadear en aguas profundas.

—Tengo miedo a las tortugas. Si una de ellas quisiera morderme creo que me moriría.

—Son muy lentas —la tranquilizó Roscoe—. Es fácil adelantarlas.

—Sueño con ellas. —Janey no parecía tranquilizada—. Se me echan encima y no puedo escapar corriendo.

Excepto por las tortugas mordedoras y por las pesadillas, no parecía tener miedo a nada. Al pasar, muchas veces les silbaban serpientes de cascabel enroscadas, y Janey ni siquiera les dirigía una mirada. El viejo Memphis se ponía más nervioso con las serpientes que ella, y Roscoe mucho más que él. Había oído contar que un hombre había sido mordido por una serpiente de cascabel que se había subido a un árbol. Al parecer, la serpiente se había caído de una rama encima del hombre y le había mordido en el cuello. Roscoe imaginaba lo desagradable que podía ser que una serpiente le cayera a uno en el cuello, así que tuvo buen cuidado de no pasar debajo de las ramas si era posible, y le alegró ver que los árboles se iban haciendo más escasos a medida que cabalgaban hacia el Oeste.

Tenía la impresión de que estaban en el buen camino porque cada día encontraban tres o cuatro viajeros, y a veces más. Una vez alcanzaron a toda una familia que viajaban en una carreta. Era una familia tan numerosa que parecía una aldea en marcha, sobre todo si se contaba a los animales. El viejo que conducía la carreta no parecía muy comunicativo, pero su esposa sí.

—Somos de Missouri —explicó—. Vamos hacia el Oeste y a lo mejor nos quedamos donde nos guste. Tenemos catorce hijos y pensamos montar una granja.

Ocho o nueve de los pequeños viajaban en la carreta. Contemplaban a Roscoe y a Janey silenciosos y atentos como lechuzas.

Varias veces tropezaron con soldados que iban en dirección a Fort Smith. Los soldados eran taciturnos y pasaban sin casi hablar. Roscoe preguntó por July, pero los soldados dejaron bien claro que tenían algo mejor que hacer que estar alerta por si veían a sheriffs de Arkansas.

A Janey le intimidaba la gente. Tenía muy buena vista y solía ver a otros viajeros antes que Roscoe. A veces, al ver a uno, desaparecía y se ocultaba entre la hierba y las matas hasta que había pasado.

—¿Por qué te ocultas? Los soldados no te persiguen.

—Bill podría estar con ellos.

—¿Quién es Bill?

—Bill —repitió—. El que me entregó al viejo Sam. Nunca más volveré con Bill.

Y siguió ocultándose cuando se acercaban desconocidos, y de vez en cuando Roscoe pensaba que estaba bien que lo hiciera. Había gente muy rara que seguía aquel camino. Un día se encontraron con dos hombres de aspecto sucio y de barbas grasientas que llevaban seis o siete rifles entre los dos. Roscoe pasó un mal momento porque los hombres le pararon y le pidieron tabaco. Les sentó muy mal que no llevara tabaco encima y pareció como si fueran a pelearse con él.

—Creo que estás mintiendo —dijo uno de ellos.

Era pequeño pero de mirada aviesa e inspiraba más miedo que su compañero, un hombre del tamaño de un buey que parecía desinteresarse de la conversación.

—¿Y por qué iba un hombre a viajar sin nada que fumar? —preguntó el pequeño.

—Porque nunca me ha sentado bien —explicó Roscoe—. Tuve que dejarlo.

—Si estuvieras más seco a lo mejor podríamos fumarte —comentó el pequeño de mirada aviesa.

Pero siguieron cabalgando y Roscoe no tardó en olvidarse de ellos y empezó a sentir sueño. El día era feo y de tanto en tanto se veían relámpagos al Oeste.

Al cabo de un momento empezó a notar que le faltaba algo, y supuso que sería Janey. Generalmente, reaparecía cuando los viajeros se perdían de vista. Memphis la seguía como una cabra domesticada.

Pero esta vez no estaba allí para seguirla. Roscoe miró en derredor y no vio un alma, aunque la llanura era infinita y alcanzaba a ver muchos kilómetros. Estaba solo, y nada seguro de la dirección que debía seguir. Sintió miedo. Había acabado por confiar en ella, aunque durmiera ruidosamente. Gritó una o dos veces pero no obtuvo respuesta. El hecho de poder alcanzar hasta tan lejos con la mirada le asustaba un poco. Se había criado en una tierra de árboles y no estaba acostumbrado a una tierra tan extensa y vacía. No se explicaba cómo podía haber perdido a Janey en semejante descampado. Se detuvo un momento, con la esperanza de verla aparecer, pero finalmente siguió cabalgando.

A las dos horas de camino consideró la posibilidad de que efectivamente hubiera perdido a la joven. Tal vez la había mordido alguna serpiente de las que ella no hacía caso. Quizá se estuviera muriendo en algún lugar del camino que acababa de recorrer.

Puesto que no aparecía, su obligación era volver grupas y buscarla. Debería darse prisa porque faltaba poco para la puesta del sol y amenazaba tormenta.

Volvió grupas y empezó a trotar, pero cuando aún no había dado veinte pasos, Janey salió de detrás de unas matas y saltó a la grupa de Memphis.

—Nos siguen —dijo—. He estado acechando. Creo que quieren matarte.

—Bueno, aunque lo hagan no van a encontrar tabaco.

El pequeño de los dos tenía una mala mirada y no le costó creer que quisieran matarle. Hizo dar la vuelta a su caballo y lo puso al galope, pero Janey tiró de las riendas y le advirtió:

—Están delante de nosotros. Te han adelantado mientras tú te entretenías.

Roscoe nunca se había sentido tan desvalido. No había ni un árbol a la vista y el camino de vuelta a Fort Smith era muy largo. No veía cómo aquellos hombres podían tenderle una emboscada en terreno abierto.

—¡Maldita sea! —exclamó, sintiéndose impotente—. No sé por dónde ir.

Janey señaló hacia el Norte.

—Hacia allí. Hay una hondonada.

Roscoe no podía imaginar de qué le serviría una hondonada, pero siguió su consejo y se lanzaron al galope. A Memphis le molestó que le espolearan para hacerle correr, pero enseguida galopó con ganas.

Una vez más, Janey tenía razón. Apenas habían recorrido un kilómetro cuando llegaron a una gran hondonada. Roscoe se detuvo y miró a su alrededor. No se veía a nadie, y esto le hizo sentirse estúpido. ¿Y qué harían después?

—¿Sabes disparar? —le preguntó saltando a tierra.

—Bueno, he disparado. Aunque había poca gente a quien disparar en Fort Smith. A veces July y yo disparábamos a calabazas, botellas y otras cosas. July es un magnífico tirador, yo algo menos. Espero acertar al gordo, pero tengo mis dudas respecto del pequeño.

—Dame la pistola, yo dispararé por ti.

—¿Contra qué has disparado? —preguntó Roscoe sorprendido.

—Dámela —dijo, y cuando la tuvo se apartó del caballo, escaló la hondonada y desapareció.

Cinco minutos después, antes de que pudiera extender su lona, se puso a llover. Empezaron a caer rayos y la lluvia se hizo torrencial. Roscoe quedó completamente empapado. En diez minutos había un pequeño río en medio de la hondonada, aunque estaba completamente seca cuando llegaron. Retumbaban los truenos y empezó a oscurecer.

Roscoe nunca había odiado tanto el viajar, ni siquiera cuando le persiguieron los cerdos. Estaba solo y con la posibilidad de ahogarse o de morir tiroteado antes de que terminara la noche.

Recordó lo cómodo y seguro que se estaba en la cárcel, en Fort Smith, lo agradable que era llegar ligeramente bebido y disponer de un camastro cómodo para echarse. Le hubiera gustado fervientemente no haber abandonado aquel tipo de vida.

La lluvia arreció hasta tal punto que a Roscoe le pareció imposible que pudiera llover tanto. No intentó buscar cobijo porque no veía ninguno. El estar calado resultaba incómodo, pero era una tontería quejarse porque el agua era probablemente lo que le impedía ser asesinado por el hombrecito de mirada aviesa. Roscoe siguió sentado, confiando en que el riachuelo que bajaba por la hondonada no creciera hasta llegar a ahogarle.

La tormenta resultó ser solo un chaparrón. A los diez minutos disminuyó la lluvia y al poco rato apenas caían unas gotas. Se había puesto el sol, pero hacia el Oeste había una franja de cielo azul bajo las nubes, que se iban dispersando. La banda de cielo se volvió roja con el resplandor de poniente. Por encima, a medida que se disipaban las nubes, había una banda blanca y otra azul oscuro con el lucero del atardecer en medio. Roscoe descabalgó y se quedó chorreando, consciente de que debería planear algún medio de defensa pero incapaz de pensar en ninguno. Le parecía que la tormenta podía haber desanimado a los dos hombres… y hasta es posible que a uno de ellos le hubiera caído un rayo encima.

Antes de que este pensamiento le pudiera consolar, oyó el disparo de su revólver. Uno o dos segundos más tarde volvió a oírlo un par de veces más. El sonido venía del Norte de la hondonada. Como no podía estar más mojado de lo que ya estaba y como no podía aguantar la incertidumbre de no saber lo que estaba ocurriendo, vadeó la pequeña corriente y escaló el ribazo, para encontrarse frente a los cañones de una escopeta a menos de un metro de su cara. El tipo corpulento como un toro sostenía la escopeta, que parecía pequeña en sus manazas, aunque a Roscoe los cañones que le apuntaban le parecieron grandes como si fueran auténticos cañones.

—Sube hasta aquí, viajero —le dijo el hombretón.

July le había dicho que nunca discutiera con un arma cargada, y Roscoe no tenía la intención de desobedecer sus instrucciones. Acabó de escalar el ribazo enfangado y vio que Janey estaba enzarzada en una pelea con el pequeño forajido. La tenía en el suelo y estaba a horcajadas encima de ella tratando de atarla pero Janey se debatía desesperadamente. Estaba cubierta de barro y encima de la hierba mojada y resbaladiza resultaba difícil de someter. El hombre la pegó un par de veces, pero a Roscoe le pareció que los golpes no le causaban efecto.

El hombretón de la escopeta parecía encontrar divertida la pelea. Dio unos pasos para verla más de cerca aunque continuó apuntando a Roscoe con el arma.

—¿Por qué no la matas de una vez? —preguntó al pequeño—. Ella estaba decidida a hacerlo contigo.

El pequeño no contestó. Respiraba con dificultad pero continuaba intentando atar las manos de Janey.

Roscoe tuvo que admitir que Janey era valiente. La situación parecía desesperada, pero seguía debatiéndose, retorciéndose y arañando al hombre cuando podía. Finalmente intervino el hombretón y puso su bota fangosa sobre uno de los brazos de la chiquilla, permitiendo así que el pequeño pudiera atarle las muñecas. Este volvió a pegarle por si acaso, se sentó para recobrar el aliento y dirigió a Roscoe una mirada tan aviesa como siempre.

—¿De dónde has sacado este gato rabioso? —preguntó—. Casi me ha dado un balazo y ha mordido a Hutto.

—Venimos de Arkansas —dijo Roscoe. Se sentía un imbécil por haber dado el arma a Janey. Después de todo él era el ayudante, aunque por otra parte, si le hubieran visto disparar, los hombres le habrían acribillado.

—Acabemos con ellos de una vez y llevémosnos el caballo —dijo Hutto, el grandullón—. Si lo hubiéramos hecho esta tarde nos habríamos ahorrado todo esto.

—Sí, y los malditos soldados les habrían encontrado —protestó el otro—. Ya no se puede dejar a los cuerpos tirados en el camino. Siempre aparece alguien dispuesto a saber qué ha pasado.

—Jim, estás demasiado nervioso —observó Hutto—. En todo caso, esto no es el camino y no estamos lejos del Territorio. Matémoslos de una vez y llevémosnos lo que tengan.

—¿Pero qué pueden tener? —preguntó Jim—. Trae el caballo.

Hutto trajo a Memphis y ambos se entretuvieron unos minutos rebuscando entre el rollo de mantas y las alforjas. Uno de ellos amenazaba a Roscoe con la escopeta mientras que el otro vaciaba el contenido de las bolsas sobre la hierba mojada. Se quedaron decepcionados.

—Jim, ya te dije que era una pérdida de tiempo.

—Bueno, pero por lo menos tenemos un caballo —dijo, dirigiendo una mirada atravesada a Roscoe.

—¡Quítate los pantalones! —le ordenó.

—¿Qué? —exclamó Roscoe.

—¡Quítate los pantalones! —repitió el hombre. Recogió la pistola de Roscoe que había caído al suelo y le apuntó con ella.

—¿Pero por qué? —preguntó Roscoe.

—Porque a lo mejor tus calzoncillos me van bien —dijo Jim—. No tienes mucha más cosa que ofrecer.

Roscoe se vio obligado a desnudarse del todo. Sentía quitarse las botas porque no sabía si podría volvérselas a calzar… aunque pensó que si estaba muerto poca importancia podía tener. Cuando se bajó los calzoncillos largos le entró vergüenza porque, después de todo, Janey estaba sentada mirando. Estaba mojada y cubierta de barro, y no había abierto la boca.

El hombre debía creer que llevaba dinero cosido en los calzoncillos e insistió para que se los quitara del todo. Hutto le animó con los cañones de la escopeta. Por fin se los quitó y se quedó completamente desnudo, confiando en que Janey no miraría.

Naturalmente, los hombres encontraron los treinta dólares que llevaba en su vieja cartera; representaban el sueldo de un mes y era cuanto tenía para terminar el viaje. Pero ya los habían encontrado antes de obligarle a desnudarse. Al parecer no creyeron que fuera el único dinero que llevara y empezaron a cortarle tranquilamente las costuras de la ropa con el cuchillo.

—Los treinta dólares es lo único que tengo —repitió una y otra vez.

—No serías el primer hombre que nos miente —dijo Jim, rasgando las costuras de los pantalones, para ver si había algún billete más.

Roscoe estaba horrorizado porque la ropa que le estaban destruyendo era la única que tenía. Después recordó que de todos modos iban a matarle y se sintió mejor. Le resultaba muy embarazoso estar allí desnudo.

Los hombres estaban enfrascados en encontrar dinero en las alforjas y descuidaron la vigilancia de Janey, que se deslizó silenciosamente hacia atrás entre la alta hierba. Jim estaba de espaldas a ella y Hutto daba cuerda al viejo reloj de Roscoe. Roscoe levantó casualmente la mirada y vio que Janey se iba alejando silenciosamente; le habían atado las manos pero se les había olvidado atarle los pies. De pronto echó a correr. La noche era oscura y en un segundo se metió entre las hierbas, al norte de la hondonada. No había hecho el menor ruido pero Hutto debió notar algo porque se dio la vuelta y disparó con la escopeta. Roscoe se estremeció. Hutto disparó el otro cañón. Jim se volvió y disparó tres veces con la pistola de Roscoe, que llevaba al cinto.

Roscoe miró hacia la oscuridad, pero no había ni señales de Janey. Los bandidos también miraron pero con la misma suerte.

—¿Crees que le hemos dado? —preguntó Jim.

—No. Se ha escondido entre la hierba.

—Pero podría estar herida —insistió Jim.

—Y yo podría ser el general Lee, pero no lo soy —observó Hutto de mal humor—. ¿Por qué no le ataste los pies?

—¿Y por qué no lo hiciste tú?

—Yo no estaba sentado encima de ella.

—Tú vigila a este y yo iré a buscarla. Esa va a tardar tiempo en volverse a escapar.

—No vas a poder cogerla con esta oscuridad. ¿Recuerdas cómo nos tendió la emboscada? Si hubiera sido mejor tiradora ambos ya estaríamos muertos, y aún podemos estarlo si tiene algún rifle escondido por ahí.

—A mí no me asusta —dijo Jim—. Debí haberle dado un par de culatazos.

—Debiste haberla matado. Esperabas divertirte con ella, pero mira lo mal que te ha salido. La chica se ha escapado y el ayudante solo tenía treinta dólares y ropa interior cochina.

—No puede estar lejos. Podríamos acampar y buscarla por la mañana.

—Hazlo si quieres, pero yo no; yo me marcho. Una muchacha de este tamaño no merece la pena buscarla.

En el preciso momento en que lo decía una piedra bastante grande cruzó el aire y le dio en plena boca. Se cayó sentado. La piedra le había partido los labios; la sangre le bajaba por la barbilla. Un segundo después, otra piedra le dio a Jim en las costillas. Jim sacó una pistola y disparó varias veces en la dirección de donde venían las piedras.

—Venga, deja de gastar balas —dijo Hutto. Escupió una bocanada de sangre.

Otras dos piedras llegaron volando, dirigidas a Jim. Una le dio en pleno codo, haciendo que se doblara por el dolor. La otra pasó por encima de su cabeza.

Hutto parecía encontrar todo aquello divertido. Se quedó sentado en el suelo, riendo y escupiendo gran cantidad de sangre. Jim se agachó, con la pistola preparada, vigilando las piedras.

—Esto es para ver y no creer. Aquí estamos luchando a pedradas con una chiquilla que nos está ganando. Si corre la noticia tendremos que retirarnos.

Miró a Roscoe, que estaba inmóvil. Una de las piedras le había pasado rozando. No quería moverse para no perturbar la buena puntería de Janey.

—Cuando la coja se arrepentirá de no haber seguido corriendo —dijo Jim, cargando la pistola. Un segundo después una piedra le dio en el hombro y se le disparó la pistola. Furioso, disparó a ciegas hasta que terminó el cargador.

—Bueno, ahora seguro que tendremos que matar al ayudante —comentó Hutto. Se tocó un diente medio desprendido con el dedo—. Si se le ocurriera contar esto quedaría arruinada para siempre nuestra reputación de forajidos.

—¿Entonces por qué no te levantas y me ayudas a buscarla? —dijo Jim furioso.

—Bah, creo que es mejor que sigamos aquí y que nos mate a pedradas. Nos lo merecemos por idiotas. Tú le tenías miedo al ayudante y en realidad es tan peligroso como un pollo. A lo mejor la próxima vez aceptarás disparar cuando yo quiera que dispares.

Jim abrió la pistola. Intentó volver a cargarla, vigilando al mismo tiempo las piedras y tratando de penetrar la oscuridad. Llegó otra piedra, baja, pero consiguió volverse y le dio en el muslo. A consecuencia del impacto se le cayeron tres balas.

Roscoe empezaba a sentirse más esperanzado. Recordaba todos los animales que Janey había traído al campamento; probablemente la ayudaban a practicar su puntería. Esperaba que ella empezara a tirar a la cabeza antes de que los hombres decidieran matarle.

Hutto estaba más tranquilo que Jim. Alargó el brazo, cogió la escopeta y la abrió.

—Jim, tú quédate sentado aquí para atraer sus piedras. Yo cargaré con perdigones. Si no te ha abierto la cabeza antes de que salga la luna, quizá la descubra y la mate. O por lo menos la alejaré de nosotros.

Se metió la mano en el bolsillo en busca de más balas y al hacerlo ocurrió el milagro… porque Roscoe pensó que era un milagro. Allí estaba, desnudo y mojado, a punto de ser asesinado dentro de unos minutos, a menos de que una chiquilla, armada solamente con piedras, derrotara a dos bandidos provistos de armas de fuego. Él estaba tan seguro de que iba a morir que se sentía un poco al margen de lo que iba ocurriendo, y había puesto sus escasas esperanzas en que Janey le salvara.

Nadie vio llegar a July. Hutto se disponía a meterse la mano en el bolsillo en busca de balas y Jim intentaba encontrar las que le habían caído en el barro. Roscoe vigilaba a Jim, que era el que menos le gustaba. Confiaba en ver llegar un pedrusco que le diera a Jim entre los ojos, abriéndole el cráneo. Esto no evitaría que Hutto le matara, pero sería un consuelo ver antes a Jim con la cabeza partida.

Y entonces, en ese mismo momento, Jim, Hutto y él mismo se dieron cuenta de que allí había alguien que antes no estaba. Era July Johnson, de pie, detrás de Jim, con la pistola en la mano, apuntando.

—No vas a necesitar las balas —dijo July tranquilamente.

—¡Hija de puta! —Saltó Jim—. ¿Quién te da derecho a apuntarme?

Y en el momento en que Jim levantaba la cabeza, la piedra que Roscoe había estado esperando llegó volando y le dio en mitad del cuello. Soltó el arma y se cayó de espaldas. Y allí se quedó, agarrándose el cuello y tratando desesperadamente de respirar.

Hutto tenía dos cartuchos de escopeta en la mano, pero no intentó cargar el arma.

—Había tenido mala suerte, pero nunca tanta como ahora —se dirigió a Roscoe, ignorando a July—. ¿No podrías conseguir por lo menos que la chica deje de apedrearnos?

A Roscoe le costaba creer lo que estaba viendo. Se daba cuenta de que se le había escapado algo de lo que estaba ocurriendo ante sus ojos.

—¿Vas a vestirte de una vez o piensas quedarte así? —preguntó July.

Sonaba a July y se parecía a July, así que Roscoe llegó a la conclusión de que estaba salvado. Se había sumido en el proceso de adaptarse a la muerte inmediata y le parecía que parte de él ya había pasado al otro mundo porque se sentía curiosamente ausente y embotado. Normalmente no se habría quedado de pie y desnudo en una pradera fangosa, pero en cierto modo le resultaba más fácil que tener que volver a ensamblar los fragmentos de su vida, lo que para empezar implicaba ensamblar los trozos de sus ropas.

—Me han hecho trizas los pantalones y no creo que pueda volver a calzarme las botas, mojadas como están —se quejó a July.

—Joe, trae las esposas —ordenó July.

Joe se acercó al grupo con dos pares de esposas. Le impresionó ver a Roscoe desnudo.

—Nunca había visto a tantos jóvenes —comentó Hutto—. ¿Este también sabe lanzar piedras?

—¿Quién está lanzando piedras? —preguntó July. Había estado a punto de aparecer antes de que empezaran las pedradas, pero la puntería del lanzador era tan asombrosa que había esperado unos minutos para ver cómo terminaba la cosa.

—Es Janey —contestó Roscoe, abrochándose lo que quedaba de su mejor camisa—. Hace prácticas con bichos. Así es como hemos conseguido comida.

July se apresuró a esposar a Jim, que seguía retorciéndose en la hierba. La pedrada en la garganta posiblemente le había afectado la tráquea; trataba desesperadamente de respirar, como si se ahogara.

—Podéis matarme, pero no vais a ponerme las malditas esposas —dijo Hutto cuando se le acercó July.

—Este es July Johnson; yo en tu lugar no me resistiría —observó Roscoe. Por alguna extraña razón, Hutto le caía simpático, aunque fue Hutto el más decidido a matarle.

Hutto no se resistió pero tampoco fue esposado por la sencilla razón de que sus muñecas eran demasiado gruesas. July se vio obligado a amarrarle con un cordón de la silla, un método que hubiera preferido no utilizar. Un hombre tan grande como Hutto aflojaría cualquier cuerda o pedazo de correa si se lo proponía.

Roscoe consiguió que se le aguantaran los pantalones, aunque estaban llenos de agujeros. Tal como había previsto, las botas no le entraron. Joe le ayudó, pero ni entre los dos lo consiguieron.

—Ha sido una suerte que dispararas —le dijo Joe—. Ya estábamos acampados cuando July reconoció tu pistola.

—¿De verdad? —exclamó Roscoe, que no estaba dispuesto a reconocer que había sido Janey la que había disparado.

Cuando los bandidos estuvieron esposados y amarrados, July los montó en sus propios caballos y les ató los pies a los estribos. A Hutto y a Jim les conocía por su reputación, porque habían atacado los caminos del este de Texas durante los dos últimos años, robando generalmente a los colonos, matando a veces a los que se defendían. Había contado con la posibilidad de encontrar a Roscoe, pero no a los dos bandidos. Ahora había que ocuparse de ellos antes de preguntar a Roscoe por Elmira. También había que preguntar por la lanzadora de piedras… Janey la había llamado Roscoe. ¿Por qué la tal Janey viajaba con Roscoe? Y, por cierto, ¿dónde se había metido? Las piedras habían cesado, pero no había aparecido nadie.

Ahora que el peligro había pasado, Roscoe empezó a sentir que había muchas cosas raras que precisaban una explicación. Se había olvidado de Elmira y de su marcha durante unos días, aunque su marcha era la razón de que estuviera en Texas. También tendría que explicar a July por qué viajaba con una muchacha. Pero le parecía mejor hablar del milagro de la aparición de July, aunque July no parecía dispuesto a hablar de ello.

—No esperaba volver a verte —dijo Roscoe—. Y de pronto, allí estabas, apuntando con la pistola.

—Este es el camino principal de Fort Smith a Texas —le indicó July—. Lo lógico es que te encontrara en él si te buscaba.

—Sí, pero yo no sabía que me buscabas. No sueles hacerlo.

—Peach me escribió y me dijo que ibas de camino —era la única explicación que July pensaba dar hasta que estuviera a solas con Roscoe.

—Supongo que estamos detenidos. ¿Y luego, qué? —preguntó Hutto. No le gustaba no poder participar en las conversaciones. Jim, que todavía tenía dificultades por recobrar el aliento, no mostraba deseos de hablar.

—¿Dices que hay una muchacha? —preguntó July.

—Sí, Janey.

—Llámala —dijo July.

Roscoe lo intentó pero sin éxito.

—¡Vuelve! ¡Ha llegado July! —gritó a la oscuridad—. ¡Estamos a salvo! ¡Es el sheriff para el que trabajo!

No se oyó nada procedente de la oscuridad, ni apareció Janey. Roscoe se dio cuenta de que July estaba impaciente. Esto le puso nervioso. Se acordó de que Janey había desaparecido durante dos horas aquella misma tarde. Si creía que July iba a esperar dos horas es que le conocía bien poco.

—¡Venga, ven! ¡Ya tenemos a los hombres amarrados! —le gritó, sin demasiadas esperanzas de que Janey le hiciera caso.

No se oía el menor ruido, excepto el aullido de unos coyotes a kilómetro y medio de distancia.

—La chica debe tener sangre india —comentó Hutto—. Nos tendió una emboscada perfecta, y si hubiera sido tan buena tiradora con la pistola como lo es con las piedras, estaríamos muertos.

—¿Qué le pasa? —preguntó July—. ¿Por qué no quiere aparecer?

—No lo sé —contestó Roscoe—. Supongo que no le gustará la compañía.

July lo encontró muy raro. A Roscoe nunca le había dado por las mujeres. En realidad había sido comentada con frecuencia su habilidad por librarse de varias viudas. Y sin embargo se había embarcado con una chiquilla que podía lanzar piedras con más puntería que la de muchos hombres disparando.

—No tengo intención de pasar la noche aquí. ¿Tiene caballo? —preguntó July.

—No, pero es muy rápida a pie. Me ha precedido siempre sin el menor esfuerzo. ¿Adónde vamos?

—A Fort Worth —respondió July—. El sheriff estará contento de recibir a estos dos hombres.

—¡Ya lo creo que estará contento el muy hijo de puta! —exclamó Hutto.

A Roscoe le dio pena marcharse y dejar a Janey, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. July amarró los caballos de los forajidos a una sola cuerda y ordenó a Roscoe y a Joe que se mantuvieran cerca de ellos. Estaba nublado y era casi noche cerrada, pero esto no afectaba el paso de July, que era rápido. El hecho de tener que entregar a los forajidos a la justicia le apartaba de su camino, pero no cabía hacer otra cosa.

Cuando llevaban cabalgando cerca de una hora, Roscoe tuvo el mayor susto de su vida; de pronto alguien saltó sobre su caballo, detrás de él. Por unos segundos pensó aterrorizado que Jim se había soltado y que intentaba estrangularle o apuñalarle. Memphis también se sobresaltó y dio un salto de lado, tropezando con el caballo de Joe.

Entonces oyó el jadeo de la persona y reconoció a Janey.

—Ya no aguantaba más —le dijo—. Pensaba que iría más despacio.

Joe se asustó tanto de ver aparecer una muchacha detrás de Roscoe que ni abrió la boca. Le resultaba difícil creer que la persona que había lanzado las piedras fuera una muchacha. Pero sin embargo había visto cómo las piedras golpeaban a los hombres. ¿Cómo podía una chica tirar con tanta fuerza y puntería?

July se había apropiado de la escopeta de Hutto, cargándola y atravesándola en la silla. Suponía que esto haría que los prisioneros se lo pensaran dos veces antes de armar jaleo. Su idea era llegar a Fort Worth, entregar a los hombres y salir inmediatamente en busca de Elmira.

Cabalgaron toda la noche, y cuando la llanura se puso gris les faltaban menos de ocho kilómetros para llegar a Fort Worth. Se volvió para mirar a los prisioneros y le sobresaltó ver a la muchacha a la grupa de Roscoe. Parecía muy joven. Sus piernas desnudas eran tan flacas como las de un pájaro. Roscoe estaba caído sobre el arzón, dormido, y la chiquilla sostenía las riendas. Vigilaba también a los dos prisioneros, que estaban completamente despiertos. July echó pie a tierra y comprobó los nudos de Hutto, que se estaban aflojando.

—Supongo que eres Janey —dijo a la chica. Ella asintió. July le entregó la escopeta para que se la aguantara mientras volvía a atar a Hutto.

—Por el amor de Dios, no haga esto que nos va a partir en dos —exclamó Jim. Su voz sonaba muy ronca por el golpe en el cuello; le hacía daño al hablar, pero le dolía mucho más ver a la muchacha con la escopeta en las manos.

Joe había conseguido quitarse el sueño de los ojos y se sentía dolido de que July hubiera entregado la escopeta a la muchacha. No era mucho mayor que él y además era una hembra. Pensaba que la escopeta hubiera debido ser para él.

—No das muchas oportunidades a un hombre, ¿verdad? —protestó Hutto cuando July volvió a atarle. Su aspecto era deprimente por toda la sangre que se le había secado en el rostro y en la barba, pero parecía animado.

—No.

—Si no nos ahorcan es mejor que te guardes de Jim —dijo Hutto—. Jim odia a todo el que le apunta con un arma. Además es de naturaleza vengativa.

En efecto, Jim tenía aspecto vengativo. Sus ojos brillaban de odio mientras miraba a la muchacha. Su mirada era tan incendiaria que muchos hombres se habrían acobardado, pero no así la muchacha.

Durante todo este tiempo, Roscoe siguió echado sobre el cuello de su caballo, roncando. Cuando despertó ya casi estaban a las afueras de Fort Worth, pero no se sintió seguro hasta que July entregó los dos prisioneros al sheriff.

Janey pareció como que quisiera huir tan pronto entraron en la población. La molestaba la presencia de tanta gente, pero aguantó. July buscó un establo porque iba a ser necesario que los caballos descansaran un poco. El que encontró lo regentaba una mujer que se ofreció amablemente a preparar algo de desayuno para los muchachos. El desayuno consistió en pan de maíz y tocino, que comieron sentados en enormes tinas delante de la casa de la mujer.

La mujer se echó a reír al ver las ropas de Roscoe, que estaban echas jirones. Se ofreció a remendarles la ropa por otros cincuenta centavos, pero Roscoe tuvo que desistir porque no tenía otra cosa que ponerse mientras se la remendaba.

—Esta es una población bastante grande —comentó Roscoe—. Quizá pueda comprarme algo de ropa.

—Pero no por cincuenta centavos —advirtió la mujer—. La muchacha no lleva más que ese saco; debería comprarle algo decente para ponerse, dado que se va a ir de compras.

—Quizá sí. —Lo que llevaba Janey era realmente un auténtico trapo.

A Janey le parecía que Fort Worth era estupendo. Se le había pasado el miedo y miraba interesada a su alrededor.

—¿Es su hija? —preguntó la mujer.

—No. La conocí la semana pasada —respondió Roscoe.

—Bueno, pero es la hija de alguien y se merece algo mejor que un saco para vestirse. El chico está bien vestido. ¿Cómo es que se trajo a la muchacha?

—Me la encontré en pleno campo.

La mujer tenía el rostro colorado y aún se le ponía más cuando se enfadaba, y ahora lo estaba.

—¡No sé que pensar de los hombres! —Y entró en la casa dando un portazo.

—¿Dónde la encontraste? —preguntó July.

—No me la encontré exactamente —respondió Roscoe. Estaba a la defensiva. Hiciera lo que hiciera, la gente pensaría lo peor de él. Sin duda en Forth Smith correría la voz de que en lugar de obedecer las órdenes había huido con la primera chiquilla que había encontrado.

—Se escapó y me siguió —dijo. July le miraba sin comprender nada—. Un condenado viejo la pegaba y la maltrataba, y por eso huyó —añadió Roscoe—. ¿Podemos pasar por un saloon? Tengo unas ganas enormes de tomar una cerveza.

July le llevó a un saloon y le invitó a una cerveza. Ahora que estaban solos pensó en hablar de Elmira. Incluso le resultaba penoso oír mencionar su nombre.

Por fin se decidió:

—¿Qué sabes de Ellie? Peach me pone en su carta que se marchó.

—Peach tiene razón. Y si no se fue, está escondida o se la ha llevado un oso.

—¿Viste huellas de oso?

—No —contestó Roscoe.

—Entonces no se la llevó un oso.

—Probablemente se marchó en el barco del whisky —dijo Roscoe, tratando de ocultarse detrás de su vaso de cerveza.

—No lo entiendo —murmuró July como si hablara consigo mismo.

No veía la razón. Nunca había hecho nada para molestarla. Nunca le había pegado, ni le había hablado con dureza. ¿Qué podía empujar a una mujer a huir, si todo estaba bien? Naturalmente, no podía ser que todo estuviera bien. Algo tenía que estar mal. Pero no podía imaginarse qué. Si no le gustaba, ¿por qué se había casado con él? Y tenía la impresión de que no le gustaba. Ciertamente, Peach le había insinuado varias veces que algunas personas se casaban por razones distintas del gustarse o no gustarse, pero todo el mundo sabía que Peach era una cínica.

Y ahora, en el saloon, recordó las insinuaciones de Peach. A lo mejor nunca le había gustado a Ellie. Tal vez se había casado con él por razones que no le había querido decir. Estos pensamientos le llenaban de tristeza.

—¿Hablaste con ella después de que yo me fuera?

—No —admitió Roscoe.

July tardó unos minutos en hablar. Roscoe buscó en su mente alguna excusa por no haber ido a ver a Elmira, pero lo cierto es que ni una sola vez se le ocurrió ir a visitarla. Bebió despacio su cerveza.

—¿Qué hay de Jake? —preguntó a su vez.

—Fue hacia el Sur. Viene con un traslado de ganado. Lo que quiero es encontrar a Ellie; cuando lo consiga buscaremos a Jake.

Se sacó dinero del bolsillo y pagó las cervezas.

—Quizá deberías regresar a Arkansas con los jóvenes. Yo me voy a buscar a Ellie.

—Iré contigo —afirmó Roscoe. Ahora que había encontrado a July no tenía la intención de perderle de nuevo. Lo había pasado muy mal y aún podía ser peor si trataba de regresar solo.

—A lo mejor si damos algo de dinero a la mujer se quedará con la muchacha —sugirió July—. Tú, vete a comprar ropa. Si viajas con estos pantalones serás el hazmerreír de la gente.

La mujer del establo accedió a quedarse con Janey por tres dólares al mes. July pagó dos meses, por adelantado. Cuando le dijeron que iba a quedarse en Fort Worth, Janey no dijo una palabra. La mujer le habló con animación de que comprarían ropas nuevas, pero Janey siguió sentada en su tina, silenciosa.

La mujer ofreció quedarse también con Joe y tenerle gratis a cambio de ayudarla en la cuadra. July se sentía tentado de aceptar, pero Joe parecía tan desgraciado que se enterneció y le dejó que siguiera con ellos. Entonces apareció Roscoe vestido con ropas tan tiesas que parecía imposible que pudiera andar metido en ellas.

—Bueno, a lo mejor estarán flexibles para Navidad —comentó la mujer riendo—. Parece como si anduviera metido en un par de chimeneas.

—Lo único que tenían de mi medida era negro —se excusó Roscoe.

Sentía tener que abandonar a Janey. ¿Y si el viejo Sam mejoraba, les seguía la pista hasta Fort Worth y la encontraba? Le regaló dos dólares, pero Janey movió negativamente la cabeza. Cuando se marcharon aún seguía sentada encima de la enorme tina.

Joe estaba contento de que no fuera con ellos. A su lado tenía la sensación de que no hacía las cosas demasiado bien.

Pero la alegría le duró poco. Aquella noche acamparon en la pradera, a unos treinta kilómetros al norte de Fort Worth. July consideró que podían dormir sin hacer guardias, pues había caminos transitados a ambos lados. Podían oír los pastores cantando de noche al ganado.

Por la mañana, cuando Joe abrió los ojos, vio a Janey agachada junto a la hoguera apagada. Iba todavía vestida con su saco. Ni siquiera July la había oído llegar. Cuando este despertó le entregó los seis dólares que había dado a la mujer, July los aceptó sorprendido. Joe se disgustó. No estaba bien que la muchacha apareciera sin permiso de July. Si los indios se la llevaban, él personalmente no lo lamentaría…, aunque si lo pensaba bien, él mismo podía ser una presa más fácil. La muchacha les había seguido por la noche, a través de la pradera. Era algo que él no hubiera podido hacer.

Todo aquel día la muchacha anduvo sola, sin alejarse nunca demasiado. No era como las chicas que Joe había conocido en Fort Smith, ninguna de las cuales hubiera aguantado cinco minutos. Joe no sabía qué opinar de ella, ni July, ni siquiera Roscoe, que era el que la había encontrado. Pero pronto se encontraron lejos, en plena pradera, y todos fueron conscientes de que Janey viajaría con ellos.

Paloma solitaria
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