67

A través de todo el territorio, Newt siguió esperando ver indios; era de lo único que hablaban los vaqueros. Dish aseguraba que había todo tipo de indios en el territorio y que algunos de ellos estaban lejos de haber sido eliminados. Este convencimiento turbaba a Pea Eye, que quería creer que los días de lucha contra los indios habían terminado.

—Se supone que ya no nos atacan —solía decir—. Gus asegura que el Gobierno les pagó para que dejaran de hacerlo.

—Sí, ¿quién ha oído decir que los indios hacen lo que se supone que deben hacer? —comentó Lippy—. Quizás algunos de ellos creen que no se les ha pagado bastante.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Jasper—. ¿Has visto un indio alguna vez?

—He visto muchos —le informó Lippy—. ¿Quién te crees que me hizo el agujero en el vientre? Fue un indio apache el que me lo hizo.

—¿Apache? —exclamó Dish—. ¿Dónde te encontraste con un apache?

—Al oeste de Santa Fe —contestó Lippy—. Comercié por aquella región, ¿sabes? Allí fue donde aprendí a tocar el piano.

—No me sorprendería que se te olvidara antes de que lleguemos a un lugar donde tengan uno —observó Pea Eye.

Pea Eye se encontraba cada vez más deprimido ante la perspectiva de los llanos infinitos. Normalmente, en sus días de viajero, había cabalgado por un tipo de terreno unas veces y luego había llegado a otro. Y así había sido al principio de la marcha: primero hubo matorrales, después colinas calcáreas, luego otras matas distintas, y al fin los llanos. Pero a continuación solo hubo más y más llanos, y ningún final de ellos en perspectiva. Una o dos veces preguntó a Deets cuándo podían contar con que se terminaran, porque Deets era el experto en distancias, pero esta vez Deets tuvo que confesar que lo ignoraba. No sabía cuánto tiempo durarían.

—Un millar, supongo —dijo.

—¿Mil kilómetros? —repitió Pea—. Estaremos todos viejos y barbudos antes de que lleguemos tan lejos.

Jasper le explicó que a una media de quince kilómetros por día les llevaría solo unos dos meses en cubrir mil kilómetros. Calculándolo en términos de meses resultaba más reconfortante que en términos de kilómetros, así que Pea lo calculó en meses durante cierto tiempo.

—¿Cuándo habremos pasado un mes? —preguntó de pronto una noche a Po Campo. Po era otra fuente de información de toda confianza.

—No os preocupéis por los meses —aconsejó Po Campo— y los meses no os molestarán. Me preocupa más la sequía.

—Cielos, aún no hay nada seco —dijo Pea Eye—. Ha llovido mucho.

—Ya lo sé —dijo Po—. Pero podemos llegar a un lugar donde se le olvide llover.

Desde mucho tiempo atrás se había sabido ganar el afecto de los cerdos de Gus. El macho le seguía por todas partes. Se había hecho alto y flaco. A Augustus le molestaba que los cerdos demostraran tan poca fidelidad; cuando llegó al campamento y vio al macho durmiendo junto al puesto de trabajo de Po Campo, estuvo a punto de soltar unos duros comentarios. El hecho de que muchos de los hombres hubieran llegado a considerar a Po Campo como un oráculo, también irritaba a Augustus.

—Po, eres demasiado bajo para ver lejos, pero he oído que dices la buenaventura —le comentó una mañana cuando llegó en busca del desayuno.

—Puedo decir algunas, pero no creo poder decirle la suya.

—No quiero que nadie me la diga —interrumpió Jasper—. Podría enterarme de que voy a morir ahogado en el río Republican.

—Me gustaría oír la mía —dijo Augustus—. Una vieja negra de Nueva Orleans me la dijo varias veces, y siempre te dicen lo mismo.

—Probablemente dicen que nunca serás rico y que nunca serás pobre —observó Po batiendo los huevos revueltos.

—En efecto, y es un aburrimiento. Además puedo mirarme el bolsillo y llegar a la misma conclusión. No soy exactamente rico ni pobre.

—¿Qué más le gustaría saber sobre su suerte? —preguntó Po Campo con toda corrección.

—¿Cuántas veces más tendré la oportunidad de casarme? Esto es lo único interesante, ¿no crees? En qué río me ahogaré me tiene sin cuidado. Esto solo interesa a Jasper. Me gustaría saber mis perspectivas matrimoniales.

—Escupa contra la carreta —ordenó Po.

Augustus se acercó a la carreta y escupió contra la madera. El día anterior Po Campo había cogido seis polluelos de gallina salvaje y ahora estaban correteando en el suelo de la carreta, piando. Po se acercó y miró un instante la expectoración de Augustus.

—No más esposas para usted —declaró tajante y regresó a los huevos revueltos.

—¡Qué decepción! —exclamó Augustus—. Hasta ahora solo he tenido dos esposas y ninguna de ellas vivió mucho tiempo. Pensé que me correspondía una más.

—En realidad no quiere otra esposa. Usted es como yo, un hombre libre. El cielo es su esposa.

—Bueno, entonces tengo una esposa seca —concluyó mirando al cielo sin nubes.

El cerdo se levantó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras a un lado de la carreta. Quería ver a los polluelos.

—Yo te habría hecho jamón de haber sabido que ibas a resultarme tan voluble —le advirtió Augustus.

—¿Puedes adivinar cosas de alguien con solo mirar su escupitajo? —preguntó Pea Eye. Había oído hablar de adivinos, pero pensó que lo hacían con cartas.

—Sí —respondió Po Campo, pero no dio más explicaciones.

Justo cuando se disponían a cruzar a Kansas aparecieron unos indios. Había solamente cinco y llegaron tan silenciosamente que nadie se dio cuenta al principio. Newt estaba en la cola. Cuando se posó el polvo vio al capitán hablando con un pequeño grupo de gente montada. Al principio supuso que se trataría de vaqueros de otro rebaño. No pensó que pudieran ser indios hasta que el capitán se acercó con ellos.

—Cogedlo —dijo el capitán señalando un buey con una pezuña partida que andaba cojeando en la cola.

Para cuando se dio cuenta de que eran realmente indios, ya habían separado el buey y se lo llevaban mientras el capitán les contemplaba sentado. Newt tenía casi miedo de mirarles, pero cuando lo hizo le sorprendió lo flacos y pobres que parecían. El viejo jefe no era más que huesos y piel. Al pasar junto a Newt este se dio cuenta de que uno de sus ojos era completamente blanco lechoso. Los otros indios eran jóvenes. Sus caballos estaban tan flacos como ellos. No tenían sillas, solo mantas, y solamente uno iba armado, con una vieja carabina. Los indios separaron al buey del rebaño con la misma habilidad que un vaquero y pronto lo tuvieron andando a través de la vacía llanura. El viejo levantó la mano en dirección al capitán, al marcharse, y el capitán le devolvió el gesto.

Aquella noche se comentó mucho el acontecimiento.

—Bueno, no daban mucho miedo —comentó Jimmy Rainey—. Creo que podíamos haberlos eliminado con facilidad.

Po Campo rio entre dientes.

—No vinieron aquí para pelear —dijo—. Tienen hambre. Cuando van a luchar tienen otro aspecto.

—En efecto —asintió Lippy—. No tardan ni un segundo en hacerte un agujero en el vientre. A mí me ocurrió.

Call había adquirido la costumbre de cabalgar todas las noches con Augustus cuando este le llevaba la cena a Lorena. Augustus solía acampar a un kilómetro del rebaño, así que disponían de unos minutos para hablar. Augustus no había visto a los indios, pero se había enterado de que les habían regalado un buey.

—Veo que con los años te ablandas —comentó—. Ahora alimentas a los indios.

—Eran wichitas —contestó Call— y tenían hambre. De todos modos ese buey no hubiera aguantado. Además, conocía al viejo. ¿Recuerdas a Bacon Rind? O por lo menos así le llamábamos.

—Sí, nunca fue un luchador. Me sorprende que aún esté vivo.

—Una vez nos dio búfalo para comer. Era justo que le diéramos un buey.

Estaban a unos cincuenta metros de la tienda, así que Call tiró de las riendas. No podía ver a la muchacha, pero tuvo cuidado de no acercarse demasiado. Augustus le había dicho que estaba aterrorizada.

—Fíjate qué azul está hacia poniente —observó Augustus—. He oído decir que lo llaman los Montes Azules. Me figuro que será eso.

La pradera se ondulaba y había elevaciones hacia el Norte hasta donde alcanzaban a ver. Aunque el cielo seguía estando amarillo por el resplandor del ocaso, los montes, delante, tenían un colorido azul eléctrico, como si la luz de un rayo se hubiera condensado en sus cimas.

Al amanecer, los Montes Azules brillaban hacia el Norte. Augustus solía salir temprano de la tienda para poder contemplar la salida del sol. Lorena había dejado de tener pesadillas y dormía profundamente, tan profundamente que era difícil despertarla por las mañanas. Augustus no le daba prisa. Había recobrado el apetito y engordado un poco, y últimamente tenía el sueño más reposado. La hierba estaba mojada de rocío, así que se quedó sentado sobre su manta contemplando cómo Dish Boggett dirigía el ganado hacia un punto cercano a la distancia azul. Dish siempre pasaba tan cerca de la tienda como podía, o se atrevía, esperando tener una visión fugaz de Lorena, pero era una esperanza pocas veces recompensada.

Cuando Lorena despertó y salió de la tienda, el rebaño casi no se veía, aunque Lippy y la carreta no estaban muy lejos. Po Campo y los dos cerdos caminaban a unos cien metros por delante de la carreta, fijándose en todas las cosas.

Augustus dejó sitio a Lorena en la manta y ella se sentó sin decir palabra, contemplando al hombrecillo que andaba con los cerdos. Al subir el sol disminuyó el azul en el Norte y pudo verse que los montes eran unas colinas bajas y de color pardo.

—Debe de ser la ondulación de la hierba lo que les da ese color azul, o quizás el aire —dijo Augustus.

Lorena permaneció callada. Tenía tanto sueño que apenas podía mantenerse sentada. Se apoyó en Gus y cerró los ojos. Él la rodeó con sus brazos. Sus brazos estaban calientes y el sol que le daba de lleno en la cara también era caliente. Últimamente tenía tanto sueño que le parecía que nunca estaba del todo despierta, pero no importaba mientras Gus estuviera allí para hablarle y dormir junto a ella. Si él estaba allí, podía abandonarse y dejarse vencer por el sueño. A él no le importaba. Solía descansar entre sus brazos mientras él la sostenía, hablando casi solo, porque ella solo le oía a medias. Solo cuando pensaba en que llegarían a una ciudad se mostraba preocupada. Se refugiaba en el sueño todo lo que podía para no tener que pensar en ciudades.

Augustus le acarició el cabello mientras estaba recostada en él. Pensaba en lo curiosa que era la vida, en que él y Lorena estuvieran sentados sobre una manta de caballo en el extremo sur de Kansas contemplando cómo el rebaño de Call desaparecía hacia el Norte.

Un disparo absurdo durante una partida de cartas en Arkansas había provocado todas aquellas cosas, cosas de fin imprevisible. Aquel disparo había acabado matando no solo a un dentista. Sean O’Brien, Bill Spettle y las tres personas que viajaban con July Johnson ya habían perdido la vida, y Montana aún quedaba muy lejos.

—Hubiera debido aceptar que le ahorcaran —dijo Augustus en voz alta.

En realidad no podía culparse a Jake de ninguna de las muertes aunque sí de las penalidades de Lorena, que en opinión de Augustus merecían la horca.

—¿Quién? —preguntó Lorena. Tenía los ojos abiertos, pero aún reclinaba la cabeza en el pecho de Augustus.

—Jake —contestó—. Mira todo lo malo que ha ocurrido desde que apareció.

—Quiso llevarme a la ciudad, pero yo no quería ir. No quería más ciudades. Y sigo sin querer más ciudades —repitió algo más tarde, empezando a temblar ante la idea de todos los hombres que habría en ellas.

Augustus la estrechó con fuerza y no intentó discutir con ella. Pronto dejó de temblar. Dos enormes halcones vigilaban la pradera, a poca distancia.

—Mira estos pájaros —dijo Augustus—. Yo daría un montón de dinero si pudiera volar como ellos.

Lorena tenía una extraña idea en la cabeza. Gus la tenía entre sus brazos, como había hecho cada día y cada noche desde que la salvó. Pero no se había acercado a ella, ni siquiera había mencionado nada. Ella pensaba que la dejaba que se repusiera por simple bondad. No quería que él se le acercara, nunca más volvería a querer a ningún hombre. Pero la inquietaba. Sabía lo que los hombres esperaban de ella. No solo una compañera de cama. Si Gus había dejado de desearla, ¿qué significaba? ¿La llevaría a alguna ciudad un buen día y le diría adiós?

—Caramba, Lorie, hueles fresca como el rocío —comentó oliéndole el cabello—. Es un milagro que puedas conservarte tan limpia en sitios perdidos como este.

Le había caído un botón de la camisa y podía verse un mechón de pelo blanco de su pecho. Ella quería decirle algo, pero le daba miedo. Trató de empujar aquellos pelos blancos del pecho bajo la camisa. Augustus se echó a reír al ver lo cuidadosamente que lo hacía.

—Ya sé que estoy hecho un desastre —observó—. Es culpa de Call. No me ha dejado traerme al sastre en este viaje.

Lorena permaneció en silencio, pero el miedo que sentía en su interior iba en aumento. Gus se había vuelto demasiado importante para ella. La turbaba pensar que algún día podría dejarla. Quería estar segura de él, pero no sabía cómo hacerlo. Después de todo, él le había confesado que había otra mujer en Ogallala. El súbito miedo la hizo temblar otra vez.

—¿Qué te pasa? —le preguntó—. Tenemos una mañana maravillosa y tú estás sentada aquí, temblando.

Lorena tuvo miedo a hablar y se echó a llorar.

—Lorie, somos un par de personas sinceras. ¿Por qué no me cuentas lo que te preocupa tanto?

Le pareció tan afectuoso que se tranquilizó algo.

—Si quieres puedes echar un polvo —dijo—. No te cobraré nada.

Augustus sonrió.

—Eres muy generosa. ¿Pero por qué una belleza como tú va a rebajar el precio? Deberías aumentarlo, porque estás más hermosa que nunca. Nunca me ha parecido mal pagar tributo a la belleza.

—Si quieres, puedes hacerlo —repitió temblando.

—¿Y si quisiera cinco o seis? —preguntó, frotándole el cuello con su mano cálida. Esto la alivió. Seguía siendo el mismo. Podía verlo en sus ojos—. Lo cierto es que quieres librarte de estas cosas por un tiempo. Es natural. Tómate el tiempo que quieras.

—No importará el tiempo —murmuró y empezó a llorar de nuevo. Gus la abrazó.

—Me alegra que no levantáramos el campamento. Hay una nube fea hacia el Norte. No tardaremos en quedar empapados. Seguro que los vaqueros ya están flotando.

Se alegró de que fuera a llover y de que se quedaran un poco más. No le gustaba estar demasiado cerca de los vaqueros. Era más reconfortante quedarse con Gus. Cuando él estaba le resultaba más fácil no pensar en las cosas que habían ocurrido.

Por alguna razón, Gus seguía vigilando la nube, que a ella no le parecía fuera de lo corriente o distinta de otras. Pero él la miraba fijamente.

—Es una nube extrañísima —concluyó.

—No importa que llueva. Tenemos la tienda.

—Lo más curioso es que puedo oírla. Hasta ahora nunca había oído que una nube hiciera semejante ruido.

Lorena escuchó. Le parecía oír algo, pero lejano y apagado.

—Quizá se levante viento —comentó.

Augustus seguía escuchando.

—No se parece a ningún ruido de viento que yo conozca —dijo poniéndose en pie. Los caballos también miraban hacia la nube. Parecían estar nerviosos. El ruido que hacía aquella nube oscura se había vuelto más fuerte, pero seguía aún lejano e indefinido.

De pronto Augustus se dio cuenta de lo que era.

—¡Dios mío, son langostas, Lorie! He oído decir que llegan como nubes sobre la pradera, aquí está la prueba. Es una nube de langostas.

Los caballos pastaban sujetos por sus largas cuerdas de guía. No había árboles para amarrar las cuerdas y tuvo que mover una gran piedra que sujetaba las cuerdas. Solía ser suficiente porque los caballos eran tranquilos. Pero ahora movían los ojos despavoridos y tiraban de la cuerda. Augustus las agarró… Tendría que sujetarlos él.

Lorena observaba la nube, que venía hacia ellos más deprisa que una nube de lluvia. Oía claramente el zumbido de millones de insectos. La nube cubrió el llano delante de ellos desde el suelo hasta arriba en el aire. Hizo desaparecer la tierra como si le hubieran puesto una cubierta.

—Entra en la tienda —ordenó Augustus. Mantenía sujetos a los aterrorizados caballos—. Entra y amontona lo que tengas a lo largo de los bordes para mantenerlas fuera.

Lorena corrió hacia dentro y antes de que Augustus pudiera seguirla, las langostas cubrían cada pulgada de lona. Augustus tenía medio centenar sobre el sombrero, aunque trató de quitarlas antes de entrar en la tienda, y más sobre sus ropas. Entró de espaldas, agarrando las cuerdas que sujetaban a los caballos.

—Baja los faldones —dijo, y Lorena así lo hizo. Pronto no había más que la abertura por donde pasaban las dos cuerdas. La tienda resultaba sombría y oscura a medida que las langostas iban cubriendo la lona… Unos insectos encima de otros. El ruido que hacían al extenderse sobre la hierba de la pradera era tan fuerte que Lorena tuvo que apretar los dientes. A medida que aumentaba la oscuridad en la tienda empezó a temblar y a llorar… Más problemas y más miedo en esta vida.

—No es nada, cariño, son solo bichos —la tranquilizó Augustus—. Agárrate a mí y no nos pasará nada. No creo que los bichos se coman la lona con tanta hierba como tienen.

Lorena le echó los brazos al cuello y cerró los ojos. Augustus echó un vistazo y vio que cada pulgada de cuerda estaba cubierta de langostas.

—Bueno, el viejo cocinero de Call, que le gusta freír bichos, estará contento. Esta noche podrá freír una carretada si quiere.

Cuando la nube de langostas cayó sobre el equipo de Hat Creek, estaban en pleno llano y no podían hacer otra cosa que verlas llegar con sorpresa y terror. Lippy seguía sentado en el pescante, con la boca abierta.

—¿Son langostas? —preguntó.

—Sí y cierra la boca si no quieres que te ahoguen —le dijo Po. Rápidamente subió a la carreta se enroscó en su sarape y se bajó el sombrero.

Los vaqueros, que vieron la nube mientras cabalgaban, estaban aterrorizados. Dish Boggett llegó corriendo hasta el capitán, que estaba sentado con Deets, observando la nube que se acercaba.

—Capitán, ¿qué vamos a hacer? —preguntó—. Hay millones de ellas. ¿Qué podemos hacer?

—Sobrevivir —respondió Call—. Es lo único que podemos hacer.

—Es la plaga —comentó Deets—. ¿No lo dice la Biblia?

—Sí, pero eran cigarras —respondió Call.

Deets miraba asombrado mientras los insectos volaban hacia ellos, una tormenta de bichos que llenaban el cielo y cubrían la tierra. Aunque estaba un poco asustado, lo que más le afectaba era el misterio de todo aquello. ¿De dónde venían? ¿Adónde irían? El sol se reflejaba de un modo extraño en los millones de insectos.

—Quizá las han enviado los indios —murmuró.

—Lo más probable es que se hayan comido a los indios. A los indios y a todo lo demás.

El primer susto de Newt cuando la nube les cayó encima fue creer que iba a ahogarse. En un segundo las langostas cubrieron sus manos, su cara, sus ropas y su silla. Había un centenar que colgaba de las crines de Mouse. Newt temía respirar por temor a que se le metieran en la boca y la nariz. El aire estaba tan lleno de ellas que no podía ver el ganado y apenas veía el suelo. A cada paso Mouse aplastaba montones. El ruido que hacían era tan fuerte que le pareció que si gritaba nadie le oiría, aunque Pea Eye y Ben Rainey estaban a pocos metros. Newt se cubrió la cabeza con el brazo doblado para protegerse. Mouse echó a correr de repente, lo que significaba que el ganado también corría, pero Newt no levantó la vista. Temía mirar por si las langostas le arañaban los ojos. Mientras él y Mouse corrían, notaba el chocar de los insectos contra él. Fue un alivio descubrir que podía respirar.

De pronto Mouse empezó a retorcerse y retroceder, tratando de desprenderse de las langostas, y al mismo tiempo desprendiéndose casi de Newt. Newt se agarró con fuerza al arzón de la silla, temeroso de que si se caía las langostas lo aplastaran. Al sentir cómo temblaba el suelo se dio cuenta de que el ganado corría. Mouse dejó de agitarse y se lanzó al galope. Cuando Newt se arriesgó a mirar, lo único que vio fueron insectos suspendidos en el aire. Mientras corría se le iban colgando de la camisa. Cuando trató de cambiar las riendas de mano, la cerró sobre varias langostas y casi las dejó caer. Le hubiera reconfortado ver por lo menos a un vaquero, pero no pudo ver a ninguno. En este aspecto correr dentro de una nube de bichos no era muy diferente de correr bajo la lluvia: estaba solo y se sentía desgraciado sin saber cuál iba a ser su destino.

Como en las tormentas, su angustia aumentó al máximo y luego fue gradualmente remplazada por cansancio y resignación. El cielo se había transformado en langostas, así de sencillo. El otro día había sido granizo, ahora langostas. Lo único que podía hacer era tratar de soportarlo…, no se puede disparar a las langostas. El ganado disminuyó por fin la marcha. Newt siguió adelante, sacudiendo de vez en cuando las langostas agarradas a su camisa cuando notaba que había dos o tres capas de ellas. No tenía idea de lo que podía durar una tormenta de langostas.

En este caso duró horas. Lo único que Newt deseaba era que no durara toda la noche. Si tenía que cabalgar a través de las langostas durante el día, y después durante la noche, abandonaría. Aunque era solo mediodía, estaba relativamente oscuro por la nube que formaban.

Por fin la tormenta de langostas terminó, al igual como ocurre con todas las tormentas. La atmósfera se aclaró… Aún había millares de bichos revoloteando, pero millares eran mejor que millones. El suelo seguía cubierto de ellas y Mouse aún las aplastaba cuando andaba, pero por lo menos Newt podía ver un poco a distancia, aunque lo que veía era triste. Se encontraba totalmente solo con cincuenta o sesenta reses. No tenía idea de dónde podía estar el resto del rebaño, ni dónde podía estar cualquier cosa. Docenas de langostas seguían agarradas a su camisa y a las crines de Mouse, y las oía moverse en la hierba comiéndose aún lo poco que quedaba. La mayor parte había sido devorada hasta la raíz.

Aflojó las riendas a Mouse, confiando en que tendría alguna noción sobre dónde se encontraba la carreta, pero Mouse parecía estar tan perdido como él. Las reses caminaban atontadas, agotadas por la carrera. Algunas intentaron parar y pastar, pero no quedaba nada que pastar excepto langostas.

A tres kilómetros hacia el Norte había un altozano y Newt cabalgó hasta allí. Vio con alivio que varios jinetes se acercaban y agitó el sombrero para asegurarse de que le veían. Las langostas habían mordisqueado sus ropas, y se sintió afortunado por no estar desnudo.

Retrocedió para reunir el ganado y cuando volvió a mirar a los muchachos, le parecieron raros. No llevaban sombrero. Un segundo más tarde comprendió por qué: todos ellos eran indios. Newt se asustó tanto que se sintió desfallecer. Odiaba la vida en los llanos. Unos momentos eran preciosos, luego llegaban las langostas y ahora los indios. Lo peor de todo es que estaba solo. Siempre ocurría así y se quedó convencido de que era culpa de Mouse. Cuando había una desbandada nunca podía estar con el resto de los muchachos. Tenía que quedarse solo. Esta vez las consecuencias eran graves, porque los cinco indios estaban a tan solo cincuenta metros de distancia. Pensó que debería sacar la pistola, pero sabía que no disparaba lo bastante bien para matar a los cinco… En todo caso, el capitán no había disparado cuando el viejo jefe del ojo lechoso había pedido un buey.

Tal vez fueran amigos.

Y en efecto, así resultó, aunque olían bastante mal y se mostraban demasiado familiares en opinión de Newt. Olían como la grasa que Bolívar solía ponerse en el pelo. Algunos le rodearon y le hablaron con palabras que no pudo entender. Todos iban armados con viejos rifles. Los rifles parecían en mal estado, pero servirían para matarle si hubieran decidido hacerlo. Newt estaba seguro de que querrían las reses, porque eran tan flacos como el otro grupo de indios.

Empezó a calcular mentalmente cuántas podría dejar que se llevaran sin perder el honor. Si las querían todas tendría que luchar y dejarse matar naturalmente, porque nunca podría presentarse ante el capitán si era responsable de la pérdida de cincuenta cabezas. Pero si conseguía librarse de ellos con dos o tres, la cosa sería distinta.

Efectivamente, un indio bajito empezó a señalar el ganado. Hablaba mucho y Newt imaginó que le estaba diciendo que las quería todas.

—No sabe —consiguió decir imaginando que quizás alguno de los indios hablaba mejicano.

Pero el indio bajito siguió hablando y señalando al Oeste. Newt no entendía nada. Entretanto, los otros le rodearon, no con malos modos pero sí con demasiada familiaridad, tocando su sombrero, la cuerda y el látigo, e impidiendo que pensara con claridad. Uno incluso le sacó la pistola de la funda y a Newt casi se le paró el corazón. Creyó que le iban a matar con su propia pistola y se sintió imbécil por permitir que se la quitaran con tanta facilidad. Pero los indios se la pasaron unos a otros haciendo comentarios y luego se la metieron en la pistolera. Newt les sonrió, aliviado. Si le devolvían el arma era que no pensaban hacerle daño.

Pero sacudió la cabeza cuando volvieron a señalar los animales. Creyó que querían llevarse el ganado y marcharse al Oeste. Cuando sacudió la cabeza provocó grandes risotadas. Parecía como si los indios pensaran que todo lo que hacía era de lo más cómico. Parloteaban y señalaban al Oeste, riendo, y entonces con gran preocupación por su parte empezaron a gritar al ganado y lo pusieron en marcha hacia el Oeste. Parecía que se proponían llevárselo. Newt estaba totalmente confuso. Sabía que había llegado al punto en que debía sacar la pistola e impedirlo, pero no acababa de decidirse a hacerlo. El hecho de que los indios se rieran y se mostraran amistosos se lo ponía más difícil. ¿Cómo podía disparar a gente que se reía? Quizás el capitán pudiera hacerlo, pero el capitán no estaba allí.

Los indios le indicaron que les siguiera, y Newt lo hizo a regañadientes. Pensaba que debía tratar de huir, ir en busca de los vaqueros y hacer que le ayudaran a recuperar las sesenta cabezas. Naturalmente, los indios le dispararían si le veían correr. Pero lo que realmente le contuvo fue que no tenía idea de dónde se encontraban los demás. A lo mejor huía y se perdía definitivamente.

Así que con el alma en los pies siguió a los cinco indios y las reses. Por lo menos no desertaba. Seguiría junto al ganado, costara lo que costara.

Antes de haber recorrido tres kilómetros se dijo que ojalá hubiera pensado en otra alternativa. Los llanos siempre parecían desiertos, y con la hierba roída y él capturado por los indios, aún parecían más vacíos. Empezó a recordar todas las historias que había oído sobre lo astutos que eran los indios y pensó que se reían para engañarle mejor. Probablemente estaban acampados cerca y cuando llegaran dejarían de reír y le matarían a él y a las reses. Lo curioso era lo sumamente jóvenes que eran. Ninguno de ellos parecía mayor que Ben Rainey.

Traspasaron una loma tan baja que no parecía una loma, y allí estaban el rebaño y los vaqueros. Estaban a tres o cuatro kilómetros de distancia, pero eran ellos… Incluso podía ver la carreta. En lugar de robarle, los indios habían procurado que no se perdiera, porque estaba yendo en dirección equivocada. Entonces comprendió que los indios se reían porque era tan tonto que ni siquiera sabía dónde se encontraba su propio rebaño. No podía censurarles. Ahora que estaba a salvo, también tenía ganas de reír. Quería dar las gracias a los indios, pero no conocía sus palabras. Lo único que podía hacer era sonreírles.

Entonces Dish Boggett y Soupy Jones cabalgaron hasta él para ayudarle a mover las reses. Sus ropas tenían agujeritos donde habían mordido las langostas.

—Ha sido una suerte que te encontraran. Nosotros no habíamos tenido tiempo de buscarte —explicó Soupy—. Dicen los indios que de haber seguido en dirección norte, hubiéramos estado a cien kilómetros del agua. La mayoría de estas reses no habría aguantado cien kilómetros.

—Ni tampoco la mayoría de los hombres —dijo Dish.

—¿Han herido a alguien las langostas? —preguntó Newt, impresionado aún de que pudiera ocurrir una cosa así.

—No, pero me han estropeado mi camisa de los domingos —contestó Soupy—. El caballo de Jasper se asustó y lo derribó y ahora dice que se ha roto la clavícula, pero Deets y Po creen que no.

—Espero que a Lorie no le haya pasado nada —comentó Dish—. Tal vez sus caballos se hayan asustado y ellos vayan a pie. Hay un gran trecho hasta la comida.

—Supongo que te gustaría que alguien averiguara cómo están —sugirió Soupy.

—Alguien debería hacerlo —asintió Dish.

—Pídeselo al capitán —dijo Soupy—. Supongo que te asignará la tarea.

Dish no lo creía así. El capitán ya le estaba mirando como en espera de verle galopar a la cabeza, aunque el ganado avanzaba bien.

—Pídeselo tú, Newt —le rogó Dish.

—¿Newt? —repitió Soupy—. Pero si Newt acaba de perderse… Si fuera en busca de Gus volvería a perderse.

—Pídeselo, Newt —insistió Dish con tal intensidad que Newt se dio cuenta de que tenía que hacerlo. Sabía que el pedirle semejante cosa, indicaba que Dish tenía confianza en él.

El capitán hablaba con gestos a diez o doce jóvenes indios. Entonces los indios fueron hacia el rebaño y separaron tres bueyes. Newt se acercó a caballo, medio avergonzado. No quería pedir nada al capitán, pero por otra parte tampoco podía ignorar la petición de Dish.

—¿No cree que debería ir a comprobar cómo está el señor Gus? —preguntó Newt—. Los muchachos creen que a lo mejor está en apuros. —Call se fijó en lo nervioso que estaba el muchacho y supuso que alguien había insistido para que le hiciera la pregunta.

—No, será mejor que sigamos adelante —contestó—. Gus tenía una tienda. Imagino que está tan feliz como un tejón. Probablemente están jugando a las cartas.

Era lo que Newt había esperado, pero de todos modos volvió a su puesto cabizbajo. Pensó que nunca aprendería a dirigirse al capitán.

Paloma solitaria
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