85
Newt, los Rainey y Pea Eye fueron a la ciudad la tarde siguiente. El hecho de que el primer grupo regresara arrastrándose, solos o por parejas, con un aspecto horrible, no les desanimó en modo alguno. Jasper Fant había vomitado sobre su caballo a la vuelta, demasiado agotado para descabalgar o para inclinarse a un lado.
—¡Vaya aspecto que tenéis! —exclamó Po Campo severamente, cuando llegó Jasper—. Ya os advertí que iba a ser así. Ahora os habéis gastado todo el dinero y lo único que os queda es malestar.
Jasper ni siquiera contestó.
Needle Nelson y Soupy Jones fueron los siguientes en llegar. Tenían el mismo aspecto que Jasper, pero por lo menos sus caballos venían limpios.
—Es una gran cosa que no haya más ciudades —observó Needle al desmontar—. No creo que sobreviviera a otra ciudad.
—Si esto es lo mejor que puede ofrecer Nebraska, paso —dijo Soupy.
Después de oír todas las versiones que no hacían sino confirmar sus sospechas, Po Campo dudaba en permitir que Augustus se llevara la carreta.
—Las ciudades están llenas de ladrones —objetó—. Alguien podría robarla.
—Si lo hacen tendrán que llevársela conmigo sentado dentro —dijo Augustus—. Me gustaría ver al ladrón capaz de hacerlo.
Había prometido a Lippy llevarle a la ciudad. Lippy añoraba su antigua profesión y por lo menos esperaba oír música de piano durante su visita.
Call decidió ir a caballo y ayudar con el aprovisionamiento. Intentó hacer un inventario de las cosas que necesitaban pero el hecho de que Po Campo estuviera de mal humor y no se mostrara colaborador no facilitó las cosas.
—Estamos en verano —dijo Po—. No necesitamos gran cosa. Compre un barril para agua y lo llenaremos en el río. Va a haber mucha sequía.
—¿Qué te hace pensar en la sequía? —preguntó Augustus.
—Porque la habrá —insistió Po Campo—. Si no tenemos suerte terminaremos bebiéndonos el agua de los caballos.
—Yo debí beberla anoche —comentó Jasper—. Nunca me encontré tan mal como para vomitar sobre el caballo.
Newt y los otros muchachos corrieron hacia la ciudad dejando a Pea Eye atrás, lejos, pero cuando estuvieron allí no supieron qué hacer primero. Durante una o dos horas se pasearon arriba y abajo de la calle principal, mirando a la gente. Hacía tanto tiempo que no habían estado en un local que les daba vergüenza entrar. Miraron por la ventana de una ferretería, pero no entraron. La calle en sí parecía bastante animada. Se veían muchos soldados y hombres conduciendo carretas, e incluso algunos indios. De putas no vieron nada: las pocas mujeres que andaban por la calle eran solo matronas que iban de compras.
La ciudad estaba llena de saloons naturalmente, pero al principio estaban demasiado acobardados para entrar en alguno. Probablemente les mirarían, debido a su edad, y además no tenían bastante dinero para beber. Lo poco que habían ahorrado tenía que ser para putas; por lo menos esta era su intención. Pero la cuarta o quinta vez que pasaron por un gran almacén sus intenciones vacilaron y se metieron dentro, solo para contemplar la mercancía. Admiraron las armas: rifles para búfalos y pistolas de largos cañones azulados, muy por encima de sus posibilidades. Lo único que compraron allí fue una bolsa de caramelos. Como eran los primeros caramelos que habían comido en muchos meses los encontraron maravillosos. Se sentaron a la sombra y pronto terminaron toda la bolsa.
—Me gustaría que el capitán llenara de ellos la carreta —dijo Ben Rainey. Existía la oportunidad porque Augustus se acercaba a la tienda conduciendo la carreta y el capitán cabalgaba a su lado montado en la Mala Bestia.
—No nos la dejará llenar de caramelos —comentó Jimmy Rainey. No obstante, sintiéndose más atrevidos y experimentados volvieron a la tienda y compraron otras dos bolsas.
—Guardemos una para Montana —sugirió Newt—. Puede que no encontremos en otras ciudades —pero su prudencia cayó en oídos sordos. Pete Spettle y los otros consumieron rápidamente su parte de caramelos.
Cuando estaban terminando vieron a Dish Boggett que cruzaba la calle procedente del lateral de un saloon.
—Vayamos a preguntarle dónde están las putas —sugirió Ben—. No creo que nosotros sepamos encontrarlas.
Alcanzaron a Dish junto a las cuadras. No parecía estar muy animado, pero por lo menos caminaba recto, lo que no podía decirse de los que habían vuelto al campamento.
—Hola criaturas, ¿qué estáis haciendo en la ciudad? —les preguntó.
—Queremos una puta —contestó Ben.
—Pues pasad a la trasera de este saloon —les aconsejó Dish—. Encontraréis las que queráis.
Dish montaba ahora una bonita yegua llamada Sugar. Su carácter era lo opuesto al de la Mala Bestia. Era como un animalito de compañía. Dish cogía trocitos de su plato y se los daba en la mano. Aseguraba además que tenía la mejor visión nocturna que cualquier otro caballo que conociera. En las estampidas no había metido el pie en un agujero ni una sola vez.
Estaba tan encariñado con ella que siempre le daba un buen cepillado antes de ponerle la montura; guardaba un pequeño cepillo de caballo en la bolsa de su silla para este menester.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó Jimmy Rainey, refiriéndose a las putas. La idea de que algunas estaban a tan solo unos pocos pasos de distancia les ponía nerviosos.
—Depende del rato que penséis quedaros arriba —explicó Dish—. He conocido a una estupenda que se llama Mary, pero no todas son como ella. Hay una a la que llaman Hembra de Búfalo. Tendrían que ofrecerme la paga de un mes para que me acercara a ella, pero supongo que para vosotros pipiolos ya servirá. No podéis esperar la mejor calidad la primera vez.
Mientras hablaban, un grupo de media docena de soldados cabalgaban calle arriba, conducidos por el gran explorador Dixon.
—Aquí están los soldados otra vez —dijo Newt.
Dish apenas miró a los soldados.
—Los demás se han debido perder. —Había cepillado a Sugar y se estaba preparando para ensillarla cuando el explorador y los soldados trotaron de pronto hacia ellos.
Newt estaba nervioso. Sabía que había habido problemas con los soldados. Miró al capitán y al señor Gus que estaban cargando una barrica de agua a la carreta. Era evidente que habían seguido el consejo de Po Campo.
Dixon, que parecía diabólicamente grande en opinión de Newt, llevó a su castrado negro casi encima de Dish Boggett antes de parar. Dish, frío como el hielo, colocó la manta sobre la yegua y no le hizo el menor caso.
—¿Cuánto quieres por la yegua? —preguntó Dixon—. Tiene buena pinta.
—No está en venta —contestó Dish listo a levantar la silla.
Al inclinarse, Dixon se le acercó y le escupió un chorro de jugo de tabaco en la nuca. El líquido oscuro le resbaló por debajo del cuello de la camisa.
Dish se enderezó y se llevó la mano al cuello. Cuando vio el jugo de tabaco, su rostro enrojeció.
—Vosotros, condenados vaqueros, estáis demasiado apegados a vuestros caballos —rezongó Dixon—. Estoy más que harto de oíros decir que vuestros caballos no están en venta.
—Este de momento no lo está, y además no estarás en condiciones de montar cuando termine contigo —le espetó Dish entre dientes incapaz de controlar su voz—. Me molesta pensar que he dejado que un hombre me escupa y se marche tan campante.
Dixon volvió a escupir. Pero esta vez, como Dixon estaba delante, el salivazo le dio de lleno en el pecho. Dixon y los soldados se echaron a reír.
—¿Vas a desmontar o es preciso que vaya y te arranque de este saco de jabón que montas? —preguntó Dish cruzando la mirada con el gigante.
—Vaya, pareces un gato salvaje —exclamó Dixon con sonrisa torcida. Volvió a escupir sobre Dish, pero Dish se agachó para evitar el chorro y se lanzó contra el hombre. Su propósito era derribar al explorador por el otro lado del caballo, pero Dixon era demasiado rápido y fuerte. Aunque nadie se había dado cuenta sostenía una pistola de largo cañón en la otra mano y cuando Dish se agarró a él la utilizó como una porra, golpeándole por dos veces en la cabeza.
Ante Newt horrorizado, Dish se desplomó silenciosamente. Resbaló por el costado del caballo de Dixon y cayó de espaldas al suelo. La sangre manaba de una brecha encima de la oreja, empapando su cabello oscuro. Newt le recogió el sombrero sin saber qué otra cosa hacer.
Dixon volvió a enfundar la pistola. Escupió una vez más sobre Dish y alargó la mano hacia las riendas de la yegua. Antes, se agachó soltó la cincha y tiró la silla de Dish al suelo.
—Esto te enseñará a no molestarme, vaquero —dijo. Luego miró a los muchachos—. Podéis mandar la factura por la yegua al Ejército de los Estados Unidos —añadió—. Eso si alguna vez recuerda, cuando despierte, que tuvo una yegua.
Newt estaba casi paralizado por lo ocurrido. Había visto cómo la culata de la pistola golpeaba a Dish por dos veces; Dish tal vez estaba muerto. Todo había ocurrido tan deprisa que Ben Rainey todavía sostenía la bolsa de caramelos en la mano.
Lo único que Newt sabía era que no debía permitirse que el hombre se llevara la yegua de Dish. Cuando Dixon se volvió para emprender la retirada se colgó de la brida del bocado y no la soltó. Sugar, tirada en dos direcciones distintas, se encabritó alzando casi del suelo a Newt. Pero este siguió agarrado.
Dixon tiraba con fuerza de la yegua, pero ahora Newt se agarraba con las dos manos al bocado y no soltaba.
—¡Maldita sea! ¡Estos vaqueros son la peste! —masculló Dixon—. Incluso los cachorros.
El soldado que cabalgaba a su lado llevaba un látigo colgando del arzón. Dixon lo cogió y sin mediar palabra se acercó a la yegua y empezó a golpear a Newt con él.
Pete Spettle, rabioso, trató de quitarle el látigo, pero Dixon lo derribó a golpes, partiéndole la nariz.
Newt intentó mantenerse pegado a la yegua. Al principio Dixon solo le golpeaba las manos, para hacer que se soltara, pero cuando vio que no lo conseguía empezó a pegar a Newt donde podía. Un latigazo le rasgó la oreja. Intentó esconder la cabeza pero Sugar estaba asustada y giraba continuamente, exponiéndole al látigo. Dixon empezó a golpearle sobre los hombros y el cuello. Newt cerró los ojos y se mantuvo agarrado al bocado. Una vez miró a Dixon y le vio sonreír; el hombre tenía ojos crueles, como los de un jabalí. Volvió a agachar la cabeza y Dixon intentó darle en la cara. Pero el golpe alcanzó a Sugar, que levantó las manos y se puso a relinchar.
Fue el relincho lo que llamó la atención de Call. Después de cargar la pesada barrica de roble para el agua, él y Augustus habían vuelto a entrar un momento en la tienda. Augustus pensaba comprarse una pistola más ligera que remplazara el enorme «Colt» que llevaba, pero no se decidió. Trasladó parte de las cosas que había comprado para Lorie y Call cargó con un saco de harina. Oyeron relinchar al caballo mientras aún estaban dentro y salieron a tiempo de ver cómo Dixon daba latigazos a Newt, mientras la yegua de Dish Boggett giraba sin cesar. Dos vaqueros yacían en el suelo y uno de ellos era Dish.
—Sabía que ese hijo de puta era un mal bicho —comentó Augustus. Tiró lo que llevaba en la carreta y sacó la pistola.
Call dejó caer el saco de harina sobre la parte de atrás y saltó sobre la Mala Bestia.
—No le dispares. Vigila a los soldados.
Vio de nuevo a Dixon golpear salvajemente al muchacho en la nuca y la ira le embargó, una ira como hacía tiempo que no había sentido. Espoleó a la Mala Bestia, galopó calle abajo y saltó en medio de los asombrados soldados. Dixon, empeñado en sus latigazos, fue el último en ver a Call, que no hizo el menor intento por frenar a la Mala Bestia. Dixon quiso sacar a su caballo de en medio en el último momento pero su nerviosa montura se limitó a volverse ante la carga y ambos caballos chocaron. Call se mantuvo en la silla y la Mala Bestia permaneció firme sobre sus patas mientras que el caballo de Dixon se desplomó, derribándole con fuerza. Sugar casi atropelló a Newt al intentar salir de la pelea. El caballo de Dixon trataba de levantarse prácticamente entre los pies de Sugar. Había polvo por todas partes.
Dixon se puso en pie de un salto. No se le veía herido por la caída, pero sí desorientado. Call había desmontado y corría hacia él. No parecía grande y Dixon estaba desconcertado al ver que el hombre iba a cargar contra él de aquel modo. Intentó desenfundar, sin darse cuenta de que llevaba todavía el látigo colgado de la muñeca. El látigo le impidió desenfundar y Call se le echó encima, como cuando su caballo se lanzó contra el de Dixon. Dixon volvió a caer y cuando volvió la cabeza para mirar hacia arriba vio una bota acercándose a su ojo.
—¡No lo hará! —gritó, como diciendo que no le diera una patada, pero la bota le golpeó el rostro antes de que terminara de hablar.
Los seis soldados seguían mirando, demasiado asombrados para moverse. El pequeño vaquero pateó con tal fuerza la cara de Dixon que pareció que le iba a saltar la cabeza. Entonces se colocó por encima de Dixon, que escupía sangre y dientes. Cuando Dixon consiguió ponerse de pie, le volvió a derribar y le hizo comerse el polvo empujando con una bota.
—Lo va a matar —comentó un soldado palideciendo—. Va a matar a Dixon.
Newt también lo pensaba. Nunca había visto tal mirada de furia en el rostro del capitán como cuando se lanzó contra Dixon. Era evidente que Dixon, aunque de mayor tamaño, no tenía ninguna oportunidad. Dixon nunca pudo colocar un golpe, ni lo intentó. Newt temió marearse si el capitán seguía pegando de aquel modo.
Dish Boggett se había incorporado. Mientras se palpaba la cabeza con las manos vio cómo el capitán Call arrastraba al enorme explorador tirando de su zamarra de piel. La pelea había tenido lugar en la calle, a pocos metros de una herrería que tenía un enorme yunque delante. Ante el asombro de Dish, el capitán se colocó por encima de Dixon y empezó a golpearle la cabeza contra el yunque.
—¡Va a matarle! —gritó, olvidándose de que poco antes él mismo había querido hacerlo.
Entonces vio a Augustus que se acercaba corriendo, montaba la Mala Bestia y agarraba la cuerda de Call.
Augustus recorrió los pocos pasos que le separaban de la herrería y dejó caer el lazo sobre los hombros de Call. Entonces hizo que la yegua volviera grupas, ató la cuerda al arzón y empezó a ir calle arriba. Al principio Call no quería soltar a Dixon. Le tenía agarrado y le arrastró unos pocos pasos lejos del yunque. Pero Augustus mantuvo la cuerda tirante y la yegua al paso. Finalmente Call soltó al hombre, pero se volvió con una mirada feroz dispuesto a atacar al que le había enlazado, sin darse cuenta de quién era. Tenía los nudillos en carne viva de los puñetazos que le había atizado a Dixon, pero estaba embargado por la furia y su única idea era atacar al nuevo asaltante. Iba a matar…, no sabía si Dixon estaba muerto, pero se aseguraría del siguiente.
—Woodrow —gritó Augustus cuando Call se disponía a saltarle encima.
Call oyó su nombre y vio a su yegua. Augustus se le acercó al paso y aflojó la cuerda. Call le reconoció y se detuvo. Se volvió a mirar a los seis soldados, todos sentados en sus caballos, silenciosos y pálidos.
—¡Woodrow! —repitió Augustus. Sacó su gran «Colt» pensando que a lo mejor tendría que golpearle para evitar que atacara a los soldados. Pero Call se había detenido. Por un momento nada se movió.
Augustus desmontó y colgó la cuerda del arzón. Call seguía en medio de la calle, recobrando el aliento. Augustus se acercó a los soldados.
—Recojan a su hombre y váyanse —les dijo a media voz.
Dixon estaba caído junto al yunque. No se había movido.
—¿Cree que está muerto? —preguntó un sargento.
—Si no lo está habrá tenido mucha suerte —respondió Augustus.
Call caminó unos pasos calle abajo y recogió su sombrero, que se le había caído. Los soldados pasaron lentamente por su lado. Dos desmontaron y trataron de cargar a Dixon sobre su caballo. Finalmente, desmontaron los seis; el hombre pesaba tanto que entre todos les costó horrores cargarlo sobre su caballo. Call observaba. Al ver a Dixon renació su rabia. Si el hombre se movía Call estaba decidido a ir de nuevo a por él.
Pero Dixon no se movió. Colgaba sobre su caballo, sangrando por la cara y la cabeza, sobre el polvo. Los soldados volvieron a montar y se llevaron despacio al caballo.
Call vio a Dish Boggett sentado en el suelo, junto a su silla. Se le acercó despacio. Dish tenía una brecha tras la oreja.
—¿Duele mucho? —preguntó Call.
—No, capitán —respondió Dish—. Tengo la cabeza muy dura.
Call miró a Newt. Empezaban a formársele verdugones en el cuello y uno en la mejilla. Tenía una pequeña herida sangrante en la oreja. Newt seguía agarrado al bocado de Sugar, algo que Dish descubrió por primera vez. Se levantó.
—¿Estás mal? —preguntó Call al muchacho.
—No, señor. Me dio unos latigazos. Pero no iba a dejar que se llevara la yegua de Dish.
—Bueno, pero ahora ya puedes soltarla —le dijo Dish—. Ya se ha ido. Te agradezco mucho lo que has hecho, Newt.
Newt se había agarrado al bocado con tal fuerza que le costaba soltarse. Le había dejado marcas profundas en las palmas y parecía que se le había retirado la sangre de las manos. Pero soltó la yegua. Dish cogió las riendas y le dio unas palmas en el cuello.
Augustus se inclinó junto a Pete Spettle, que soltaba sangre por su nariz rota.
—No quiero ningún médico —dijo Pete.
—¡Menuda pandilla de cabezas duras! —exclamó Augustus acercándose a Ben Rainey. Le cogió la bolsa de caramelos y se metió uno en la boca—. Ni uno solo atiende a razones.
Call montó a la Mala Bestia, enroscando lentamente su cuerda. Algunas personas que habían presenciado la pelea todavía seguían allí observando al hombre de la yegua torda.
Cuando volvió a tener la cuerda en orden, Call se acercó a Augustus.
—¿Quieres traer tú las provisiones? —le pidió.
—Sí, ya las traeré.
Call vio que todo el mundo le miraba, mozos, vaqueros y los habitantes de la ciudad. Le había desaparecido la ira y ahora solo estaba cansado. No recordaba especialmente la pelea, pero seguían mirándole estupefactos. Sintió que debía dar alguna explicación, aunque para él era una situación sencilla.
—Aborrezco a la gente grosera —dijo—. Y no pienso tolerarlo.
Dicho esto volvió grupas y salió de la ciudad. La gente que miraba guardó silencio. Aunque era un lugar duro y estaban acostumbrados a las muertes súbitas, pensaban que habían presenciado algo extraordinario, algo que hubieran preferido no haber visto.
—¡Dios mío, Gus! —exclamó Dish al ver alejarse al capitán. Estaba impresionado como todos por la furia desatada del capitán. Había visto muchas veces a hombres luchando, pero no de aquel modo. Aunque él odiaba a Dixon, seguía impresionándole el escarmiento que había recibido, y sin hacer uso de pistola.
—¿Le había visto así alguna otra vez? —preguntó a Augustus.
—Una vez. Mató a un bandido mejicano así, antes de que pudiera impedírselo. El mejicano había destrozado a tres blancos, pero no fue por eso. El bandido se burló de él. —Comió otro caramelo—. Burlarse o despreciar a Woodrow F. Call, no sale a cuenta.
—¿Fue por mi culpa? —preguntó Newt, pensando que tal vez hubiera debido arreglárselas mejor—. ¿Fue porque me pegaba con el látigo?
—En parte. Ni el mismo Call sabe por qué otra cosa pudo hacerlo.
—Seguro que hubiera matado al hombre si no llega a enlazarle —observó Dish—. Hubiera dado muerte a cualquiera. ¡A cualquiera!
Augustus siguió comiendo el caramelo y no le contradijo.