95

Augustus mantuvo su pistola amartillada toda la noche, cuando Pea Eye se hubo ido. Vigiló atentamente la superficie del río por si el truco que había aconsejado a Pea también funcionaba para los indios. Podían echar un tronco al agua y flotar junto a él, utilizándolo como cobertura. Se esforzó por mirar y escuchar sin distraerse, una tarea en la que no le ayudaban los temblores y el estado febril.

Contaba con que los indios se deslizaran fuera del agua como enormes serpientes, delante de él, pero no apareció ninguno. Le subió la fiebre y empezó a hablar solo. De vez en cuando era consciente de que deliraba, pero no podía hacer nada por impedirlo, y en todo caso prefería el delirio al aburrimiento de esperar a que los indios atacaran. Tan pronto intentaba vigilar el agua oscura como volvía a estar junto a Clara. A veces veía su cara con toda claridad.

El día amaneció soleado. Pese a lo mal que se encontraba, aún disfrutaba viendo el sol. Le ayudaba a mantener la cabeza despejada y le despertaba la idea de escapar. Estaba harto de aquella cueva pequeña y fría bajo el ribazo. Había pensado esperar allí la llegada de Call, pero cuanto más lo pensaba, más se decía que era un mal plan. Call tardaría días en llegar y dependía de que Pea hubiera conseguido escabullirse. Si Pea no lo había conseguido, y lo más probable era que no lo hubiera conseguido, entonces Call no empezaría a buscarle hasta dentro de una semana.

Con solo mirarse la pierna vio que estaba en apuros. La pierna estaba amarillenta, estriada de negro. El envenenamiento de la sangre era una posibilidad. Sabía que si no recibía atención médica en los próximos días, sus posibilidades de vida eran escasas. Incluso esperar a que fuera de noche podía ser una locura.

Si los indios le cazaban en descampado, sus posibilidades también serían escasas, por supuesto, pero estaba claro que si había que elegir, y lo hizo, la decisión activa era preferible a la pasiva.

Tan pronto como el sol estuvo arriba salió de la cueva y se puso en pie. La pierna mala le pulsaba. Incluso apoyar los dedos del pie en el suelo le resultaba doloroso. Las aguas bajaban rápidamente. A unos cincuenta metros en dirección este, las huellas de animales subían por el ribazo. Augustus decidió utilizar como muleta la carabina que había cogido al muchacho indio muerto. Cortó los estribos de la silla y los amarró, uno en cada extremo del rifle; luego acolchó un extremo de su rudimentaria muleta con un pedazo de cuero de la silla. Se pasó una pistola bajo el cinturón y la otra la introdujo en la pistolera. Recogió su rifle, se llenó el bolsillo de tabaco para mascar y siguió las huellas de los animales, cojeando.

Observó cuidadosamente desde el cauce del río, pero no vio a ningún indio. La inmensa llanura estaba vacía en varios kilómetros. Los indios se habían marchado. Augustus no perdió tiempo en especulaciones. Se puso inmediatamente en camino, cojeando en dirección sudeste, hacia Miles City. Confiaba en no tener que recorrer más de sesenta u ochenta kilómetros hasta llegar a la ciudad.

No estaba acostumbrado a la muleta y avanzaba poco. Cuando a veces se distraía y apoyaba el pie en el suelo, el dolor era tal que casi perdía el sentido. Estaba débil y tenía que parar aproximadamente cada hora para descansar. Sudaba a chorros bajo aquel sol caliente, aunque sentía frío y temía un enfriamiento. A tres o cuatro kilómetros de donde se había puesto en camino, cruzó el rastro de una importante manada de búfalos. Probablemente ellos eran la razón de que los indios se hubieran ido. Con la inminente llegada del invierno, los búfalos eran más importantes para los guerreros que un par de blancos, aunque probablemente pensaban regresar y terminar con ellos cuando acabaran la cacería.

Perseveró durante todo el día, arrastrándose como podía. Se detenía con menos frecuencia, porque le costaba volver a ponerse en marcha una vez parado. El descanso le seducía sobre todo por su tendencia a mejorar la situación gracias a la imaginación. Tal vez el rebaño había avanzado más deprisa de lo que habían calculado. Tal vez Call apareciera al día siguiente y le evitaría el doloroso esfuerzo de arrastrarse con la muleta.

Pero le horrorizaba tanto esperar como viajar. Había tenido por norma ir a enfrentarse con lo que hubiera que enfrentarse, y no esperar lo que pudiera presentarse sin hacer nada.

Lo que iba a presentarse ahora era la muerte, lo sabía. Se había enfrentado con ella antes y la había vencido moviéndose. Sentarse y esperarla era darle excesiva ventaja. Había visto a muchos hombres morir a consecuencia de heridas y había observado cómo sus espíritus habían pasado de un activo deseo de vivir a la indiferencia. Con una herida mala, en cuanto dominaba la indiferencia, la vida empezaba a ceder. Pocos hombres conseguían revivir. La mayoría perdían todo impulso hacia la actividad y terminaban ofreciendo a la muerte una tibia bienvenida, por lo menos.

Augustus no estaba dispuesto a ello, así que siguió adelante. Cuando descansaba lo hacía de pie, apoyado en la muleta. Si uno estaba de pie costaba menos ponerse en marcha.

Cojeó a través del llano durante la larga tarde y el anochecer, cayéndose finalmente en algún momento de la noche. La mano le resbaló de la muleta y sintió que se desprendía de él. Al inclinarse para recogerla cayó de bruces y perdió el sentido antes de llegar al suelo. En sus sueños estaba con Lorena en la pequeña tienda, bajo el calor de las llanuras de Kansas. Ansiaba que ella le refrescara de algún modo, tocándole con su mano fría, pero aunque le sonrió no consiguió darle frescor. El mundo se había vuelto rojo, como si el sol, al hincharse, le hubiera absorbido. Le pareció estar echado sobre la superficie del rojo sol mientras contemplaba la puesta, allí donde el sol se hundía en el llano.

Cuando volvió a abrir los ojos, el sol era blanco, no rojo, y lo tenía directamente encima de él. Oyó el ruido de un escupitajo, el que produciría un ser humano, y su mano se posó sobre la pistola que llevaba en el cinturón, pensando que los indios ya habían llegado. Pero al volver la cabeza, al que vio fue a un hombre blanco. Era un hombre pequeño y blanco, vestido de cuero remendado. El viejo tenía la barba manchada de tabaco y un cuchillo afilado en la mano. Un caballo pinto pastaba cerca. El viejo estaba agachado, vigilando. Augustus conservó la mano en la pistola, pero no la sacó. No sabía si tendría fuerza suficiente para hacerlo.

—Eran indios blood —dijo el viejo—. Es increíble que no le cogieran. Mató a bastantes.

—Solo a cinco —respondió Augustus, incorporándose y tratando de sentarse. No le gustaba hablar echado.

—A mí me dijeron que siete. Yo me llevo bien con los blood y también con los blackfeet. En mi época de trampero les compré muchas pieles de castor.

—Soy Augustus McCrae —se presentó Augustus.

—Y yo Hugh Auld —anunció el visitante—. En Miles City me llaman el viejo Hugh, aunque no creo que haya cumplido los ochenta.

—¿Se proponía apuñalarme con este cuchillo? —preguntó Augustus—. Preferiría no tener que disparar innecesariamente.

El viejo Hugh se echó a reír y volvió a escupir.

—Me disponía a cortarle esta pierna podrida que tiene. Antes de que recobrara el sentido, claro. Esta pierna es una ruina, pero me habría costado lo indecible cortarle el hueso sin una sierra. Además podía haber despertado y crearme problemas.

—Seguro que sí —asintió Augustus mirándose la pierna. Ya no estaba estriada de negro…, solo completamente negra.

—Tenemos que cortarla —insistió el viejo Hugh—. Si esta podredumbre pasa a la otra pierna perderá las dos.

Augustus sabía que el viejo tenía razón en lo que decía. La pierna estaba putrefacta, pero un cuchillo de monte no era el instrumento adecuado para amputarla.

—¿A qué distancia estamos de Miles City? —preguntó—. Me imagino que allí habrá algún cirujano.

—Había dos la última vez que estuve en la ciudad. Los dos borrachos.

—Ha olvidado informarme de la distancia —le recordó Augustus.

—Sesenta kilómetros y un poco más —respondió Hugh—. No creo que hubiera podido llegar andando.

Augustus se sirvió de la muleta para ponerse de pie.

—Podría engañarse. —Pero era hablar por hablar. Sabía perfectamente que no hubiera conseguido hacerlo. El mero hecho de ponerse en pie le producía náuseas.

—¿De dónde viene, forastero? —preguntó el viejo. También se puso en pie, pero no exactamente erguido. Su espalda estaba doblada. A Augustus le pareció que mediría aproximadamente metro cincuenta—. Estaba preparando una trampa y caí en ella —explicó alegremente el viejo—. Unos guerreros blood me encontraron. Les pareció divertido, pero mi espalda jamás volvió a enderezarse.

—Todos tenemos desgracias —sentenció Augustus—. ¿Podría prestarme su caballo?

—Cójalo, pero no le azuce con los pies. Si lo hace le tirará. Yo le seguiré lo mejor que pueda para ayudarle en caso de que se caiga.

Condujo el caballo pinto hasta Augustus y le ayudó a montar. Augustus creyó desmayarse, pero se sobrepuso. Se quedó mirando al viejo y le preguntó:

—¿Seguro que se lleva bien con esos indios? No quisiera que tuviera problemas por mi culpa.

—No los tendré —le aseguró el viejo—. Se están atiborrando de carne de búfalo fresca. Me invitaron a comer con ellos, pero preferí seguirle a usted, aunque no sepa de dónde viene.

—De una pequeña ciudad llamada Lonesome Dove —respondió Augustus—. Está en el sur de Texas, junto al Río Grande.

—¡Cáspita! —exclamó el viejo, impresionado por la información—. ¡Menudo hijo de perra viajando!

—¿Cómo se llama este caballo? —preguntó Augustus—. A lo mejor necesito hablarle.

—Yo le llamo Custer. En tiempos hice un poco de explorador para el general.

Augustus esperó un minuto, contemplando al viejo trampero.

—Tengo otro favor que pedirle. Amárreme. No tendría fuerzas para volver a montar si me cayera.

El viejo se sorprendió.

—Veo que con tantos viajes ha aprendido ciertos trucos —pasó una correa por la cintura de Augustus y la amarró al arzón.

—Vámonos, Custer —dijo Augustus dando rienda al caballo y recordando que no debía darle con los talones.

Cinco horas más tarde, cuando el sol se ponía, animó al agotado caballo a subir una cuesta al norte del Yellowstone y divisó la pequeña ciudad de Miles City a unos seis u ocho kilómetros al Este.

Cuando entró en la ciudad era casi de noche. Se detuvo frente a lo que parecía un saloon, pero descubrió que no podía echar pie a tierra. Entonces recordó que estaba amarrado. No pudo deshacer los nudos de la correa, pero consiguió disparar al aire. El primer disparo pasó inadvertido, pero cuando disparó por segunda vez varios hombres salieron a la puerta del saloon y se le quedaron mirando.

—Es el caballo del viejo Hugh —dijo uno en tono desconfiado, como si sospechara de que Augustus le hubiera robado el caballo.

—Sí, el viejo señor Auld fue tan amable como para prestármelo —dijo mirando fijamente al hombre—. Tengo una pierna mala y agradecería que alguno de ustedes me localizara rápidamente a un médico.

Los hombres se acercaron al caballo. Cuando vieron la pierna, uno de ellos lanzó un silbido.

—¿Quién se lo hizo? —preguntó.

—Una flecha —respondió Augustus.

—¿Quién es usted, señor? —le preguntó, el mayor de los hombres con respeto.

—Augustus McCrae, capitán de los rangers tejanos —dijo Augustus—. Caballeros, uno de ustedes deberá ayudarme con estos nudos.

Se apresuraron a echarle una mano, pero antes de que pudieran bajarle del caballo el resplandor rojo volvió a bañar sus ojos. Al caballo pinto llamado Custer no le gustaban tantos hombres a su alrededor. Trató de morder a uno de ellos, luego se encabritó por dos veces y tiró a Augustus, que acababa de ser desatado. Dos hombres trataron de alcanzar el caballo, pero este salió corriendo de la ciudad.

Paloma solitaria
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