89

Dish Boggett se sintió profundamente desgraciado al ver que Augustus regresaba sin Lorena. Le impresionó que Gus la abandonara. Aunque se había mostrado permanentemente celoso mientras ella viajaba con Gus, por lo menos estaba allí. Por la noche solía verla sentada delante de su tienda. Soñaba continuamente con ella. Una vez incluso había soñado que dormía cerca de él. En el sueño estaba tan hermosa que le dolió despertar. Le irritaba terriblemente que Gus la hubiera dejado en el Platte.

Newt era feliz con su nuevo caballo al que llamó Candy. Era el primer regalo que le habían hecho en la vida, y hablaba a quien quisiera oírle de la maravillosa mujer que vivía en el Platte y que sabía domar caballos y organizar picnics. Su entusiasmo no tardó en provocar celos en los otros hombres porque no habían hecho otra cosa que beber en Ogallala y se habían perdido el picnic y las niñas.

Aunque estaba convencido de que había hecho lo mejor dejando a Lorena, Augustus no tardó en añorarla más de lo que hubiera imaginado. También echaba en falta a Clara y durante unos días estuvo de mal humor. Se había acostumbrado a levantarse tarde y sentarse fuera de la tienda con Lorena. Solos en la inmensa llanura, sin vaqueros que la molestaran, Lorie era una deliciosa compañera, mientras que los vaqueros que rodeaban a Po Campo y su hoguera todas las mañanas, distaban mucho de parecerle hermosos.

Estaban en pleno verano. Los días eran calurosos hasta que se ponía el sol en el horizonte. El ganado remoloneaba y costaba de mover. Siempre que podía se paraba a pastar o se quedaba quieto. Durante varios días viajaron a lo largo del Platte, pero cuando el río torció hacia el Sur, hacia Colorado, Call y su rebaño enfilaron el Noroeste.

A Po Campo le molestó abandonar el río. La mañana que lo dejaron se entretuvo tanto tiempo atrás, con la carreta, que el rebaño se perdió de vista. Lippy, que viajaba en la carreta, encontró el hecho alarmante. Después de todo estaban en territorio indio y no había nada que impidiera a unos indios atacarles y arrancarles las cabelleras.

—¿A qué esperamos? —preguntó Lippy—. Ya estamos a cinco kilómetros de distancia.

Po Campo estaba al borde del agua, mirando al Sur por encima del Platte. Pensaba en sus hijos muertos, asesinados por Blue Duck en el Canadian. No solía pensar mucho en sus hijos, pero cuando lo hacía le embargaba la tristeza, un sentimiento tan fuerte que le costaba un gran esfuerzo moverse. Al pensar en ellos, en sus tumbas, en Nuevo México, se sentía desleal por no haberse pegado un tiro y que le enterraran con ellos. ¿Acaso no era deber de un padre quedarse con los hijos? Pero primero se había ido hacia el Sur, para matar a su esposa infiel, y ahora marchaba hacia el Norte, mientras Blue Duck, el asesino, cabalgaba libre por el llano… a menos que alguien le hubiera dado muerte, cosa que dudaba. El miedo de Lippy por los indios no le conmovía. Lo que sí le conmovía era el agua corriente, que despertaba en él sentimientos tristes aunque profundos. Sentía deseos de cantar sus tristes canciones.

Por fin se volvió y anduvo detrás del rebaño. Seguido por Lippy en la carreta. Pero Po Campo seguía creyendo que hacían mal apartándose del río. Se volvió taciturno y dejó de sentir entusiasmo por sus guisos, y si los vaqueros se quejaban no reaccionaba. También se volvió avaro con el agua, lo que irritaba a los vaqueros que llegaban sedientos y polvorientos, suspirando por beber. Po Campo les daba solamente un cucharón a cada uno.

—Desearéis tener este agua cuando tengáis que beber vuestros orines —dijo una noche a Jasper.

—Ni yo ni nadie nos proponemos beber nuestros meados —saltó Jasper.

—Es que no sabéis lo que es la sed —observó Po—. Una vez tuve que beber los orines de mi mulo. Me mantuvo en vida.

—Bah, no sabrá mucho peor que la cerveza de Ogallala —comentó Needle—. Desde que estuve allí se me está pelando la lengua.

—No es lo que bebiste lo que te pela la lengua —dijo Augustus—, sino las consecuencias de con quién te acostaste.

La observación causó mucha aprensión entre los hombres, aunque ya se sentían aprensivos porque todo el mundo en Ogallala les aseguró que eran hombres muertos si trataban de ir a Montana. Al acercarse a Wyoming el terreno se hizo sombrío. La hierba ya no era tan larga y abundante como en Kansas y Nebraska. Hacia el Norte se veían laderas arenosas donde la hierba crecía a manojos. Deets exploraba hasta muy lejos durante el día en busca de agua. Siempre encontraba pero los arroyos se hacían más pequeños y el agua más alcalina.

—Casi es tan mala como la del Pecos —observó Augustus.

Call solo parecía ligeramente preocupado por la creciente sequedad. En realidad, Call estaba contento y más amable con los hombres de lo que solía estar. Parecía relajado y casi en paz consigo mismo.

—¿Estás contento porque dejé a Lorie atrás? —le preguntó Augustus mientras cabalgaban juntos una mañana. Lejos, al Sur, vieron una oscura línea de montañas. Al Norte solo se veía la polvorienta llanura.

—Eso es cosa tuya —respondió Call—. Yo no te dije que la dejaras aunque estoy seguro de que es lo mejor.

—Creo que debimos hacer caso a nuestro cocinero —comentó Augustus—. Esto cada vez parece más seco.

—Si podemos llegar al río Powder, todo se arreglará —le aseguró Call.

—¿Y si Jake nos mintió? ¿Y si Montana no es el paraíso que nos dijo que era? Habremos llegado muy lejos para nada.

—Quiero verlo —profirió Call—. Seremos los primeros en llevar ganado a pastar allí. ¿No te interesa?

—No mucho —dijo Augustus—. He visto pastar a este condenado ganado cuanto ha querido.

Al día siguiente Deets regresó de su exploración con aspecto preocupado.

—Seco como un hueso, capitán —dijo.

—¿Hasta dónde has ido?

—Hasta treinta kilómetros por lo menos.

La llanura se extendía ante ellos blanqueada por el calor. Naturalmente, el ganado podía andar treinta kilómetros, aunque sería preferible descansar un día y llevarlo de noche.

—Me dijeron que si íbamos directamente al Oeste llegaríamos al Salt Creek, y siguiéndolo hasta el Powder —dijo Call—. No puede quedar muy lejos.

—Con este calor cualquier cosa está muy lejos —objetó Gus.

—Trata de ir al Norte —decidió Call.

Deets cambió de caballo y se fue. Reapareció cuando estaba entrada la noche. Call detuvo el rebaño y los hombres descansaron junto a la carreta, jugando a las cartas. Mientras jugaban, el toro tejano se paseó entre las vacas montando una de vez en cuando. Augustus tenía un ojo puesto en las cartas y otro en el toro, contando sus ganancias y las del toro.

—Esta es la sexta desde que empezamos a jugar —observó—. Este animal tiene más resistencia que yo.

—Y más oportunidades también —respondió Allen O’Brien. Se había adaptado perfectamente a la vida de vaquero, pero aún no podía olvidar Irlanda. Cuando pensaba en su mujercita se deshacía en lágrimas de añoranza, y las canciones que cantaba al ganado se la recordaban aún más.

Deets informó que en el Norte no había agua.

—No hay antílopes, capitán —dijo. Los llanos al oeste de Nebraska estaban llenos de ellos.

—Echaré un vistazo por la mañana —dijo Call—. Descansa, Deets.

Pero se encontró con que no podía dormir y se levantó a las tres para ensillar la Mala Bestia. Po Campo estaba levantado atizando las brasas, pero Call solo tomó una taza de café.

—¿Habías estado aquí antes? —le preguntó. Las andanzas del viejo cocinero habían sido tema de especulación entre los hombres. Po Campo siempre dejaba escapar pequeños y atractivos retazos de información. Por ejemplo, una vez había descrito la gran garganta del río Columbia. Y también casualmente había dejado caer el nombre de Jim Bridger.

—No —contestó Po Campo—. No conozco este país. Pero le diré algo: es seco. Dé mucha agua al caballo antes de irse.

Call pensó que el hombre se mostraba muy protector…, sabía que era preciso abrevar un caballo antes de enfilar un desierto.

—No me esperen para la cena —le dijo.

Todo el día cabalgó en dirección oeste, y el país se iba volviendo más y más pobre. Call pensó que no servía ni para ovejas. Casi ni para lagartos… En realidad lo único que vio en todo el día fue una lagartija gris. Aquella noche acampó en seco en una región arenosa donde el polvo era claro, casi blanco… Supuso que había recorrido unos cien kilómetros y no podía imaginar que el rebaño pudiera llegar hasta allí, aunque la Mala Bestia parecía tan tranquila. Durmió unas horas y siguió adelante hasta llegar a la orilla de Salt Creek, justo después de la puesta del sol. No venía lleno, pero había agua suficiente en varias charcas. El agua no era buena, pero era agua. El problema estaba en que el rebaño se encontraba a unos ciento treinta kilómetros…, una marcha de cuatro días en circunstancias normales; y en ese caso los kilómetros carecían absolutamente de agua, lo que no eran condiciones normales.

Call hizo descansar a la yegua y la dejó que se revolcara a gusto. Después emprendió el regreso casi directamente, parando solo una vez para descansar dos horas. Llegó al campamento a media mañana. La mayoría de los hombres todavía seguían jugando a las cartas.

Cuando desensilló la yegua, uno de los cerdos de Augustus le gruñó. Los dos cerdos descansaban debajo de la carreta, compartiendo la sombra con Lippy, que dormía profundamente. Se había convertido en un cerdo grande, aunque el viajar le mantenía delgado. Call pensó que era absurdo llevar cerdos en una marcha de ganado, pero habían resultado ser buenos forrajeadores y también buenos nadadores. Cruzaban los ríos sin que se les ayudara.

Augustus engrasaba su rifle.

—¿Hasta dónde has llegado con la yegua? —preguntó Augustus.

—Hasta el próximo río. ¿Has visto alguna vez un animal igual? Ni siquiera está cansada.

—¿Está muy lejos el agua? —Quiso saber Gus.

—A unos ciento treinta kilómetros. ¿Qué te parece?

—Hasta ahora no me parece nada; ni siquiera lo he pensado.

—Pero no podemos quedarnos aquí —dijo Call.

—Podríamos. Podríamos habernos quedado en cualquier parte a lo largo del camino. Es solo tu testarudez lo que nos ha mantenido en marcha. Lo que será interesante ver es si también nos mantendrá en marcha los próximos ciento treinta kilómetros.

Call cogió un plato y comió mucho. Esperaba que Po Campo comentaría algo sobre la situación apurada, pero el viejo cocinero fue sirviendo la comida sin decir nada. Deets ayudaba a Pea Eye a arreglar los pies de su caballo, una tarea que a Pea Eye nunca se le dio bien.

—¿Encontró agua, capitán? —preguntó Deets sonriente.

—La encontré, pero a ciento treinta kilómetros de aquí.

—Es lejos —comentó Pea Eye.

Habían parado el ganado en el último arroyo que Deets había encontrado y ahora Call lo recorrió, alejándose para pensar. Descubrió un lobo gris. Le pareció el mismo lobo que habían visto en Nebraska después del picnic, pero pensó que era una tontería. Un lobo gris no iría siguiendo un rebaño de vacas.

Deets terminó por arreglar los cascos del caballo y se secó el sudor del rostro con la manga. Pea Eye esperaba silencioso. Aunque los dos habían guerreado juntos la mayor parte de sus vidas, nunca habían sostenido realmente una conversación. Les había parecido innecesario. Intercambiaban información, y nada más. La verdad es que Pea siempre había dudado de si era o no apropiado hablar con los negros aunque respetaba a Deets y ahora le estaba agradecido por arreglar los pies de su caballo. Sabía que Deets era bastante más competente que él en muchos aspectos… rastrear por ejemplo. Sabía también que de no haber sido por la habilidad de Deets para encontrar agua habrían perecido todos, años atrás, en diversas campañas en el llano. Y sabía también que Deets había arriesgado la vida innumerables veces para salvar la de él. No obstante, de pie allí uno al lado del otro, lo único que se le ocurría comentarle era el gran amor del capitán por la Mala Bestia.

—Está muy encariñado con esa yegua —dijo—. Y la bestia es capaz de matarle.

—No va a matar al capitán Call —le aseguró Deets. Tenía el triste presentimiento de que las cosas no marchaban bien. Parecía que iban a ir eternamente hacia el Norte, y no podía comprender por qué. La vida había sido ordenada y plácida en Texas. Él había disfrutado especialmente en sus viajes periódicos a San Antonio para depositar dinero. Texas había sido siempre su tierra y le desconcertaba que fueran hacia un país que probablemente sería tan salvaje que ni siquiera habría Bancos donde depositar el dinero.

—Hemos llegado muy lejos y no es nuestro país —comentó mirando a Pea Eye. Este era el quid de la cuestión. Era mejor quedarse en el propio país que vagar por donde no se conocían ni los ríos ni las fuentes de agua.

—Aquí arriba va a hacer frío —añadió como si esto fuera la prueba suficiente de la locura de su viaje.

—Bueno, espero que lleguemos antes de que empiecen a helarse los ríos —dijo Pea—. Siempre me ha dado miedo el hielo en capa delgada.

Con este comentario dio fin a la conversación y se alejó.

Call volvió de su paseo a media tarde y decidió que iban a seguir. Era cuestión de seguir o de retroceder, y él no estaba dispuesto a retroceder. No era razonable pensar en conducir ganado durante más de ciento treinta kilómetros sin agua, pero en sus años de rastrear indios había aprendido que lo que parecía imposible con frecuencia no lo era. Solo lo era si se pensaba tanto en ello que el miedo terminaba apoderándose de uno. Lo que cabía hacer era seguir. Parte del ganado no podría conseguirlo, pero tampoco había pensado en llegar a Montana con el rebaño intacto.

Ordenó a los vaqueros que metieran las reses y los caballos en el agua y que les mantuvieran allí.

Sin decir una palabra, Augustus se desnudó y se quedó en el agua durante un buen rato. Los vaqueros que contenían el rebaño podían verle sentado en el río poco profundo mojándose también su larga cabellera blanca.

—A veces pienso que Gus está loco —comentó Soupy Jones—. ¿Por qué se ha sentado en el agua?

—A lo mejor está pescando —bromeó Dish Boggett. No opinaba como Soupy Jones y no veía ninguna razón por la que Gus no pudiera bañarse si se le antojaba.

Augustus volvió junto a la carreta con la cabellera chorreando.

—Creo que tenemos más arena por delante —observó—. Call, te estás volviendo demasiado profeta. No paras de conducirnos al desierto.

—Bueno, allí encontraremos agua —afirmó Call—. La he visto. Si nos acercamos lo bastante para que puedan olerla, avanzarán. ¿A qué distancia crees que una vaca puede oler el agua?

—En todo caso, a ciento treinta kilómetros no.

Se pusieron en marcha dos horas antes de la puesta del sol y caminaron toda la noche a través de un país yermo. Los hombres habían hecho antes marchas nocturnas y estaban contentos de viajar al fresco. Pero la mayoría de ellos esperaban que Call se detuviera para desayunar, y no fue así. Cabalgaba en cabeza del rebaño y así siguió. Algunos hombres empezaron a sentirse vacíos; seguían mirando esperanzados alguna señal de que Call parara y dejara que Po Campo les diera de comer, pero Call no paró. Avanzó con el ganado hasta mediodía, y para entonces las reses más débiles ya empezaban a quedarse atrás. Las que iban en cabeza estaban ya cansadas y se mostraban inquietas. Finalmente, Call se detuvo.

—Descansaremos un poco hasta que empiece a refrescar —anunció—. Luego volveremos a caminar toda la noche. Con esto llegaremos muy cerca.

Pero no estaba seguro. Pese a todo su esfuerzo solo habían cubierto unos sesenta o setenta kilómetros. La situación se ponía peligrosa.

A última hora de la tarde, mientras los vaqueros estaban echados descansando, se levantó viento del Oeste. Desde el primer momento fue caliente como si soplara sobre brasas. Cuando Call estuvo dispuesto a poner el rebaño en marcha, el viento arreció y se encontraron en plena tormenta de arena. Soplaba tan fuerte que el ganado se resistía a soportarlo.

Newt y los hermanos Rainey, cabalgaban detrás como siempre. El viento azotaba la llanura y la arena, al barrer el suelo, empezaba a cortar. Newt encontró que si miraba al viento quedaba instantáneamente cegado. Mantuvo la cabeza gacha y los ojos cerrados. A los caballos tampoco les gustaba la arena. Empezaron a cabecear y saltar, irritados al verse forzados a soportar aquel viento.

—Esto es tener mala suerte —comentó Augustus a Call. Se subió el pañuelo sobre la boca y la nariz y se bajó todo lo que pudo el sombrero.

—No podemos parar aquí —dijo Call—. Estamos a mitad de camino del agua.

—Sí, y algunas reses seguirán a mitad de camino cuando esto termine de soplar —concluyó Augustus.

Call ayudó a Lippy y al cocinero a amarrar todo lo de la carreta. Lippy, aborrecía el viento, parecía asustado. Po Campo no decía nada.

—Es mejor que no ande esta noche —aconsejó Call a Po Campo—. Podría perderse.

—Esta noche podemos perdernos todos —murmuró Po Campo. Cogió un viejo mango de hacha que a veces utilizaba como bastón y siguió andando, pero por lo menos consintió en andar junto a la carreta.

Ninguno de los hombres, acostumbrados a las tormentas de arena, recordaba semejante puesta de sol. Era como una brasa ardiente bordeada de negro mucho antes de que tocara el horizonte. Cuando se puso, el borde de la tierra quedó por unos minutos del color de la sangre. El resplandor no tardó en ser tragado por la arena. Jasper Fant deseó por milésima vez haberse quedado en Texas. Dish Boggett estaba obsesionado por la sensación de que un río de arena fluía por encima de su cabeza. Creyó verlo cuando contempló la media luz fantasmagórica, algo así como si el mundo se hubiera vuelto panza arriba y el camino que debía estar bajo sus pies estuviera sobre su cabeza. Tenía la sensación de que si el viento cedía, el río de arena se desplomaría y lo enterraría.

Call les aconsejó que estuvieran tan cerca del ganado como pudieran y que lo mantuvieran en marcha. Cualquier res que se alejara moriría de hambre.

A Augustus aquella orden le pareció una insensatez.

—El único medio de mantener el ganado agrupado sería rodeándolo con una cuerda… y no tenemos cuerdas tan largas —comentó.

Poco después del anochecer se comprobó que tenía razón. Ninguno de los animales quería meterse en el viento. Se hizo rápidamente necesario que los vaqueros cubrieran los ojos de sus caballos con sus chaquetas o camisas, pero a pesar de las precauciones de los hombres pequeños grupos de ganado empezaron a rezagarse. Newt intentó sin éxito hacer volver a dos grupos, pero las reses no le hicieron caso ni siquiera cuando les echó su caballo encima. Por fin los dejó sintiéndose culpable por hacerlo, pero no lo bastante como para arriesgarse a perderse él. Sabía que si perdía el rebaño estaba acabado; sabía que aún faltaba un gran trecho para llegar al agua y a lo mejor no la encontraba, aunque montaba el magnífico alazán que Clara le había regalado.

Call se sentía enfermo de preocupación. La tormenta de arena era una fatalidad porque retrasaba al rebaño y minaba las fuerzas de los animales justo cuando necesitaban toda la que les quedara para llegar al agua. Y él no podía hacer nada para remediarlo. Trató de atar una camisa vieja sobre los ojos de la Mala Bestia pero ella se debatió tan vigorosamente que decidió abandonar.

Cuando arreció la tormenta pareció como si el rebaño se partiera en fragmentos. Era difícil ver a diez pasos y pequeños grupos de reses se fueron separando, dejando atrás a los vaqueros. Deets, confiando en su habilidad para orientarse, cabalgó al oeste del rebaño y logró que volvieran las reses que fue encontrando. Pero finalmente se hizo tan oscuro que incluso Deets no podía hacer nada.

Augustus cabalgaba a través de la tormenta con cierta indiferencia, pensando en las dos mujeres que acababa de dejar. No se interesó por el ganado rezagado. Eso era cosa de Call. En cuanto a él, creía merecer encontrarse en mitad de la tormenta en la llanura del Wyoming por haber sido tan loco como para abandonar a las mujeres. No era hombre predispuesto a sentirse culpable; simplemente estaba enojado consigo mismo por lo que consideraba un error de juicio.

Con gran alivio de Call, la tormenta cedió a las tres horas. El viento desapareció gradualmente y la arena volvió a colocarse bajo sus pies en lugar de azotarles. La luna no tardó en dejarse ver y el cielo se llenó de brillantes estrellas. Hasta la mañana sería imposible calcular cuántas reses se habían perdido, pero por lo menos el rebaño principal estaba todavía bajo control.

La tormenta y el largo camino del día anterior se habían cebado en su energía. Al amanecer, la mitad de los hombres estaban dormidos sobre sus monturas. Querían pararse, pero Call les empujó de nuevo hacia delante; sabía que habían perdido terreno y no estaba dispuesto a parar solo porque los hombres tuvieran sueño. Toda la mañana cabalgó en medio del rebaño, animando a los hombres a empujar el ganado. No sabía hasta dónde habían llegado, pero sabía que todavía les faltaba un día entero de marcha. La falta de agua empezaba a notarse en los caballos, y el ganado más débil andaba dando traspiés.

Deets solo había traído de vuelta la mayor parte de los grupos rezagados, ninguno de los cuales se había alejado mucho. La llanura era tan vasta y plana que el ganado era visible a muchos kilómetros, por lo menos para Augustus y para Deets que eran quienes tenían mejor vista.

—Allí hay un grupo que se te ha escapado —dijo Augustus señalando hacia el Noroeste. Deets miró, asintió, y fue en su busca. Jasper Fant miraba sin ver nada más que oleadas de calor y cielo azul.

—Creo que necesito gafas —dijo—. No veo nada más que nada.

—Un cerebro débil genera una visión débil —sentenció Gus.

—Todos tenemos cerebros débiles o no estaríamos aquí —protestó Soupy amargado. Últimamente y sin que nadie se explicara la razón se había vuelto visiblemente descontento.

Call se detuvo finalmente a mediodía. El esfuerzo de hacer avanzar a los rezagados agotaba a los caballos. Cuando los vaqueros llegaron a la carreta, la mayoría bebió agua y cayeron profundamente dormidos en el suelo, sin pensar ni en mantas ni en sillas. Po Campo racionó cuidadosamente el agua dando a cada hombre tres sorbos. Newt se hubiera bebido mil sorbos; ninguna cosa le había parecido jamás tan deliciosa. Nunca había supuesto que el agua pudiera ser tan apetecible. Recordó las muchas veces que bebió cuanto quiso sin darle importancia. Si alguna vez volvía a tener otra oportunidad la saborearía mejor.

Call les dejó descansar tres horas y después les aconsejó que se pasaran a los mejores caballos. Algunas de las reses estaban tan débiles que los vaqueros tenían que desmontar, tirarles del rabo y gritarles para que se levantaran. Call sabía que si no llegaban en la marcha siguiente tendrían que abandonar el ganado para salvar a los caballos. Incluso después del descanso muchos animales iban con la lengua colgando. Se negaban tercamente a moverse, pero después de ímprobos esfuerzos por parte de los agotados vaqueros se reemprendió la marcha.

A través del atardecer y bien entrada la noche, el ganado fue dando tumbos por la llanura y los animales más débiles se fueron quedando cada vez más rezagados. Al despuntar el día, el rebaño estaba disperso en más de ocho kilómetros, y la mayoría de los hombres avanzaba con la misma indiferencia que el ganado. El día era tan caluroso como cualquiera de los que recordaban del sur de Texas. El viento que les había azotado el día anterior se negaba incluso a regalarles una pequeña brisa, y a los hombres les parecía que la última humedad que conservaban sus cuerpos se les escapaba en forma de sudor. Todos suspiraban por la llegada de la noche y miraban constantemente al sol, pero el sol parecía tan inmóvil como si estuviera sujeto por un cable.

Parte del ganado empezó a dar la vuelta en dirección al agua que habían dejado atrás dos días antes. Newt, que bregaba con un grupo, casi fue derribado por tres bueyes que se le echaron encima. Se quedó estupefacto al darse cuenta de que las reses no parecían verle. Iban dando traspiés con los ojos en blanco. Impresionado, cabalgó junto al capitán.

—¡Capitán, se están quedando ciegas!

—No es una ceguera real —respondió Call sombrío—. Se ponen así cuando están verdaderamente sedientas. Intentan regresar a la última agua.

Dijo a los hombres que se olvidaran del ganado más débil y que trataran de mantener en movimiento al más fuerte.

—Deberíamos llegar al agua esta noche —anunció.

—Si llegamos a la noche… —observó Augustus.

—No podemos pararnos y morir —replicó Call.

—No pienso hacerlo. Pero algunos hombres sí podrían. El irlandés delira. No está acostumbrado a semejante sequedad.

El tremendo calor había enloquecido a Allen O’Brien. De vez en cuanto intentaba cantar, aunque tenía la lengua hinchada y los labios cuarteados.

—No es preciso que cantes —le dijo Call.

Allen O’Brien le miró enojado.

—Necesito llorar, pero no tengo lágrimas. Este maldito país me ha quemado las lágrimas.

Call llevaba tres días sin dormir y empezaba a sentirse confuso. Sabía que el agua no estaba lejos, pero de todos modos el cansancio le hacía dudar. Quizá fueron ciento sesenta kilómetros y no ciento treinta. Si era así no llegarían nunca. Trató de recordar, estrujándose la mente, en busca de detalles que le indicaran a qué distancia podía estar el río, pero en aquella llanura seca había pocas, y cuanto más se concentraba más se le escapaba la mente. Montaba la Mala Bestia pero durante largos trechos imaginaba que seguía montando de nuevo al viejo Ben, un mulo en el que había confiado muchas veces durante sus campañas en los llanos. Ben poseía un sentido infalible de la orientación y un buen olfato para el agua. No era rápido, pero era seguro. En aquella época, algunos hombres se habían mofado de él por montar un mulo, pero Call no les hizo caso. Se jugaba la vida o la muerte y Ben era el animal en el que más podía confiar, aunque era el más feo.

Aquella mañana los hombres habían bebido el agua que le quedaba a Po Campo y apenas había bastado para humedecer sus lenguas. Po Campo la había repartido severamente, cuidando de que nadie recibiera más de lo que le correspondía. Aunque el viejo había caminado todo el tiempo, utilizando el mango del hacha como bastón, no parecía especialmente cansado.

Por el contrario, Call lo estaba tanto que pensaba que se le iba la cabeza. Por más que lo intentara no conseguía mantenerse despierto. Una vez se quedó dormido unos pasos y despertó sobresaltado con el convencimiento de que estaba luchando de nuevo en la batalla de Fort Phantom Hill. Miró a su alrededor en busca de indios pero solo vio al rebaño ciego de sed, con sus largas lenguas colgando, respirando con dificultad. Volvió a oscurecerse su mente y cuando despertó era de noche. La Mala Bestia iba al trote. Cuando abrió los ojos vio trotar al toro de Texas junto a él. Buscó las riendas pero las había perdido. Tenía las manos vacías. Luego vio con asombro que Deets las sostenía y que conducía a la Mala Bestia.

Era la primera vez que alguien conducía a su yegua. Call se sintió abrumado.

—Eh, estoy despierto —dijo con la voz apagada como un murmullo.

Deets se detuvo y le entregó las riendas.

—No quise que se cayera y que se quedara atrás, capitán. El agua ya está cerca.

Era evidente, a juzgar por el paso más rápido del ganado, y por cómo los caballos enderezaban las orejas. Call trató de sacudirse el sueño, pero era como si se le hubiera pegado. Podía ver, pero le costaba un gran esfuerzo moverse y no estaba en condiciones de hacerse cargo del mando inmediatamente.

Augustus se le acercó al parecer despejado.

—Todo el mundo debería colocarse delante —dijo—. Habrá que separar al ganado cuando llegue al agua para que no se amontone en el primer charco que encuentre y se atropelle.

La mayoría de las reses estaban demasiado débiles para correr, pero se lanzaron al trote. Call pudo por fin sacudirse el sueño y ayudó a Dish, Deets y Augustus a separar al ganado. Pero su éxito fue parcial. El ganado se movía como un ejército ciego, con el olor a agua en su olfato. Afortunadamente llegaron al río que había dicho Call, y había más agua. El ganado se desparramó por propio impulso.

Call no se había recobrado aún del impacto de verse conducido. Sabía que Deets había obrado bien. Había seguido soñando en Ben y en aquel día caluroso en Phantom Hill, y si hubiera resbalado de su caballo se habría quedado dormido en el suelo. Pero era la primera vez en su vida que no había podido realizar un trabajo en plenitud de facultades, y aquello le preocupaba.

El ganado fue llegando al río durante toda la noche y el día siguiente, incluso algunas reses que Call había supuesto muertas y pudriéndose en el camino. Un día en el agua consiguió hacer milagros. Augustus y Dish hicieron el recuento, cuando acabaron de llegar los animales rezagados, y al parecer solo se habían perdido seis cabezas.

El irlandés pasó la mayor parte del día sentado dentro de un charco del Salt Creek, recuperándose de su delirio. No recordaba haber perdido la cabeza y se ponía furioso cuando los otros se lo recordaban, burlándose de él. Newt, que se había propuesto beber todo el día cuando llegara al agua, pronto se dio cuenta de que no podía tragar una gota más. Dedicó su ocio a complicados juegos de habilidad con los Rainey.

Deets se marchó a explorar y volvió informando que el territorio no mejoraba hacia el Oeste; la hierba era tan escasa como el agua en aquella dirección. Lejos, en dirección Norte, podían ver una línea de montañas; discutieron mucho sobre qué montañas podían ser.

—¡Pues las Montañas Rocosas! —dijo Augustus.

—¿Tendremos que escalarlas? —preguntó Jasper. Había sobrevivido a la sequía, pero no le apetecía escalar montañas.

—No —respondió Call—. Iremos hacia el Norte, siguiendo el curso del río Powder, hasta caer en Montana.

—¿Cuántos días nos faltan? —preguntó Newt. Casi se había olvidado de que Montana era un lugar real adonde podían llegar algún día.

—Creo que tres semanas o poco más y encontraremos el Yellowstone.

—¿El Yellowstone, ya? —exclamó Dish Boggett. Era el último río, o por lo menos el último río del que alguien había oído hablar. Al mencionarlo todo el campamento se quedó silencioso mirando a las montañas.

Paloma solitaria
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