7

Jake Spoon estaba en la puerta de la casa, mirando cómo Deets y Call se dirigían al granero. Había estado esperando volver a casa desde el momento mismo en que se asomó a la puerta del saloon y vio al muerto caído en el barro al otro lado de la calle principal de Fort Smith, pero ahora que había vuelto a casa, pensó en lo difíciles que podían ponérseles las cosas si Call no estaba de buen humor.

—Los pantalones de Deets son un desastre, ¿no crees? —comentó—. Me parece que solía vestir mejor.

Augustus rio entre dientes.

—Solía vestir peor —dijo—. Recuerda aquel abrigo de piel de cordero que tuvo quince años. No podías acercarte a cinco pasos de él sin que los piojos te saltaran encima. Fue por el abrigo por lo que le hicimos dormir en el granero. Yo no soy remilgado, salvo cuando se trata de piojos.

—¿Y qué fue de él?

—Lo quemé —admitió Augustus—. Lo hice un verano en que Deets se había ido de viaje con Call. Le conté que un cazador de búfalos se lo había robado. Deets estaba dispuesto a seguirle el rastro y recuperar su abrigo, pero le hice desistir.

—Era su abrigo —dijo Jake—. Lo encuentro natural.

—Pero Deets no lo necesitaba. Aquí no hace frío. Deets se había aficionado a él porque hacía mucho tiempo que lo tenía. ¿Te acuerdas dónde lo encontramos? ¿No venías tú también?

—Puede que estuviera con vosotros, pero no me acuerdo —dijo Jake y encendió un cigarrillo.

—Encontramos el abrigo en una cabaña abandonada arriba, en el Brazos —dijo Augustus—. Imagino que los colonos que salieron corriendo pensaron que era demasiado pesado para llevarlo. Pesaba tanto como un cordero, y por eso Call se lo regaló a Deets. Era el único de nosotros capaz de llevarlo todo el día. ¿No lo recuerdas, Jake? Era por la época en que tuvimos aquella escaramuza en Fort Phantom Hill.

—Recuerdo la escaramuza, pero lo demás me resulta borroso. Imagino que lo único que hacéis vosotros es sentaros y hablar de los viejos tiempos. Yo todavía soy joven, Gus. Tengo que ganarme la vida.

En realidad, lo que recordaba era que tenía miedo siempre que cruzaba el Brazos, porque solo eran diez o doce y no había razón para no suponer que podían tropezar con un centenar de comanches o kiowas. Hubiera sido feliz dejando de ser ranger si hubiera sabido cómo hacerlo sin que pareciera mal, pero no había medio. Al final sobrevivió a doce ataques indios y muchas escaramuzas con bandidos, para acabar metiéndose en líos en Fort Smith, el pueblo más seguro que se pueda imaginar.

Ahora que había vuelto se acordaba de Maggie, que siempre le amenazaba con morirse si la dejaba. Por supuesto, había creído que era una chiquillada, el tipo de cosas que dicen todas las mujeres cuando tratan de retener a un hombre. Jake había oído lo mismo a lo largo de todo el camino, en San Antonio, Fort Worth, Abilene, Dodge, Ogallala, Miles City…, palabras de las prostitutas que pretendían estar enamoradas. Pero Maggie había muerto realmente, cuando él solo pensó que cambiaría de pueblo. Era un triste recuerdo al volver a casa, aunque por lo que sabía, Call aún lo había hecho mucho peor que él.

—Jake, observo que no me has contestado sobre Clara —protestó Augustus—. Si fuiste a visitarla me gustaría que me lo contaras, aunque te envidie.

—Bueno, no tienes mucho que envidiarme. Solo la vi un minuto, frente a una tienda en Ogallala. El maldito Bob estaba con ella, así que solo pude tocarme el sombrero y decir buenos días.

—Jake, te juro que creía que eras más valiente. Viven en Nebraska, ¿verdad?

—Sí, en el North Platte. Él es el mayor tratante de caballos del territorio. El Ejército le compra casi todos los caballos, el Ejército que hay por allá, y el Ejército gasta muchos caballos. Yo diría que es muy rico.

—¿Tienen hijos? —preguntó Augustus.

—Creo que dos niñas. Oí decir que los chicos murieron. Bob no estuvo demasiado amable…, ni siquiera me invitaron a cenar.

—Incluso el tonto de Bob tiene juicio suficiente para mantener a gente como tú lejos de Clara. ¿Qué tal estaba?

—¿Clara? No tan bonita como antes.

—Supongo que la vida es dura en Nebraska —comentó Gus.

Durante unos minutos, ni uno ni otro tuvo nada que decir. Jake encontraba de mal gusto que Gus hablara de Clara, una mujer por la que ya no sentía ninguna simpatía desde que le había dejado para casarse con un idiota tratante de caballos de Kentucky. Incluso si se la hubiera quedado Gus, no habría sido un golpe tan duro porque Gus había sido su novio antes de que él la conociera.

Augustus sentía su propio dolor. Se sentía molesto sobre todo porque Jake había visto a Clara, mientras que él debía conformarse con chismes ocasionales. A los dieciséis años había sido tan bonita que quitaba el aliento…, y también lista, como pronto demostró, después de que sus padres murieran en la gran incursión de los indios en el 56, la peor en aquella parte del país. Clara asistía a la escuela en San Antonio, pero regresó inmediatamente a Austin y se ocupó de la tienda de sus padres; los indios habían intentado incendiarla, pero por alguna razón el fuego no prendió.

Augustus creyó poder conquistarla aquel año, pero él estaba casado con su segunda esposa y cuando esta murió, Clara se había vuelto tan independiente que no resultaba nada fácil conquistarla.

En realidad resultó imposible. No quiso saber nada de él ni de Jake, y en cambio, se casó con Bob Allen, un hombre tan tonto que no podía cruzar una puerta sin golpearse la cabeza. No tardaron en irse al Norte; desde entonces Augustus mantenía el oído alerta para enterarse de si había enviudado. No quería nada malo para Clara, pero negociar con caballos en tierra de indios era arriesgado. Si Bob sufría una muerte temprana, como otros habían sufrido, quería ser el primero en ofrecer su ayuda a la viuda.

—Ese Bob Allen es un hombre con suerte —observó—. He conocido a comerciantes de caballos que no duraron ni un año.

—Tú también eres un comerciante de caballos —le dijo Jake—. Os habéis encallado aquí. Debisteis de ir hacia el Norte hace tiempo. En el Norte aún quedan infinidad de oportunidades.

—Puede que sí, Jake, pero lo único que has hecho tú es matar a un dentista. Por lo menos nosotros no hemos cometido crímenes ridículos.

Jake sonrió.

—¿Tienes algo de beber por aquí? O estás todo el santo día sentado con la garganta seca…

—Se emborracha —afirmó Bolívar, despertando de pronto.

—Vamos a dar una vuelta —sugirió Augustus poniéndose en pie—. A este hombre no le gusta ver gente sentada, en su cocina, sin hacer nada, después de cierta hora.

Salieron al calor de la mañana. El cielo estaba ya blanco. Bolívar les siguió fuera, recogiendo un lazo de cuero que guardaba sobre un montón de leña junto al porche. Le observaron dirigirse hacia el chaparral, con el lazo en la mano.

—El viejo pistolero no es muy correcto —observó Jake—. ¿Adónde va con ese lazo?

—No se lo he preguntado —respondió Augustus.

Caminaron hacia el barracón, que por una vez estaba libre de serpientes de cascabel. Le divirtió pensar en lo cabreado que se pondría Call cuando al llegar a mediodía les encontrara borrachos. Pasó la jarra a Jake, ya que este era el invitado. Jake bebió un trago moderado.

—Ahora, si dispusiéramos de una sombra para bebernos esto, nos pondríamos en plena forma —dijo Jake—. Supongo que no habrá ninguna puta en el pueblo, ¿verdad?

—Eres un bribón —comentó Augustus quitándole la jarra—. ¿Eres tan rico que esto es lo único en lo que puedes pensar?

—Se puede pensar en esto, rico o pobre.

Se agacharon a la sombra del barracón, con la espalda apoyada en el adobe, que todavía estaba fresco por un lado porque el sol no le pegaba aún. Augustus no vio la necesidad de mencionar a Lorena, porque sabía que Jake no tardaría en descubrirla por sus propios medios y probablemente a la semana ya la tendría enamorada de él. La inoportunidad del pobre Dish Boggett le hizo sonreír, porque era seguro que el regreso de Jake condenaría cualquier posibilidad que Dish hubiera podido tener. Dish se había comprometido a cavar un pozo por nada, porque cuando se trataba de enamorar mujeres, Jake no tenía rival. Sus grandes ojos las convencían de que sin ellas estaría perdido, y ninguna quería que se perdiera.

Mientras estaban agachados junto al barracón, los cerdos se acercaron a husmear en busca de algo que comer. Pero en el patio no había ni un saltamontes. Se detuvieron y contemplaron a Augustus.

—Iros al saloon —les dijo—. A lo mejor encontráis el sombrero de Lippy.

—La gente que tiene cerdos vale poco más que los granjeros —dijo Jake—. Tú y Call me sorprendéis. Pensé que cuando dejarais de ser guardianes de la Ley, por lo menos os haríais ganaderos.

—Pues yo pensé que ya serías el dueño de un ferrocarril —replicó Augustus—. O de una casa de putas, por lo menos. Supongo que la vida ha sido una decepción para los dos.

—Puedo no tener fortuna, pero nunca he dirigido la palabra a un cerdo —protestó Jake.

Ahora que estaba en casa y otra vez con sus amigos, empezaba a sentir sueño. Después de unos cuantos tragos y de un poco más de conversación, se echó tan pegado como pudo al barracón para disponer de sombra el mayor tiempo posible. Levantó el codo y echó otro trago.

—¿Cómo es posible que Call te permita estar sentado y bebiendo esto todo el día? —preguntó.

—Call nunca ha sido mi jefe. El que yo beba no es cosa suya.

Jake dejó vagar la mirada por los esmirriados pastos. Había matas de hierba aquí y allá, pero la tierra parecía sobre todo dura como pizarra. Oleadas de calor se alzaban de ella como vapores de petróleo. Algo se movió en su campo de visión y por un momento creyó ver un extraño animal pardo bajo una mata del chaparral. Al fijarse un poco más se dio cuenta de que era el trasero desnudo del mejicano.

—Oye, ¿por qué se ha llevado el lazo si lo único que quería era cagar? ¿De dónde sacasteis a este tipo grasiento?

—Mantenemos una residencia benéfica para criminales retirados —le respondió Augustus—. Si te retiras podrás solicitar plaza.

—Maldita sea, se me había olvidado lo feo que es este país. Si hubiera mercado para carne de serpiente, estoy seguro de que este sería el punto ideal para enriquecerse.

Después de estas palabras se cubrió la cara con el sombrero y a los dos minutos roncaba dulcemente. Augustus devolvió la jarra al barracón. Pensó que mientras Jake durmiera podría ir a visitar a Lorie; una vez bajo el hechizo de Jake, este seguramente le exigiría que suspendiera momentáneamente sus actividades profesionales.

Augustus contempló filosóficamente la perspectiva; sabía por experiencia que las relaciones entre un hombre y una mujer estaban invariablemente sujetas a interrupción, a veces de naturaleza más duradera de lo que Jake Spoon era capaz de provocar.

Dejó a Jake durmiendo y bajó andando por el centro de Hat Creek. Al pasar por los corrales, vio a Dish dando vueltas al torno para subir un cubo de tierra del nuevo pozo. Call estaba en el solar trabajando con la Mala Bestia. La había amarrado a un poste y la abanicaba con la manta de la silla. Dish estaba tan empapado como si acabara de salir del abrevadero del caballo. Había sudado a través de la cinta del sombrero e incluso del cinturón.

—Dish, estás empapado —dijo Augustus—. Si hubiera un pozo por aquí, pensaría que te habías caído en él.

—Si supieran ustedes beber sudor no necesitarían un pozo —replicó Dish. Augustus tuvo la impresión de que el tono no había sido amistoso.

—Considéralo así, Dish —dijo Augustus—. Trabajando de este modo estás ganando el cielo.

—Al infierno con el cielo —masculló Dish.

Augustus sonrió:

—Verás, la Biblia solo te pide el sudor de la frente. Tú sudas incluso por la hebilla del cinturón, Dish. Esto te pondrá a bien con los serafines.

El comentario se perdió para Dish, que lamentaba amargamente su tontería en dejarse arrastrar a tan indigno trabajo. Augustus estaba allí riéndose de él porque el espectáculo de un hombre sudando era la cosa más divertida del mundo.

—Debería echarle al agujero de una patada —saltó Dish—. Si no me hubiera prestado aquel dinero ahora estaría a mitad de camino de Matagorda.

Augustus se acercó a la valla para ver cómo Call trabajaba a la yegua. En aquel momento se disponía a echarle la silla sobre el lomo. La había atado corta, pero ella seguía con la mirada puesta de tal modo que pudiera vigilarle por si se descuidaba.

—Deberías vendarle los ojos —le aconsejó Augustus—. Pensaba que lo sabrías.

—No la quiero con los ojos vendados.

—Si los tuviera vendados, la próxima vez en lugar de morderte a ti mordería el poste.

Call la obligó a aceptar la manta y levantó la silla. Tal como estaba atada, no podía morderle, pero tenía sueltas las patas traseras. Se mantuvo cerca de su lomo mientras se disponía a echarle la montura. La yegua le soltó una coz. No le alcanzó a él, pero sí a la montura, que casi le quitó de las manos. Call volvió a arrimarse al lomo de la yegua y dispuso de nuevo la montura.

—¿Te acuerdas de aquel caballo que arrancó todos los dedos del pie del viejo…? Los del pie izquierdo, quiero decir. El viejo se llamaba Harwell. Fue a la guerra y le mataron en Vicksburg. Después de perder los dedos del pie, ya no valió gran cosa. Naturalmente, el caballo que se los arrancó tenía una cabeza como una calabaza. No creo que una yegua pequeña como esta pueda arrancarte cinco dedos de un solo bocado.

Call dejó la silla encima de ella, pero tan pronto como los estribos rozaron su vientre la yegua se alzó tan alto como pudo y la montura voló a veinte pasos de distancia. Augustus soltó una carcajada. Call fue al granero y volvió con una cuerda de cuero.

—Si quieres que te ayude no tienes más que decírmelo —ofreció Augustus.

—No necesito tu ayuda.

—Call, no aprenderás nunca. Hay infinidad de caballos dóciles en el mundo. ¿Por qué un hombre con tu responsabilidad se empeña en malgastar su tiempo con una yegua a la que se tiene que atar y vendar los ojos antes de que se la pueda echar la silla encima?

Call le ignoró. Al momento la yegua levantó la pata trasera con la sana intención de cocear lo que estuviera más cerca. Él le cogió el pie con la cuerda de cuero amarrándolo al poste. Esto dejaba a la yegua con solo tres patas, de modo que no podía cocear sin caerse. La bestia se le quedó mirando por el rabillo del ojo, temblando un poco de indignación, pero aceptó la silla.

—¿Por qué no haces tratos con Jake? Si no le ahorcan podría enseñarle el paso de andadura.

Call dejó la yegua ensillada, amarrada y sobre tres patas, y se acercó a la valla para fumar un poco y dejar que la yegua considerara la situación.

—¿Dónde está Jake? —preguntó.

—Echando un sueñecito —respondió Augustus—. Imagino que la inquietud lo ha agotado.

—No ha cambiado nada —comentó Call—. Nada de nada.

Augustus se echó a reír.

—¡Mira quién habla! ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste? Debió ser antes de que nos conociéramos y eso fue hace treinta años.

—Fíjate cómo nos mira. —En efecto, la yegua les miraba, incluso tenía las orejas apuntándoles.

—Yo no me lo tomaría como un cumplido. No es que nos mire porque te ame…

—Di lo que quieras —objetó Call—, pero nunca he visto a una yegua tan inteligente.

Augustus volvió a reírse.

—Ah, eso es lo que buscas, ¿verdad? Inteligencia. Tú y yo, tenemos ideas opuestas sobre las cosas. Es de las criaturas inteligentes de las que debes desconfiar. No importa que sean caballos, mujeres o indios. Aprendí hace mucho tiempo que hay mucho que decir en favor de los tontos. Un caballo tonto puede meterse en un agujero de vez en cuando, pero por lo menos puedes volverle la espalda sin miedo a perder un trozo de carne.

—Yo prefiero que mis caballos no se metan en agujeros. ¿Crees realmente que alguien persigue a Jake?

—Es difícil de saber. Jake ha sido siempre muy asustadizo. Ha visto más indios que resultaron ser matas de salvia que ningún hombre que conozca.

—Un dentista muerto no es una mata de salvia —observó Call.

—No…, en este caso el factor desconocido es el sheriff. A lo mejor no le gustaba su hermano. A lo mejor cualquier forajido se lo cargará antes de que pueda perseguir a Jake. A lo mejor se perderá y aparecerá en Washington D. C. O quizás aparezca mañana y nos elimine a todos. Yo no apostaría mi dinero.

Guardaron silencio un buen rato. Solo se oía el chirrido del malacate mientras Dish subía otro cubo de tierra.

—¿Por qué no vamos al Norte? —preguntó Call, cogiendo a Augustus por sorpresa.

—Pues, no lo sé. Nunca lo he pensado y hasta ahora tampoco tú lo habías pensado. Creo que somos algo viejos para ir a luchar contra los indios.

—No creo que haya muchos —afirmó Call—. Ya has oído a Jake. Es lo mismo allá que aquí. Los indios no tardarán en ser barridos. Y cuando Jake ve el país sabe si es bueno. Parece como si fuera el paraíso de los ganaderos.

—No, lo que parece es una maldita inmensidad perdida —dijo Augustus—. Ni siquiera hay una casa donde podamos ir. He dormido más que suficientemente sobre el suelo, para toda una vida. Ahora lo único que deseo es un poco de civilización. No necesito ni óperas ni tranvías, pero disfruto con una cama decente y un buen techo para protegerme del tiempo.

—Dijo que se podía hacer fortuna —continuó Call—. Es evidente que está en lo cierto. Alguien tiene que colonizar aquello y conseguir la tierra. Supón que lleguemos primero. Podríamos comprarte cuarenta camas.

Lo que sorprendía a Augustus no era lo que sugería Call, sino cómo lo decía. Durante años Call había contemplado la vida como si ya hubiera terminado. Call jamás había sido un hombre que pudiera pensar en muchas razones para ser feliz, pero había sido alguien que sabía lo que quería. Y lo que quería era que se hiciera lo que necesitaba ser hecho, y lo que necesitaba ser hecho era simple, si no fácil. Los colonos de Texas necesitaban protegerse de los indios por el Norte y de los bandidos por el Sur. Como ranger, Call había tenido una tarea que encajaba con él y había realizado su trabajo con un vigor que para otro hombre hubiera parecido felicidad.

Pero el trabajo se acabó. En el Sur solo fue cuestión de proteger los rebaños de los ricos, como el capitán King o Shanghai Pierce, que entre ambos tenían más ganado del que nadie pudiera necesitar. Por el Norte, el Ejército se había encargado de combatir a los comanches una vez fuera los rangers, y casi había acabado con ellos. Él y Call, que carecían de rango o status militar, no fueron bien recibidos por el Ejército, con fuertes a lo largo de toda la frontera noroccidental; los independientes rangers interferían siempre con el Ejército, o viceversa. Cuando empezó la Guerra Civil, el propio gobernador les llamó y les pidió que no abandonaran. Con tantos hombres bajo las armas, se necesitaba por lo menos un escuadrón de rangers de confianza para mantener la paz en la frontera.

Fue este destino lo que les llevó a Lonesome Dove. Después de la guerra nació el mercado de ganado, y todos los grandes terratenientes del sur de Texas empezaron a reunir ganado y a llevarlo hacia el Norte, a los ferrocarriles de Kansas. Cuando el ganado se convirtió en el objetivo y el país se llenó de vaqueros y ganaderos, él y Call dejaron finalmente de ser rangers. No les costaba nada cruzar el río y traerse unos centenares de cabezas cada vez, y vendérselas a los negociantes que eran demasiado perezosos para entrar en México. Prosperaron en pequeña escala; tenían bastante dinero en su cuenta de San Antonio y podían considerarse ricos, si esto les hubiera interesado. Pero no era así; Augustus sabía que nada de la vida que vivían le interesaba especialmente a Call. Tenían dinero para comprar tierra, pero no lo hicieron, aunque todavía podía conseguirse mucha tierra por muy poco dinero.

Cuando Augustus reflexionaba sobre ello comprendía que habían vagabundeado demasiado. Eran gente de a caballo, no de ciudad; en eso se parecían más a los comanches de lo que Call hubiera querido admitir. Llevaban más de diez años en Lonesome Dove y lo poco que habían adquirido tenía tan poco valor que a ninguno de los dos le hubiera dolido nada ensillar y largarse.

A decir verdad, a Augustus le parecía que esto era lo que ambos habían creído siempre que ocurriría. No pertenecían a la casta de los colonos. Él y Call hablaban de vez en cuando de irse hacia el oeste de Pecos y hacer de rangers allí; pero hasta el momento los pocos colonos no habían desafiado a los apaches, así que no se necesitaban rangers.

Augustus no había esperado que Call se diera por satisfecho dedicándose a traer ganado mejicano, pero tampoco había contado con que de pronto decidiera irse a Montana. Era evidente que la idea se había apoderado de él.

—Te diré lo que vas a hacer, Call. Tú, Deets y Pea os vais a Montana y construís una casita bien cómoda con una buena chimenea y una cama por lo menos, que me esté esperando para cuando yo llegue. Después echáis a los últimos cheyenne, a los blackfeet y a cualquier sioux que os parezca turbulento. Una vez hecho esto, yo, Jake y Newt reuniremos el ganado y nos encontraremos en Powder River.

Call parecía casi divertido.

—Me gustaría ver el ganado que reuniríais tú y Jake. Quizás un rebaño de putas.

—Tengo la seguridad de que sería una bendición si pudiéramos llevar un rebaño de estas características hacia arriba. Imagino que en todo el territorio aún no hay una mujer decente.

De pronto se le ocurrió la idea de que no se podía llegar a Montana sin cruzar el Platte, y Clara vivía en el Platte. Con o sin Bob Allen, le invitaría a cenar aunque solo fuera para presumir de hijas. Las noticias de Jake podían ser atrasadas. Quizás incluso había dejado a su marido desde que Jake pasó por allí. En todo caso, a los maridos se les ha engañado no pocas veces en la historia del mundo, aunque solo sea para poner un plato más en la mesa para un viejo rival. Estos pensamientos le hicieron ver todo el proyecto desde una perspectiva más atractiva.

—¿A qué distancia crees que queda Montana, Call?

Call miró por encima del llano polvoriento, como si calculara con la vista la sucesión de llanuras que se extendían hasta más allá de lo que se oía hablar a los hombres. Aquella mañana, Jake había mencionado Milk River, un río del que nunca había oído hablar. Conocía el país bien y nunca se había perdido en él, pero el país que conocía bien terminaba en el río Arkansas. Había conocido a hombres que hablaban del Yellowstone como si fuera el límite del mundo; incluso Kit Carson, al que había visto en dos ocasiones, no le había hablado de lo que había al norte de aquello.

Entonces su memoria retrocedió al campamento que años atrás habían montado en Brazos, como un capitán del Ejército; había un explorador de Delaware con él y este había ido más lejos que cualquier hombre conocido, hasta el mismo nacimiento del Missouri.

—¿Te acuerdas de Black Beaver, Gus? Él nos diría lo lejos que está.

—Me acuerdo. Para mí siempre fue un misterio cómo un indio de piernas tan cortas podía recorrer tanto terreno.

—Él aseguraba que había recorrido desde Columbia a Río Grande —dijo Call—. Esto me parece que es conocer mucho país.

—Verás, era un indio. No tenía que ir estableciendo la ley y el orden y hacer el país seguro para los banqueros y los maestros de escuela dominical, como nosotros. Supongo que es por esto por lo que estás dispuesto a ir hasta Montana. Quieres establecer unos cuantos Bancos más.

—Me ofendes —dijo Call—. Yo no soy banquero.

—No, pero has hecho muchos favores a muchos banqueros. Eso es lo que hemos hecho, ¿sabes? Matar a los malditos indios para que no molestaran a los banqueros.

—Molestaban a más gente que a los banqueros —recalcó Call.

—Sí, abogados, médicos, periodistas y todo tipo de viajeros.

—Por no hablar de mujeres y niños —añadió Call—. Y de los simples colonos.

—Es que las mujeres, los niños y los colonos son carne de cañón para los abogados y banqueros —comentó Augustus—. Forman parte del esquema. Cuando los indios matan a bastantes de ellos, se alza el clamor popular y entonces vamos y quitamos a los indios de en medio. Si siguen apareciendo, el Ejército se hace cargo y elimina muchos más. Finalmente el Ejército consigue acorralarlos a donde se les pueda encerrar, a una reserva, y entonces los banqueros y abogados aparecen de nuevo y ponen en marcha la civilización. Cada Banco de Texas debería pagarnos una comisión por el trabajo que hemos hecho. Si no fuera por este trabajo, todos los banqueros seguirían en Georgia, viviendo de ensalada de polvo y hojas de nabo.

—No sé por qué aguantaste tanto tiempo si pensabas de este modo —dijo Call—. Debiste volver a tu casa y enseñar en la escuela.

—Nada de eso. Yo quería ver el país antes de que los banqueros y los abogados se lo quedaran.

—Bueno, pero aún no han llegado a Montana.

—Si vamos nos irán detrás. Los primeros que lleguen te contratarán para que ahorques a todos los ladrones de caballos y a los indios que aún tengan ánimos, y tú lo harás y el lugar quedará civilizado. Entonces no sabrás qué hacer con tu tiempo, tal como te ha ocurrido en estos últimos diez años.

—No soy un niño —protestó Call—. Antes de que ocurra todo esto estaré muerto. En todo caso, no voy allí a establecer la Ley. Voy a llevar ganado. Jake ha dicho que es un paraíso para los ganaderos.

—Tú no eres un ganadero, Call. Ni yo tampoco. Si montáramos un rancho, no sé quién podría hacerse cargo.

A Call le pareció que la yegua ya llevaba demasiado tiempo sobre tres patas, y que había hablado suficientemente con Gus. A veces Gus decía cosas extrañas. Había matado tantos indios como cualquier ranger, y había sido testigo de tantas matanzas suyas que uno imaginaba que sabía lo que hacía y por qué; no obstante, cuando hablaba parecía estar de su parte.

—En cuanto al rancho —añadió—, el muchacho podría hacerse cargo. Ya es casi un hombre.

Augustus reflexionó un momento, como si nunca se le hubiera ocurrido semejante idea.

—Pues tal vez sí, Call. Creo que podría llevarlo si tú le dejaras y él se lo propusiera.

—No sé por qué no iba a querer hacerlo —dijo Call, y se acercó a la yegua.

Paloma solitaria
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