30

El primer buen baño que tomó Lorena fue en el río Nueces. Habían tenido un mal día tratando de abrirse camino por entre la espesura de mezquites y cuando llegaron al río decidió pararse, sobre todo porque encontró un lugar sombreado donde no había ni mezquites ni chumberas.

Jake no participó en la decisión porque estaba borracho. Había estado bebiendo whisky sin parar durante todo el camino y estaba tan inseguro en la silla que Lorena ni siquiera estaba segura de que fueran en la buena dirección. Pero iban por delante del ganado; desde cada claro podía mirar hacia atrás y ver la polvareda que levantaban las reses. Estaban muy lejos, pero directamente detrás de ellos, lo que la tranquilizaba. No sería agradable perderse, con Jake tan borracho.

Solo bebía porque la mano le dolía horrores. Probablemente le había quedado parte del pincho dentro. El pulgar había pasado del color blanco al granate. Esperaba encontrar pronto una ciudad donde hubiera un médico, pero en aquella parte del país no había otra cosa que chumberas y mezquites.

Era mala suerte que Jake tuviera ese accidente poco después de haber empezado el viaje, pero solo era un pincho. Lorena pensaba que lo peor era que se le pudriera. Cuando descabalgó, sus piernas eran tan inseguras que apenas pudo llegar a la sombra. Ella tuvo que amarrar los caballos y preparar el campamento, mientras Jake descansaba apoyado en un árbol y sin soltar la botella.

—¡Maldito calor! —protestó cuando ella se acercó un momento para mirarle la mano—. Quién sabe dónde acamparán los muchachos esta noche. Podríamos ir y jugar una partida.

—Y perderías. Estás demasiado borracho para jugar.

Vio un destello de rabia en los ojos de Jake. No le gustaba que se le criticara. Pero no dijo nada.

—Voy a lavarme —dijo Lorena.

—No te ahogues. Sería una lástima que te ahogaras camino de San Francisco.

Estaba furioso. Le irritaba que se le rechazara o que ella tomara ahora las iniciativas. Lorena respondió a su ira con el silencio. Sabía que el enfado duraría poco tiempo.

El río era verde y el agua fría bajo la superficie. Entró en el agua y se detuvo cuando le llegó a la cintura, dejando que la corriente se llevara las capas de polvo y de sudor. Cuando ya salía, sintiéndose limpia y ligera, tuvo un susto: una enorme tortuga estaba quieta en el lugar por donde había entrado en el río. Era tan grande como una tina de baño y tan fea que Lorena no quiso ni acercársele. Vadeó río arriba y al salir oyó un disparo. Jake estaba disparando a la tortuga. Después se acercó al agua, probablemente solo porque le gustaba verla desnuda.

—Eres todo un espectáculo —dijo sonriente. Luego volvió a disparar a la tortuga y falló. Disparó cuatro veces y todas las balas se hundieron en el barro. La tortuga, incólume, se deslizó en el agua.

—Siempre he sido mal tirador con la izquierda —se excusó.

Lorena se sentó sobre la hierba, al sol, y dejó que el agua resbalara sobre sus piernas. Jake se le acercó y empezó a frotarle la espalda. Sus ojos tenían una mirada febril.

—No sé cómo me gustas tanto.

Se tendió a su lado y tiró de ella hacia atrás. Era curioso mirar por encima de su cabeza y ver el claro cielo sobre ellos en lugar de las tablas desvencijadas del techo que la cobijaba en el «Dry Bean». Más que de costumbre la hacía sentirse fuera de donde estaba, lejos de Jake y de lo que este estaba haciendo. Encerrada en una alcoba le resultaba difícil aislarse, pero sobre la hierba, con el cielo arriba, era fácil.

Pero para Jake no era tan fácil terminar; estaba más enfermo de lo que ella había creído. Le temblaban las piernas y su cuerpo pesaba sobre ella. Le miró a la cara y vio que estaba asustado. Se quejaba, tratando de agarrarse a sus hombros con su mano dolorida. Luego, sin querer, resbaló de su posición encima de ella; trató de volver a colocarse, pero siguió resbalando. Por fin abandonó y se desplomó sobre ella, tan agotado que parecía haber perdido el sentido.

Cuando se incorporó, ella se deslizó de debajo. Miró a su alrededor, pero sin ver nada. Lorie se vistió y le ayudó a vestirse. Luego le apoyó contra un árbol, a la sombra. Encendió un fuego pensando que el café podría reanimarle. Mientras estaba sacando la cafetera del fardo oyó un chapoteo y al levantar la vista vio a un negro montado a caballo cruzando el río desde la otra orilla. El caballo no tardó en ponerse a nadar, pero el negro no parecía asustado. El caballo salió del agua chorreando, el hombre descabalgó y le dejó que se sacudiera.

—¿Cómo está, señorita? —saludó el negro. Jake se había adormilado y ni siquiera se enteró de que el negro estaba allí—. ¿El señor Jake está dormido?

—Está enfermo —explicó Lorena.

El negro se acercó, se agachó junto a Jake y con cuidado levantó su mano. Jake se despertó.

—¡Pero si es el viejo Deets! —exclamó—. Lorie, estamos salvados. Deets nos sacará de apuros.

—Estaba buscando un buen sitio para que el ganado cruce el río —dijo Deets—. El capitán me ha hecho explorador.

—Y tiene toda la razón. Hace veinte años nos habríamos perdido todos de no ser por ti.

—Tiene mucha fiebre —dijo Deets—. Deje que le saque este pincho de la mano.

—Pensaba que lo había sacado entero el otro día —contestó Jake—. Preferiría que me cortaras la mano antes de que revuelvas en ella.

—Oh, no. Hay que conservar su mano. A lo mejor la necesita para disparar a un bandido, si alguno me persigue.

Revolvió en la bolsa de su silla y volvió con una enorme aguja en la mano.

—Tengo que llevar una aguja para coserme los pantalones de vez en cuando —explicó a Lorena.

Después de poner la aguja en el fuego y de dejarla enfriar, tanteó cuidadosamente en el pulgar de Jake. Cuando empezó a hurgar en el dedo, Jake se puso a gritar, pero no se resistió.

—¡Malditos pinchos! —masculló entre dientes, débilmente.

Deets, con una sonrisa, levantó la aguja. La pequeña punta amarillenta del pincho estaba prendida en ella.

—Ahora podrá volver a barajar las cartas —dijo.

Jake parecía aliviado aunque todavía seguía sofocado por la fiebre.

—Ahora mismo jugaré contigo. Eres el único de todo el equipo que tiene dinero.

El negro sonrió y volvió a guardar la aguja en la bolsa de la silla. Después aceptó el café que Lorie le ofrecía.

—Señorita, debería cruzar el río —le aconsejó al devolverle la taza.

—¿Por qué? —preguntó Lorena—. Acabamos de acampar. Necesitará descansar.

—Descansen en el otro lado. Esta noche habrá tormenta. Mañana el río estará crecido.

Parecía difícil de creer. No había ni una sola nube en el cielo. Pero el tono con el que había hablado el hombre inspiraba confianza.

A Deets le pareció que la joven parecía triste. Miró hacia el sol que se estaba poniendo y dijo:

—Puedo ayudarles a instalarse. —El negro les recogió todo en un santiamén, amarrando sus rollos de ropa en lo más alto para evitar que se mojaran.

—Qué poco hemos utilizado este campamento, maldita sea —protestó Jake cuando se dio cuenta de que se ponían en marcha. Pero cuando Deets mencionó la tormenta, montó sin más y se adentró en el río. No tardó en estar en la otra orilla.

Fue una suerte que Deets se ofreciera a ayudarles. La yegua de Lorena se plantó y no quiso entrar en el río. Cuando el agua le llegaba al pecho, daba la vuelta y volvía a la orilla, poniendo los ojos en blanco y tratando de escapar. Pese a su valor, Lorena sintió crecer el miedo. Una vez la yegua estuvo a punto de caerse. Si se caía de verdad, podía dejar a Lorena atrapada debajo del agua verde. Trató de dominar el miedo. Habría de cruzar muchos ríos si quería llegar a San Francisco, pero la yegua seguía resistiéndose y tratando de dar la vuelta, y Lorena no podía evitar el pánico. Podía ver a Jake en la otra orilla. No parecía demasiado preocupado.

La tercera vez que la yegua dio la vuelta, el negro se puso inmediatamente a su lado.

—Déjemela a mí —le dijo.

Cuando le cogió las riendas, Lorena sintió más miedo que el que nunca había experimentado. Se agarró con tal fuerza a la crin del caballo que esta le cortó las manos. Luego cerró los ojos. Le resultaba insoportable ver que la cubría el agua. La yegua dio un salto y tuvo una sensación diferente. Estaban nadando. Oyó la voz del negro que tranquilizaba a la yegua. El agua le llegó a la cintura, pero no más arriba; después de un momento abrió los ojos. Casi estaban al otro lado. El negro miraba hacia atrás, vigilante, alzando un poco las riendas de la yegua de Lorena para mantenerle la cabeza fuera del agua. Luego sintió el retroceder del agua contra sus piernas al empezar a salir del río. Con una sonrisa, el negro le devolvió las riendas mojadas. Se agarraba con tal fuerza al animal que le costó un enorme esfuerzo de voluntad soltarse.

—Menos mal, es buena nadadora —comentó Deets—. Irá bien con esa yegua, señorita.

Lorena tenía los dientes apretados con tal fuerza que ni siquiera podía hablar para darle las gracias, aunque la embargaba la gratitud. De no haber sido por él estaba segura de que se habría ahogado. Jake ya había soltado su ropa de cama y la había extendido debajo de un gran mezquite. A él le había tenido sin cuidado que ella tuviera que cruzar el río. Aunque el miedo había empezado a abandonarla, Lorena sentía que aún no tenía control de sus miembros para poder bajar de la yegua y echar a andar como siempre había hecho. Se sentía furiosa con Jake por habérselo tomado con tanta calma.

Deets sonrió tolerante a Lorena y volviendo grupas se dirigió de nuevo al río.

—Prepare el fuego y póngase a cocinar —le advirtió—. Después apague enseguida el fuego. Va a levantarse mucho viento. Si el fuego se dispersara lo pasarían mal.

Miró al cielo, hacia el Sur.

—El viento llegará cuando se ponga el sol —añadió—. Primero traerá arena, luego empezarán los relámpagos. No aten los caballos a ningún árbol grande.

Muy a su pesar, Lorena sintió desánimo. Siempre había tenido pánico a los relámpagos más que a cualquier otra cosa, y ahora no tenía ninguna casa donde refugiarse. Comprendió que iba a ser más duro de lo que había imaginado. Estaban solo en el segundo día y ya había tenido un miedo de muerte. Ahora venían los relámpagos. Por un instante todo le pareció imposible. Hubiera hecho mejor quedándose sentada en el «Dry Bean» para toda la vida, o casándose con Xavier. Se había echado inmediatamente en brazos de Jake, pero lo cierto es que Xavier probablemente la habría cuidado mejor. Sus sueños de San Francisco eran una locura.

Miró de nuevo al negro para darle las gracias por ayudarla a cruzar el río, pero él la miraba cariñosamente y no supo qué decirle.

—Tengo que ir a acompañar al capitán para cruzar —dijo.

Lorena asintió.

—Salude a Gus de mi parte.

—Así lo haré —dijo, y volvió a meterse en el Nueces por tercera vez.

Paloma solitaria
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