8

A media tarde hacía tanto calor que nadie podía ni pensar. Por lo menos Newt no podía, y los demás hombres tampoco parecían estar haciéndolo deprisa. Lo único que se les ocurría discutir era sobre si hacía más calor abajo cavando en el pozo, o arriba, al sol, manejando el torno. Abajo, en el pozo, trabajaban todos tan juntos y sudaban tanto que prácticamente formaban una niebla, mientras que arriba, bajo el sol, la niebla no era problema. Newt se ponía nervioso en el pozo, sobre todo si Pea estaba con él, porque cuando Pea empezaba a utilizar la barra no siempre miraba dónde pinchaba y una vez casi se la clavó en el pie a Newt. A partir de entonces Newt trabajaba con las piernas separadas para apartar los pies de la trayectoria del pincho.

Estaban trabajando a tope cuando el capitán llegó galopando, después de haber hecho sudar a la yegua, llevándola unas veinte millas a lo largo del río. La trajo hasta el borde del pozo.

—Hola, muchachos —les dijo—. ¿Ha empezado a salir agua?

—Ha empezado —respondió Dish—. Me han salido unos cuatro litros del cuerpo.

—Ya puedes dar gracias de estar sano —replicó Call—. Un hombre que no pudiera sudar moriría con este calor.

—¿No querrá deshacerse de esta yegua? —preguntó Dish—. Me gusta la pinta que tiene.

—No eres el único. Creo que me la voy a quedar. Muchachos, podéis descansar un poco. Esta noche tenemos que ir a México.

Todos se sentaron en el callejón, junto al granero, donde había un poco de sombra. En cuanto estuvieron sentados, Deets empezó a remendarse los pantalones. Guardaba una aguja gruesa e hilo gordo en una caja de puros en el cobertizo de las monturas, y cuando tenía un momento libre lo aprovechaba para sacar la aguja y remendarse los pantalones. Tenía cabeza lanuda y la estopa empezaba a volverse gris.

—Si estuviera en tu lugar tiraría estos pantalones —le dijo Dish—. Si quieres hacértelos de colcha, sería mejor que te buscaras una nueva.

—No, señor —protestó Deets—. Estos pantalones tienen que durar.

Newt estaba un poco nervioso. El capitán no le había separado de los demás cuando les dijo que podían descansar. Eso quizá quisiera decir que por fin iba a ir a México. Por otra parte estaba dentro del pozo y el capitán podía haberse olvidado de él.

—Pues me interesa esta yegua —repitió Dish mirando al capitán, que quitaba la montura.

—No veo por qué —dijo Pea—. Ayer por poco mata al capitán. Le arrancó un pedazo de carne del tamaño de mi pie.

Todos miraron los pies de Pea, que tenían el tamaño y la forma de un par de palas.

—Eso no puede ser —objetó Dish—. Toda su cabeza no tiene el tamaño de tu pie.

—Si el pedazo te lo hubiera arrancado a ti lo habrías encontrado grande —dijo Pea tranquilamente.

Después de recuperar el aliento Dish sacó su cuchillo de la funda y preguntó si alguien quería jugar a lanzarlo. Newt también tenía un cuchillo y aceptó el reto. El juego consistía en lanzar los cuchillos de diferentes maneras y clavarlo en el suelo. Dish ganó y Newt tuvo que sacar un cuchillo del suelo con los dientes. Dish lo había hundido tanto que Newt tuvo que ensuciarse la nariz hasta que por fin lo sacó.

El espectáculo divirtió horrores a Pea.

—Bueno, Newt, si se nos rompe la barra podrás terminar de cavar el pozo con tu nariz.

Mientras seguían descansando y ensayando nuevos lanzamientos, oyeron ruidos de caballos y vieron acercarse al trote a dos jinetes desde el Este.

—¿Quién puede ser? —preguntó Pea Eye—. Es una hora un poco rara para ir de visita.

—Pues si no es el viejo Juan Cortina, serán probablemente una pareja de ladrones de Bancos —comentó Dish, refiriéndose al ladrón mejicano de ganado, que, al sur del río, era considerado un verdadero héroe debido al éxito de sus incursiones contra los tejanos.

—No, no es el Cortina —dijo Pea Eye observando los jinetes—. Siempre monta un caballo tordo.

A Dish le costaba creer que alguien fuera tan tonto como para creer que Juan Cortina iba a cabalgar hasta Lonesome Dove acompañado de un solo hombre.

Los dos hombres se detuvieron al final de los cercados para leer el letrero que Augustus había puesto en la entrada cuando se organizó el equipo Hat Creek. Lo único que Call quería que figurara en el letrero era simplemente «Cuadras Hat Creek», pero a Augustus no se le pudo convencer porque le parecía mucho mejor que figuraran sus nombres. Call solo quería poner el nombre y hacer que la gente se enterara de que había una cuadra disponible, pero Augustus lo consideró demasiado sencillo; se puso manos a la obra y encontró una puerta que había volado de alguna bodega, quizás arrancada por el mismo viento que se había llevado su tejado. Clavó la puerta en una esquina de los corrales frente al camino, para que lo primero que vieran los viajeros al entrar en el pueblo fuera el letrero. Al final él y Call estuvieron mucho tiempo discutiendo sobre lo que se iba a poner en el letrero. Call se disgustó y acabó por desentenderse del proyecto.

Eso llenó de alegría a Augustus, que se consideraba la única persona de Lonesome Dove con suficiente talento literario para escribir un letrero. Cuando el tiempo era bueno iba a sentarse a la sombra del letrero y pensaba en la forma de mejorarlo, y durante los dos o tres años que siguieron a su colocación le puso tantos añadidos al original que toda la superficie de la puerta estaba prácticamente cubierta.

Al principio fue parco y solo escribió el nombre de la sociedad «Compañía de Ganado Hat Creek y Emporio Caballar», pero esto en sí creaba controversia. Call pretendía que nadie, ni siquiera él, sabía qué era un Emporio pese a todos los esfuerzos de Augustus por explicárselo. Lo único que Call sabía era que no regían uno, ni lo quería, fuera lo que fuera, y que era imposible que aquello encajara con una compañía ganadera.

No obstante, Augustus se salió con la suya y «Emporio» figuró en el letrero. Lo puso sobre todo porque quería que los viajeros supieran que al menos había una persona en Lonesome Dove que conocía la ortografía de ciertas palabras.

Luego puso su nombre y el de Call, el suyo primero porque era dos años mayor y entendía que había que honrar la antigüedad. A Call le tenía sin cuidado. Su orgullo iba en otras direcciones. En todo caso no tardó en aborrecer tanto el letrero que casi hubiera preferido que su nombre no figurara en él.

En cambio, Pea Eye, deseaba con toda el alma que figurara su nombre, así que un año Augustus se lo escribió como regalo de Navidad. Naturalmente, Pea no sabía leer, pero podía ver y en cuanto localizó su nombre no tardó en indicárselo a todo el que pareciera interesado. Ya se lo había señalado a Dish, que no estaba especialmente interesado. Desgraciadamente hacía tres décadas que nadie había llamado a Pea algo más que Pea, y ni siquiera Call, que había sido el que lo aceptó en los rangers, podía acordarse de su verdadero nombre, aunque sabía que el apellido era Parker.

Para no avergonzarle, Augustus había escrito «P. E. Parker, Ayudante». Hubiera preferido poner Herrero, puesto que Pea era un estupendo herrador y un mediocre conductor de ganado, pero Pea Eye pensaba que podía cabalgar tan bien como otro cualquiera y no deseaba que se le asociara públicamente con un oficio inferior.

Newt comprendía que era demasiado joven para tener su nombre en el cartel y jamás sugirió a nadie la posibilidad de ponerlo, aunque le hubiera hecho feliz que alguien lo sugiriera por él. Nadie lo hizo, pero como Deets había tenido que esperar casi cuatro años antes de que apareciera su nombre en el letrero, Newt también se resignó a esperar.

Por supuesto, a Augustus no se le había ocurrido inscribir a Deets por ser negro. Pero cuando se añadió el nombre de Pea hubo mucha discusión y por entonces hizo gala de un tremendo mal humor, contrario a su modo de ser y desconcertante para Call. Deets había cabalgado junto a él durante años, arrostrando peligros, sobre un país tan árido que más de una vez tuvieron que matar un caballo para poder comer, y durante todos aquellos años Deets había servido de buen humor. Y de pronto, por causa del letrero, se puso hosco y se quedó así hasta que Augustus le descubrió mirando anhelante el poste y lo comprendió todo. Cuando Augustus le dijo a Call lo que pensaba, este se puso furioso:

—El maldito letrero es la ruina del equipo. —Sabía que Augustus era vanidoso, pero jamás hubiera sospechado que Deets y Pea también lo fueran.

Naturalmente, Augustus estaba encantado de añadir el nombre de Deets, aunque como en el caso de Pea se presentaban ciertos problemas. No podía escribir sencillamente «Deets» en el letrero. Deets tampoco sabía leer, pero podía ver que su nombre era excesivamente corto comparado con los de los demás. Por lo menos era corto en comparación con los que ya figuraban en el letrero, y Deets quería saber por qué.

—Verás, Deets, tú solo tienes un nombre —le explicó Augustus—. La mayoría tiene dos. A lo mejor tú también tienes dos y se te ha olvidado uno de ellos.

Deets estuvo pensando durante uno o dos días, pero no recordaba que hubiera tenido otro nombre, y Call tampoco lo recordaba. Augustus empezó a pensar que el letrero creaba más problemas que otra cosa, pues costaba mucho complacer a todos. La única solución era pensar en otro nombre que añadir a Deets, pero mientras se debatían diversas posibilidades, a Deets se le aclaró la memoria.

—Josh —exclamó una noche después de cenar, ante la sorpresa de todo el mundo—. Soy Josh. ¿Puede añadirlo, señor Gus?

—Josh es el diminutivo de Joshua —indicó Augustus—. Puedo escribir uno u otro. Pero Joshua es más largo.

—Escriba el más largo —le rogó Deets—. Estoy demasiado ocupado para un nombre corto.

Esto no tenía sentido, ni tampoco pudieron conseguir que Deets especificara cómo había logrado recordar que Josh era su otro nombre. Augustus escribrió en el letrero «Deets, Joshua», porque ya había escrito «Deets». Por suerte la vanidad de Deets no llegó a necesitar un título, aunque Augustus estuvo tentado de escribirle como profeta. Hubiera completado el «Joshua», pero a Call casi le dio un ataque cuando lo mencionó.

—Vas a conseguir que seamos el hazmerreír de todo el país —protestó Call—. Imagina que alguien se acercara a Deets y le pidiera una profecía.

Al propio Deets le pareció una idea divertida:

—Pero podría hacerlo, capitán. Podría profetizar calor y podría profetizar sequía y podría cobrarles diez centavos.

Una vez distribuidos los nombres, el resto del letrero fue coser y cantar. Había dos categorías: cosas para alquiler y cosas para vender. Podían alquilarse caballos y coches, por lo menos caballos y una calesa de muelles, sin muelles, que habían comprado a Xavier Wanz después de que Thérèse, su mujer, se estrellara con ella. Para vender, Augustus puso reses y caballos. Pensándolo mejor, añadió: «No se venden ni compran burros ni cabras», porque las cabras le hacían perder la paciencia y a Call no le gustaban los burros. Luego se le ocurrió añadir: «No alquilamos cerdos», lo cual provocó otra discusión con Call.

—Cuando lean esto creerán que nos hemos vuelto locos. Nadie en su sano juicio querría alquilar un cerdo. ¿Qué harías tú con un cerdo cuando lo hubieras alquilado?

—Pues hay muchas cosas útiles que los cerdos pueden hacer —explicó Augustus—. Pueden limpiar de serpientes la bodega, si alguien tiene bodega. O pueden secar los charcos de barro. Pon unos cuantos cerdos en un charco de barro y dentro de poco el charco habrá desaparecido.

Era un día de mucho calor y Call estaba cubierto de sudor.

—Si yo pudiera encontrar algo tan fresco como un charco de barro, también me revolcaría en él —dijo.

—De todos modos, Call, un letrero es una especie de llamada. Debería hacer que un hombre se detuviera a considerar qué es lo que espera de la vida en los próximos días.

—Y si piensa que desea alquilar un cerdo, no es el tipo de hombre que yo quiero como cliente.

La observación sobre cerdos terminaba el letrero a satisfacción de Augustus, de momento por lo menos, pero después de transcurridos uno o dos años, pensó que si terminara con una cita latina todo cobraría mayor dignidad. Tenía un viejo manual de latín que había pertenecido a su padre; estaba hecho trizas porque llevaba años en el fondo de sus alforjas. Al final tenía unas páginas de citas y Augustus se pasó muchas horas mirándolas, tratando de decidir cuál quedaría mejor al pie del letrero. Por desgracia las frases no habían sido traducidas, quizá porque se suponía que cuando los estudiantes llegaran al final sabrían leer en latín. Augustus solo tenía un vago conocimiento del idioma y no disponía de una verdadera oportunidad para mejorarlo; una ocasión en que se encontró metido en una tormenta de hielo en la llanura, arrancó varias páginas de gramática para encender un fuego. Se había salvado de congelarse, pero a costa de la mayor parte de la gramática y del vocabulario; lo que quedaba no le valía de gran cosa para traducir las citas del final del libro. No obstante, tenía la opinión de que el latín era sobre todo para verse, así que se dedicó a mirar las citas para encontrar una que tuviera buen aspecto. La que eligió fue Uva uvam vivendo varia fit, que le pareció una cita preciosa, dijera lo que dijera. Un día en que no había nadie por los alrededores fue a escribirla en la parte baja del letrero, exactamente debajo de «No alquilamos cerdos». Entonces sintió que su obra estaba terminada. El letrero, completo, decía:

COMPAÑÍA GANADERA DE HAT CREEK
Y EMPORIO CABALLAR

Cap. Augustus McCrae

Cap. W. F. Call

}

propietarios

P. E. Parker

Deets, Joshua

}

ayudantes

Se alquilan: Caballos y coches.

Se venden: Reses y caballos.

No se compran ni se venden cabras ni burros.

No alquilamos cerdos.

Uva Uvam Vivendo Varia Fit.

Augustus no mencionó para nada la cita y pasaron dos meses antes de que alguien se fijara en ella, lo que demostraba lo poco observadores que eran los habitantes de Lonesome Dove. A Augustus le irritó sobre todo que nadie apreciara el hecho de haber escrito una cita latina en un letrero que todos los visitantes podían ver al entrar a caballo, aunque en realidad los que entraban cabalgando se fijaban tan poco en él como los que ya habían llegado, tal vez porque llegar a Lonesome Dove resultaba tan caluroso y agotador. Los pocos que lo conseguían no estaban de humor para parar y estudiar los signos de erudición.

Más irritante resultaba aún que ningún miembro de su propia compañía se hubiera fijado en la cita, ni siquiera Newt, del que Augustus esperaba cierta listeza. Naturalmente, dos miembros de la sociedad eran totalmente analfabetos —tres si se decidía a contar a Bolívar—, y no habrían distinguido el latín del chino. No obstante, el modo indiferente de tratar el letrero como parte del paisaje hacía que Augustus reflexionara a menudo sobre el desprecio producido por la familiaridad.

Por fin, un buen día, Call se fijó en la cita pero simplemente porque su caballo perdió una herradura al otro lado del camino, frente al letrero. Cuando bajó a recoger la herradura miró hacia arriba y observó unas letras curiosas debajo de la frase sobre los cerdos. Tenía la vaga idea de que las palabras eran latinas, pero eso no explicaba qué demonios hacían en el letrero. Augustus se encontraba a la sazón en el porche, consultando su jarra y ajeno a cualquier otra cosa.

—¿Qué diablos has hecho ahora? —preguntó Call—. ¿No te bastaba la parte dedicada a los cerdos? ¿Qué dice la última línea?

—Dice algo en latín —respondió Augustus impertérrito ante el tono agrio de su socio.

—¿Y por qué en latín? ¿No era griego lo que tú sabías?

—Lo supe en otro tiempo.

Estaba bastante bebido y se sentía triste por todo lo que había echado a perder en su vida. A lo largo de los años duros, el alfabeto griego se le había ido escapando de la mente, de letra en letra… En verdad, la antorcha del conocimiento con la que había iniciado la vida había terminado como una triste colilla.

—Bueno, ¿pero qué es lo que dice en latín? —insistió Call.

—Es una cita. Se explica por sí misma —estaba decidido a ocultar tanto como pudiera el hecho de que no sabía lo que significaba la cita, porque a nadie le importaba. La había escrito en el letrero…, que la descifraran los demás.

Call no tardó en darse cuenta.

—Ni tú mismo lo sabes. Podría decir cualquier cosa. A lo mejor invita a la gente a que venga a robarnos.

Esto provocó la risa de Augustus.

—El primer bandido que llegue y que sepa latín, le autorizo a que nos robe. Arriesgaría unos cuantos jamelgos por tener la oportunidad de disparar sobre un hombre ilustrado, para variar.

Después de esto, la discusión sobre la cita o lo apropiado del letrero en general, aparecía intermitentemente cuando no había otra cosa de que discutir. De la gente que realmente tenían que vivir más cerca del letrero, Deets era al que más le gustaba, ya que por la tarde, la tabla donde estaba escrito proporcionaba una sombra modesta en la que podía sentarse y dejar que se le secara el sudor.

Nadie más le encontraba utilidad y era de lo más inusual ver a dos jinetes, en una tarde calurosa, detenerse a leerlo en lugar de seguir hasta Lonesome Dove para refrescarse el polvoriento gaznate.

—Me figuro que serán profesores —dijo Dish—. Hay que ver lo que les gusta leer.

Al fin los hombres trotaron alrededor del granero. Uno era un hombre macizo, de rostro rubicundo, y de una edad aproximada a la del capitán; el otro era un engendro de cara marcada de viruelas y un pistolón sujeto a la pierna. El hombre de cara roja era evidentemente el amo. Sin duda su caballo negro era envidiado por muchos. El hombrecito montaba una grulla de lomo oscilante.

—Soy Wilbarger —se presentó el de más años—. ¡Qué letrero más divertido!

—Lo escribió el señor Gus —explicó Newt tratando de ser amable. Seguro que el señor Gus estaría encantado de que al fin hubiera llegado alguien al que le gustase la lectura.

—Pero si se me ocurriera alquilar cerdos, me preocuparía —dijo Wilbarger—. A un hombre que le guste alquilar cerdos no hay quien le pare.

—Se le pararía si apareciera por aquí —dijo Newt. Nadie había dicho nada y pensaba que el comentario de Wilbarger requería una respuesta.

—Bueno, ¿es esto un equipo ganadero o formáis parte de un circo? —preguntó Wilbarger.

—Trabajamos algo con reses —insinuó Pea—. ¿Cuántas vacas va a necesitar?

—El letrero dice que vendéis caballos. Necesito cuarenta. Una banda de mejicanos se llevó casi todos nuestros caballos, nuestra remuda, hace un par de noches. Tengo un rebaño reunido del otro lado del Nueces y no pienso llevarlo hasta Kansas a pie. Un individuo me dijo que podríais proporcionarme caballos. ¿Es eso cierto?

—Sí —afirmó Pea Eye—. E incluso podemos perseguir a los mejicanos.

—No tengo tiempo en estos momentos para hablar de mejicanos. Si podéis enseñarme cuarenta caballos domados, los pagaremos y nos iremos.

Newt parecía algo sorprendido. Se daba cuenta de que cuarenta caballos era algo imposible, pero tampoco estaba dispuesto a decirlo así. Por otra parte, como miembro más joven del equipo no le correspondía hacer de portavoz.

—Sería mejor que hablara con el capitán —sugirió—. El capitán hace todos los tratos.

—Oh —exclamó Wilbarger secándose el sudor de la frente con el brazo—. Si hubiera visto a un capitán por aquí me hubiera dirigido a él en lugar de hablar con vosotros, payasos. ¿Vive por aquí cerca?

Pea señaló la casa, a unos cincuenta metros en el chaparral.

—Creo que está en casa.

—Deberíais publicar un periódico entre todos. Rebosáis información —rezongó Wilbarger.

Su compañero marcado de viruelas encontró sumamente divertida la observación. Ante la sorpresa de todos soltó una carcajada que sonaba como el ruido que haría una gallina si estuviera furiosa por algo.

—¿Por dónde se va a la casa de putas? —preguntó al terminar de cloquear.

—Chick, eres imposible —dijo Wilbarger, y volvió grupas en dirección a la casa.

—¿Por dónde se va a la casa de putas? —volvió a preguntar Chick.

Miraba a Dish, pero Dish no estaba dispuesto a revelar dónde se encontraba Lorena y mucho menos a un vaquero pequeño y feo montado sobre un mal caballo.

—Está en Sabinas —contestó Dish con seguridad.

—¿Qué? —preguntó Chick desconcertado.

—Sabinas —repitió Dish—. Cruza el río y cabalga hacia el Sur una jornada más o menos. Seguro que la encuentras.

Newt pensó que Dish había sido muy inteligente al contestarle, pero Chick no parecía apreciar la inteligencia. Había arrugado la frente, lo que tensaba su cara pequeña y hacía que sus profundas marcas de viruela parecieran agujeros que le atravesaran las mejillas.

—No os he pedido un mapa de México —dijo—. Tengo entendido que hay una joven rubia en este mismo pueblo.

Dish se puso en pie, despacio.

—Es mi hermana —dijo.

Era una mentira descarada, claro, pero zanjó el asunto. A Chick no le convenció la información, pero Wilbarger se había alejado dejándole atrás y se daba cuenta de que le ganaban en número y de que no les gustaba. Insinuar que la hermana de un vaquero era una puta podía desencadenar una serie de puñetazos, o peor…, y Dish Boggett parecía un tipo fuerte y sano.

—Eso quiere decir que algún tonto me ha informado mal —dijo Chick, y volvió el caballo hacia la casa.

Pea Eye, al que gustaba tomarse la vida con tranquilidad, no había apreciado las sutilezas de la situación.

—¿Desde cuándo tienes una hermana, Dish? —preguntó.

El modo de vida de Pea parecía copiado del de el capitán. Apenas iba un par de veces al año al «Dry Bean»; prefería mojar el gaznate en el porche delantero, del que le separaba un corto camino hasta la cama si lo mojaba demasiado. Cuando veía a una mujer se ponía nervioso; el peligro de desviarse del comportamiento adecuado era demasiado grande. Generalmente, cuando descubría a una hembra por los alrededores adoptaba un porte modesto y mantenía los ojos fijos en el suelo. Pero una mañana que llevaban un rebaño de ganado mejicano a través de Lonesome Dove, levantó casualmente la vista y vio a una muchacha rubia que les miraba desde una ventana abierta. Llevaba los hombros desnudos. Pea se quedó tan sorprendido que dejó caer una rienda. No había olvidado a la muchacha, y de vez en cuando miraba de soslayo hacia la ventana cuando pasaba cabalgando por allí. Le sorprendió pensar que pudiera ser la hermana de Dish.

—Pea, ¿cuándo naciste? —preguntó Dish mirando sonriente a Newt.

La pregunta sumió a Pea en un mar de confusiones. Estaba pensando en la muchacha que había visto en la ventana; que ahora le preguntaran cuándo había nacido significaba dejar una línea de pensamiento y pasarse a otra, más difícil.

—Creo que sería mejor que se lo preguntaras al capitán, Dish. Yo nunca puedo acordarme.

—Bueno, como tenemos la tarde libre me voy a dar una vuelta. —Y se marchó en dirección al pueblo.

La perspectiva de salir con los hombres aquella noche obsesionaba a Newt.

—¿Adónde vais cuando os dirigís hacia el Sur? —preguntó a Pea, que seguía dándole vueltas al asunto de su nacimiento.

—Oh, damos vueltas por ahí hasta que encontramos ganado —explicó Pea—. El capitán sabe dónde buscar.

—Ojalá pueda ir —dijo Newt.

Deets le golpeó en el hombro con su manaza negra.

—Tienes prisa por que te maten —dijo. Luego se alejó y se quedó mirando al pozo sin terminar.

Deets era un hombre de pocas palabras, pero de mucho mirar. A menudo Newt tenía la impresión de que Deets era el único del equipo que realmente comprendía sus deseos y necesidades. Bolívar se mostraba amable de vez en cuando, y el señor Gus siempre solía ser amable, aunque su amabilidad era de tipo distraído. Tenía muchas cosas de que hablar y discutir, y pensaba en Newt sobre todo cuando se cansaba de pensar en todo lo demás.

El capitán pocas veces era duro con él a menos que estropeara algún trabajo que se le encargara, pero el capitán nunca le decía una palabra amable. El capitán no andaba por allá repartiendo amabilidades, pero en el supuesto de que estuviera de humor para ello, Newt sabía que él sería el último en recibirlas. Nunca recibió ningún cumplido del capitán, por bien que cumpliera su trabajo. Era descorazonador: cuanto más se esforzaba por complacer al capitán, menos contento parecía. Cuando Newt hacía algo bien, el capitán parecía creer que lo había hecho por obligación, lo que desconcertaba a Newt y le hacía preguntarse para qué trabajar bien si con ello irritaba al capitán. Sin embargo, lo único que parecía interesar al capitán era que se trabajara bien.

Deets se dio cuenta de su desmoralización e hizo cuanto pudo para levantarle los ánimos. A veces ayudaba en trabajos que eran demasiado duros para Newt, y siempre que se presentaba una oportunidad de felicitarle por un trabajo, Deets se encargaba de hacerlo. Ayudaba algo, aunque no le compensaba por la sensación que tenía Newt de que el capitán tenía algo en contra suya. Newt no tenía la menor idea de qué podía ser, pero sí que había algo. Además de él, Deets era el único que parecía darse cuenta, pero Newt nunca tuvo el valor de preguntárselo directamente. Sabía que a Deets no le gustaría hablar de semejantes cosas. De todos modos, Deets hablaba poco. Tendía a expresarse mejor con las manos y los ojos.

Mientras Newt pensaba en México y en la noche, Dish Boggett iba alegremente hacia el «Dry Bean» pensando en Lorena. Todo el día había estado pensando en ella mientras trabajaba en el torno del pozo. La noche no le había ido tan bien como él esperaba. Lorena no había hecho nada que pudiera interpretarse con optimismo, pero Dish pensó que a lo mejor ella necesitaba más tiempo para hacerse a la idea de que él la amaba. Si pudiera quedarse una o dos semanas, quizá se acostumbraría e incluso llegaría a gustarle.

Detrás de la tienda para todo, un viejo guarnicionero mejicano cortaba una piel a tiras con las que hacer una cuerda. A Dish se le había ocurrido que estaría más presentable si bajaba hasta el río y se lavaba el sudor que se le había secado encima durante el día, pero bajar hasta el río significaba perder tiempo y decidió olvidarse de ello. Lo único que hizo fue detenerse detrás del «Dry Bean» para recogerse el faldón de la camisa y sacudirse el polvo de los pantalones.

Cuando se recogía el faldón de la camisa tuvo un sobresalto. Se había detenido a unos veinte pasos detrás del edificio de dos pisos de madera. Era una tarde quieta y calurosa, sin el menor soplo de brisa. Hubiera podido oírse un pedo al otro extremo de la calle, pero no fue eso lo que oyó Dish. Cuando por primera vez oyó aquel crujido continuado no hizo caso, pero unos momentos después le recordó algo que le hizo sentirse malo. Sin querer se acercó más al edificio, para confirmar su temor.

Desde la esquina que estaba encima mismo de su cabeza, donde Lorena tenía su habitación, llegaban unos crujidos semejantes a los que pueden producir dos personas en una mala cama con un jergón de hojas secas de maíz sobre un débil somier. Lorena tenía una cama así; anoche mismo había hecho el mismo ruido debajo de ellos, lo bastante fuerte para que Dish se preguntara fugazmente, antes de que el placer le dominara, si lo estaría oyendo alguien además de ellos.

Y ahora lo oía, con el faldón de la camisa a medio meter, mientras otra persona lo hacía con Lorena. Los recuerdos de su cuerpo mezclados al ruido le causaron tal sensación de dolor en el pecho que durante unos segundos no pudo moverse. Estaba casi paralizado, condenado a aguantar el calor debajo de la misma habitación donde se proponía entrar. Y ella formaba parte del ruido. Sabía exactamente con qué acordes contribuía a la horrenda música. Empezó a sentirse lleno de ira y por un momento su objetivo fue Xavier Wanz, que por lo menos podía haberse preocupado de que Lorena tuviera un buen colchón de algodón en lugar de esas crujientes hojas de maíz que ni siquiera eran cómodas para dormir.

Pero enseguida la ira de Dish pasó de Xavier al hombre que estaba en la habitación de encima, sobre Lorena, utilizando su cuerpo para producir ruidos y crujidos. Tenía la seguridad de que se trataba de la comadreja marcada de viruelas del tordo desgarbado, que había simulado dirigirse a la casa y luego cortó por el cauce seco para ir directamente al saloon. No tardaría en lamentarlo.

Dish se sujetó bien los pantalones y se dirigió ceñudo hacia el saloon por el lado norte. Era necesario rodear por completo el edificio para dejar de oír el ruido de la cama. Iba dispuesto a matar a la comadreja tan pronto como saliera del saloon. Dish no era un pistolero, pero había cosas que no podían tolerarse. Sacó su pistola y comprobó la carga, sorprendido de lo deprisa que arrastra la vida; aquella mañana había despertado sin más planes que ser un buen vaquero, y ahora estaba a punto de transformarse en un asesino, lo que pondría en entredicho todo su futuro. El hombre tendría amigos poderosos que le perseguirían. Pero, sintiendo lo que sentía, no veía otra alternativa.

Guardó la pistola y dio la vuelta a la esquina decidido a esperar junto al tordo desgarbado hasta que el vaquero saliera, para desafiarle.

Pero al dar la vuelta a la esquina se encontró con otra sorpresa. No había ningún tordo desgarbado amarrado frente al saloon. A decir verdad, no había un solo caballo sujeto frente al saloon. Al otro lado, delante de la tienda de Pumphrey, un par de fornidos muchachos cargaban ruedas de alambre de espino en un carro. Eran las únicas personas que había en la calle.

Aquello le dejó perplejo. Había estado más que dispuesto a cometer un asesinato, pero ahora le faltaba la víctima con quien cometerlo. Por un momento trató de convencerse de que no había oído lo que había oído. Quizá Lorena daba saltos sobre el colchón por el placer de saltar. Pero aquella idea no era válida. Incluso a una muchacha tonta no le apetecería saltar sobre un colchón de hojas de maíz en una tarde de calor, y en todo caso Lorena no era tonta. Algún hombre había provocado los saltos. La pregunta era: ¿quién?

Dish miró hacia dentro y descubrió que el «Dry Bean» estaba tan vacío como una iglesia un sábado por la noche. No había ni rastro de Xavier ni de Lippy, y lo que era peor, los crujidos no habían cesado. Seguía oyéndolos desde la puerta de entrada. Era demasiado para Dish. Salió al porche y fue calle arriba, pero pronto cayó en la cuenta de que no tenía adonde ir, a menos que recogiera su caballo y marchara hacia Matagorda, pensara lo que quisiera el capitán Call.

Pero Dish aún no estaba dispuesto a seguir aquel camino, por lo menos hasta que hubiera descubierto quién era su rival. Subió por un lado de la calle y bajó por el otro, sintiéndose idiota al hacerlo. Siguió hasta el río, pero allí no había nada que ver salvo una cinta de agua oscura y un enorme coyote. El coyote estaba en un bajío comiéndose una rana.

Dish estuvo una hora sentado a la orilla del río, y cuando regresó al «Dry Bean» todo volvía a ser normal. Xavier Wanz estaba en la puerta con el trapo húmedo en la mano y Lippy estaba sentado en el bar, cortándose un enorme callo del pulgar con una navaja de afeitar. Ninguno de los dos tenían la menor importancia para Dish.

Lo que sí contaba era que Lorena, bonita y sofocada, estaba en una mesa con Jake Spoon, el forastero de ojos color café con la pistola de culata de nácar. Jake llevaba el sombrero echado hacia atrás y se dirigía a ella, con sus ojos por lo menos, como si la hubiera conocido desde siempre. En la mesa había un solo vaso de whisky. Desde la puerta, Dish vio cómo Lorena bebía un sorbo y después se lo pasaba con toda naturalidad a Jake, que bebió más que un sorbo.

Esta escena le golpeó en la boca del estómago, como el sonido del crujido de la cama al oírlo por primera vez. Jamás había visto a su padre y a su madre beber del mismo vaso, y estaban casados. Y en cambio, el día anterior, casi no había podido conseguir que Lorie le mirara, a él que era un primero en su clase, y no un aventurero.

Como en un destello, mientras miraba por entre la puerta de muelles, cambió totalmente el concepto que tenía de la mujer. Fue como si al caer un rayo quemara sus viejas nociones en un instante, convirtiéndolas en ceniza. Nada iba a ser como había imaginado. Tal vez nunca más lo sería. Inició la retirada para desaparecer al menos y ajustarse a su nueva vida de soledad, pero se había entretenido demasiado. Tanto Jake como Lorena dejaron de mirarse y le vieron en la puerta. Lorena no cambió de expresión, pero Jake le dirigió una mirada amistosa y levantó la mano.

—¡Hola! —exclamó—. Acércate, hijo. Espero que seas el primero de un grupo. Algo que no puedo soportar es un maldito saloon aburrido.

Lippy, feliz bajo su bombín, agitó el labio en dirección a Dish. Después sopló los restos de su callo fuera de la barra.

—No se puede decir que Dish sea un grupo —comentó.

Dish entró, deseando una vez más no haber oído hablar jamás del pueblo de Lonesome Dove.

Jake Spoon hizo una señal a Xavier.

—Davie, trae tu veneno. —Se negaba a llamar a Xavier otra cosa que Davie—. Todo el que haya tenido que cavar un maldito pozo con este calor se merece beber gratis, y yo le invito —terminó Jake.

Le indicó una silla y Dish la aceptó. Primero se sintió ruborizado y después pálido. Deseaba saber qué sentía Lorena en todo aquello, y cuando Jake volvió la cabeza un instante la miró. Tenía los ojos inusitadamente brillantes, pero no le veían. Iban continuamente a Jake, que no le hacía demasiado caso. Tamborileó con los dedos sobre la mesa tres o cuatro veces, como absorta en sus pensamientos, y bebió dos sorbos más del vaso de Jake. Había gotitas de sudor sobre su labio superior, una en el mismo borde de la cicatriz, pero no parecía molesta ni por el calor ni por nada.

Era tan bonita que a Dish le costaba apartar los ojos de ella. Al hacerlo vio que Jake Spoon le estaba mirando. Pero la mirada de Jake era totalmente amistosa; parecía encantado de tener compañía.

—Si yo tuviera que cavar pozos, no duraría ni una hora —observó—. Deberíais plantarle cara a Call y hacer que se cavara su propio pozo.

En aquel momento Xavier llegó con una botella y un vaso. Jake cogió la botella y sirvió generosamente.

—Este es mejor que el que me daban en Arkansas.

—¡Arkansas! —repitió Xavier despectivo, como si la palabra lo dijera todo.

Dish sintió que empezaba a no creer en lo que estaba sucediendo. Si había algún lugar donde le gustaría no estar era en aquella mesa con Lorie y otro hombre. Pero allí estaba. A Lorie no parecía importarle que él estuviera allí, pero también era evidente que no le importaría que estuviera a mil kilómetros de distancia. Xavier estaba junto a él con el trapo goteando sobre la pernera del pantalón, y Jake Spoon bebía whisky y se mostraba amistoso. Con el sombrero echado hacia atrás, Dish veía una pequeña franja de piel blanca en la frente de Jake, una piel que el sol no tostaba nunca.

Por un momento perdió todo sentido de lo que era la vida. Incluso llegó a perder el sentido de que era un vaquero, el sentido más fuerte con que tenía que trabajar. No era sino un individuo con un vaso en la mano, cuya vida de pronto se había vuelto barro. El día anterior había sido un vaquero de los buenos, ¿pero ahora qué significaba esto?

Aunque el día era claro y caluroso, Dish lo sintió frío y húmedo. Estaba tan desconcertado por esa extraña cosa llamada vida que no sabía dónde mirar y menos aún qué decir. Bebió un trago y luego otro y luego muchos más, y aunque la vida seguía turbia, el interior de la nube empezó a calentarse. En mitad de la segunda botella había dejado de preocuparse por Lorie y Jake Spoon y se instaló junto al piano cantando My Bonnie Lies Over the Ocean, mientras Lippy tocaba.

Paloma solitaria
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