82

A la mañana siguiente, cuando consiguió levantarse, July entró en la cocina donde Cholo estaba afilando un cuchillo de hoja muy fina. El niño estaba encima de la mesa con las piernas al aire. Clara, con un sombrero de hombre en la cabeza, daba instrucciones a las dos niñas.

—No le deis de comer solo porque llora. Dadle de comer cuando sea su hora.

Miró a July, que se sintió turbado. No estaba enfermo, pero se sentía tan débil como si hubiera sufrido un febrón importante. Sobre la mesa había un plato con huevos fríos y un poco de tocino; su desayuno sin duda. Ser el último en levantarse le pesaba como una losa.

Cholo se enderezó. Era obvio que él y Clara tenían un trabajo en perspectiva. July sabía que debía ofrecerse para ayudar, pero sus piernas apenas le llevaron hasta la mesa. No lo entendía. Hacía tiempo que había superado su ictericia, y sin embargo estaba sin fuerzas.

—Tenemos que castrar unos caballos —comentó Clara—. Lo hemos ido retrasando con la esperanza de que Bob se repondría.

—Odio que hagas esto —exclamó Sally.

—Lo odiarías mucho más si tuviéramos una manada de caballos enteros corriendo por aquí. Uno de ellos podría abrirte la cabeza como hizo el mustang que rompió la de tu padre.

Se detuvo un momento junto a la mesa para hacer cosquillas en uno de los piececitos del niño.

—Quisiera ayudarles —ofreció July.

—No me parece que esté muy en forma —observó Clara.

—No estoy enfermo. Seguramente he dormido demasiado.

—No se preocupe. Quédese y hable con las niñas. Es un trabajo más duro que el castrar caballos.

A July le gustaban las niñas, aunque no había hablado mucho con ellas. Le parecían encantadoras, siempre moviéndose. Sobre todo peleaban por ver quién tenía que cuidar al niño.

Cuando Clara y Cholo hubieron salido, July tomó su desayuno despacio y se sintió culpable. Luego recordó lo que había ocurrido… Ellie se había ido a territorio indio. Tenía que salir tras ella en cuanto desayunara. El niño, que aún seguía encima de la mesa, le dedicó un gorgoteo. July apenas le había mirado, aunque le pareció que era un buen niño. Clara lo quería y las niñas se peleaban por él. No obstante, Ellie lo había abandonado. Pensar en ello le confundía aún más.

Después de desayunar cogió su rifle, pero en lugar de marcharse, se fue hacia los corrales. De vez en cuando oía el grito de un caballo joven. Al caminar no se sentía tan débil y se dijo que debería tratar de ayudar en algo… Más tarde iría en busca de Ellie.

Hacía calor y los caballos jóvenes levantaban polvo en los cercados. Vio con asombro que Clara era la que cortaba mientras el viejo Cholo sostenía las cuerdas. Era un trabajo duro; los caballos eran fuertes y se necesitaba otro hombre. July saltó rápidamente las vallas y ayudó al viejo a mantener las patas de un joven bayo recalcitrante.

Clara descansó un instante, secándose el sudor de la frente con el faldón de la camisa. Tenía las manos llenas de sangre.

—¿No deberíamos hacerlo uno de nosotros? —preguntó July.

—No —contestó Cholo—. Ella lo hace mejor.

—Bob me enseñó. Cuando llegamos aquí no teníamos a nadie que nos ayudara. Yo no era lo bastante fuerte para aguantar los caballos, así que me tocó el trabajo más sucio.

Castraron a quince caballos jóvenes y los dejaron en un cercado donde se les podía vigilar. July ya no se sentía débil, pero le maravillaba lo mucho y duro que Clara y el viejo trabajaban. No pararon para descansar hasta que terminaron el trabajo, y para entonces estaban empapados de sudor. Clara se limpió la sangre de manos y brazos en el abrevadero e inmediatamente se dirigió a la casa.

—Confío en que las niñas hayan hecho la comida. Estoy muerta de hambre.

—¿Sabe algo sobre la situación india? —preguntó July.

—Conozco a Red Cloud —contestó Clara—. Bob fue muy bueno con él. Un invierno muy duro que pasamos cuatro años atrás, los indios vivieron de nuestros caballos; no podían encontrar búfalos.

—He oído decir que son peligrosos —insistió July.

—Sí. Red Cloud está harto. Bob les trató muy bien y nunca hemos tenido nada que temer de ellos. De jovencita tuve más miedo. Los comanches llegaban hasta Austin y se llevaban a los niños. Yo siempre soñaba que me raptaban y que tenía niños de piel roja.

July nunca se había sentido tan indeciso. Tenía que irse, pero no se iba. Aunque había trabajado duro, no tenía apetito y después de la comida pasó más tiempo del necesario limpiando su rifle.

Cuando terminó, apoyó el arma en la baranda del porche diciéndose que iba a ponerse en pie y marcharse. Pero antes de que pudiera ponerse en pie, Clara salió al porche y le puso el niño en los brazos. Prácticamente le dejó caer en su regazo, un acto que July encontró muy imprudente. Tuvo que cogerlo a tiempo.

—Es una buena señal —comentó Clara—. Por lo menos sabría cogerlo si alguien lo tiraba desde un tejado.

El niño contempló a July con los ojos muy abiertos, tan sorprendido como él. July miró a Clara, que parecía indignada.

—Creo que ya va siendo hora de que lo mire. Es su hijo. Incluso podría encariñarse con usted, en cuyo caso le proporcionaría más felicidad de la que jamás le dará esa mujer. Además le necesita mucho más que ella.

July tenía miedo de hacer daño al niño. También estaba algo temeroso de Clara.

—Yo no entiendo nada de niños —se excusó.

—Claro. Ni tampoco ha vivido en ninguna otra parte más que en Arkansas. Pero ni es estúpido ni está amarrado a nada. Puede vivir en otra parte y puede aprender a entender a los niños. Gente más tonta que usted lo ha hecho.

July se sintió de nuevo abrumado por el espíritu incansable de Clara. Ellie podía no mirarle, pero tampoco le perseguía incesantemente con palabras como hacía Clara.

—Quédese aquí —le dijo—. ¿Me oye? ¡Quédese aquí! Martin necesita un padre y yo un hombre fuerte. Si va arrastrándose tras esa mujer o le matarán los indios, o lo hará ese cazador de búfalos, o se perderá y morirá de hambre. Es un milagro que haya podido llegar tan lejos. No conoce los llanos ni creo que conozca a su mujer. ¿Cuánto tiempo la conoció antes de casarse?

July trató de recordar. El juicio en Missouri había durado tres días, y él había conocido a Ellie una semana antes.

—Creo que dos semanas —contestó.

—Eso es muy poco tiempo para conocerse. El hombre más inteligente del mundo no puede saber mucho de una mujer en dos semanas —concluyó Clara.

—Bueno, ella entonces quería casarse —confesó July. Era lo único que podía recordar. Ellie había dejado bien claro que quería casarse.

—Esto podía ser otro modo de decir que quería cambiar de aires —comentó Clara—. La gente a veces ansía dejar lo que está haciendo. Quieren probar otra cosa. Yo también lo hago. La mitad del tiempo siento ganas de coger a estas niñas y marcharme a vivir con ellas a casa de mi tía en Richmond, Virginia.

—¿Y qué haría allí? —preguntó July.

—Quizás escribiría libros. Siempre he querido intentarlo. Pero de pronto amanece una mañana preciosa y veo a los caballos pastando y pienso lo mucho que los añoraría. Así que dudo mucho que me vaya a Richmond.

En aquel momento el niño empezó a llorar, revolviéndose entre sus manos. July miró a Clara, pero esta no hizo el menor ademán de coger al niño. July no sabía qué hacer. Tenía miedo de que se le cayera el niño, que se retorcía entre sus manos como un conejo y gritaba tan fuerte que estaba rojo como la remolacha.

—¿Está malo? —preguntó July.

—No, está perfectamente. A lo mejor protesta porque no le ha hecho caso en todo este tiempo. Yo no le reñiría.

Clara entró de nuevo en la casa y le dejó con el bebé, que al momento empezó a gritar con más fuerza. July esperaba que una de las niñas acudiera en su ayuda, pero no había ninguna por allí. Le pareció muy irresponsable por parte de Clara dejarle así con la criatura. Volvió a pensar que era una mujer poco colaboradora. Pero tampoco lo había sido Ellie.

Tuvo miedo a levantarse con el niño moviéndose tanto; a lo mejor se le caía. Así que siguió sentado, preguntándose por qué querría niños la gente. ¿Cómo podía saber alguien que quería un niño, o qué había que hacer con él?

Tan bruscamente como había empezado, el niño dejó de llorar. Gimoteó una o dos veces, se metió el puño en la boca y se quedó mirando a July, como había hecho al principio. July sintió tanto alivio que apenas se movió.

—Háblele un poco —oyó que le decía Clara. Estaba de pie en la puerta, detrás de él.

—¿Qué dice?

Clara lanzó un respingo.

—Preséntese, si no se le ocurre nada más. O cántele una canción. Es muy sociable. Le gusta que le hablen un poco.

July miró al niño; no se le ocurría ninguna canción.

—¿Tampoco sabe tararear? —preguntó Clara como si fuera un crimen que no se hubiera puesto a cantar al instante.

July se acordó de Lorena, una canción de saloon que siempre le había gustado. Intentó tararearla un poco. El niño, que se había estado retorciendo, paró al momento y le contempló con gravedad. July se sentía idiota tarareando, pero como calmaba al niño, siguió haciéndolo. Sostenía a la criatura a distancia.

—Apóyese en el hombro —dijo Clara—. No tiene que sostenerlo así, no es un periódico.

July lo intentó. El niño no tardó en mojarle la camisa de babas, pero no lloraba. July siguió tarareando Lorena.

Sintió un gran alivio cuando Clara le quitó por fin el niño.

—Hemos progresado algo —comentó—. Todo lleva su tiempo.

Al atardecer, July siguió sentado en el porche, con el rifle sobre las rodillas, tratando de tomar una decisión. Sabía que debía decidirse. Por complicada que fuera, Ellie seguía siendo su mujer. Podía estar en peligro, y su deber era intentar salvarla. Si no se iba, era que abandonaba para siempre. Nunca se enteraría de si había sobrevivido o muerto. No quería ser el tipo de hombre que deja que su esposa desaparezca de su vida en un soplo. Pero esto era lo que estaba haciendo. Estaba demasiado cansado para obrar de otro modo. Incluso si los indios no le atrapaban a él, o a ellos, incluso si no se perdía por los llanos, a lo mejor la encontraba en alguna otra habitación, y ella le volvería a apartar la cabeza. ¿Y entonces qué? Ella seguiría corriendo y él seguiría detrás, hasta que ocurriera algo irremediable.

Cuando Clara volvió a salir para avisarle de la cena, estaba agotado de tanto pensar. Casi se encogió cuando oyó los pasos de Clara porque tenía la impresión de que estaba disgustada con él y podía decirle algo desagradable. De nuevo estaba equivocado. Llegó hasta él y se detuvo para contemplar tres grullas volando en la puesta del sol, a lo largo de la cinta plateada del Platte.

—¿No son magníficas? —exclamó—. Si me fuera de aquí no sé qué añoraría más si las grullas o los caballos.

July no podía imaginar que se alejara de allí. Parecía formar parte de aquel paisaje.

Después de contemplar los pájaros le miró como si acabara de darse cuenta de que él seguía allí.

—¿Está dispuesto a quedarse? —preguntó Clara.

July hubiera preferido que no se lo preguntara. Era simplemente algo que había ocurrido. No le parecía que hubiera tomado una decisión. Sin embargo, no se había ido.

—Me parece que no debo seguir persiguiéndola —confesó al fin—. Creo que debo dejarla tranquila.

—No es bueno sacrificarse por la gente, a menos que ellos lo quieran. Es malgastar el tiempo.

—Mamá, se está enfriando la cena —comentó Betsey desde el umbral.

—Estaba disfrutando un momento del verano.

—Bueno, pero siempre nos dices que no te gusta servir comida fría —replicó Betsey.

Clara miró un instante a su hija y luego subió los peldaños.

—Vamos, July. Estas niñas se proponen hacernos mantener las buenas costumbres.

July metió el rifle en la funda de la silla y la siguió dentro.

Paloma solitaria
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