15

Tan pronto la manada estuvo al otro lado de la valla, Dish empezó a sentirse inquieto. Se puso a fumar, apoyado en la entrada del gran corral. Sabía que tenía la obligación de quedarse con los caballos. Aunque el negrito era un mozo de primera, no podía esperarse de él que se defendiera solo de un enjambre de bandidos.

El problema era que Dish no creía en el enjambre de bandidos. Bajo el rojo atardecer, el pueblo estaba tan tranquilo como una iglesia. De vez en cuando se oía el balido de una cabra o el grito de un murciélago, pero nada más. Todo estaba tan plácido que Dish no tardó en convencerse de que no era necesario que dos hombres malgastaran toda la noche en un corral polvoriento. Los bandidos eran algo teórico, pero Lorena era real, y estaba a solo doscientos metros de distancia.

Apoyado en la cerca, Dish no tenía dificultad en imaginar posibilidades favorables. Jake Spoon era solamente humano, y además demasiado seguro de sí. Podía haberse precipitado. Quizás a Lorie no le había gustado tanto atrevimiento. Quizá se había dado cuenta de que Jake no era hombre de fiar.

Después de media hora de pensar en ello, no pudo aguantar más. Tenía que intentarlo de nuevo o lamentarlo durante toda la marcha. Algunos le tacharían de irresponsable, tal vez el capitán Call el primero, pero no podía aguantar toda la noche tan cerca de Lorena y no ir a visitarla.

—Bueno, todo parece muy tranquilo —dijo a Deets, que se había sentado sobre el gran abrevadero, con el rifle sobre las rodillas.

—Hasta ahora sí —asintió Deets.

—Supongo que tardará en ocurrir algo, si es que ocurre. Me voy a acercar al saloon a remojar el gaznate.

—Sí, señor, váyase usted. Yo puedo vigilar al ganado.

—Si necesita ayuda, dispare —le advirtió—. Si hubiera problemas, vuelvo en un minuto.

Se llevó al caballo para que no le cazaran a pie si ocurría algo, y se fue al trote.

Deets estuvo contento de perderle de vista, porque la inquietud del joven hacía de él un compañero incómodo. No era una inquietud para comentar con otros hombres; solo una mujer podía curarla.

Deets también había sentido semejante inquietud, y no había tenido ninguna mujer para curársela, pero tantos años de trabajo duro la habían mitigado, y ahora podía relajarse y disfrutar de la quietud de la noche, si le dejaban solo. Le encantaba sentarse con la espalda apoyada en el abrevadero, escuchando cómo los caballos se iban situando. De tanto en tanto se acercaba uno al abrevadero y bebía a grandes sorbos. Al otro lado del cercado dos caballos pateaban y resoplaban nerviosamente, pero Deets no se molestó en levantarse a mirar. Probablemente alguna serpiente se había acercado demasiado al cercado. Una serpiente no iba a enfrentarse a unos caballos si podía evitarlo.

La posibilidad de un ataque no le preocupaba. Incluso si unos pocos vaqueros daban una pasada por el pueblo, se pondrían nerviosos pensando que les doblarían en número. Podía dormir. Tenía la suerte de dormirse o despertarse deprisa y fácilmente, pero a pesar de la larga noche anterior y del día, no tenía sueño. A veces, relajarse era tan beneficioso como dormir. Un hombre dormido perdería lo mejor de la noche y la salida de la luna. Deets siempre había sido amante de la luna; la contemplaba a menudo y pensaba mucho en ella. Para él era mucho más interesante y le afectaba más que el sol, que brillaba todos los días, más o menos del mismo modo.

Pero la luna cambiaba. Se movía alrededor del cielo; brillaba y se apagaba. En las noches en que se elevaba llena y amarilla sobre los llanos que rodeaban Lonesome Dove, parecía tan cercana que un hombre casi podía llegar hasta ella con una escalera y meterse dentro. Deets incluso había pensado en apoyar una escalera en la vieja luna llena y meterse dentro. Si lo hiciera, una cosa era segura: el señor Gus tendría algo que comentar durante mucho tiempo. Deets se reía ante la simple idea de lo excitado que se pondría el señor Gus si subiera y recorriera la luna cabalgando. Porque lo imaginaba como un paseo a caballo, algo que podía hacer una o dos noches, cuando no había mucho trabajo. Luego, cuando la luna volviera a acercarse a Lonesome Dove, saltaría y volvería andando a casa. Les sorprendería a todos.

Pero otras veces la luna estaba tan alta que Deets tenía que recobrar la sensatez y admitir que ningún hombre podía realmente cabalgar por ella. Cuando se imaginaba allá arriba, en el pequeño gancho que colgaba, fino, encima de él, blanco como un diente, casi se mareaba con su propia imaginación y tenía que esforzarse por prestar atención a lo que estaba ocurriendo en la tierra.

No obstante, cuando no había otra cosa que ver a su alrededor más que unos pocos caballos bebiendo agua, siempre podía descansar mirando la luna y el cielo. Le gustaban las noches claras y odiaba las nubes. Cuando estaba nublado era como si le estafaran, privándole de la mitad del mundo. Su miedo a los indios, que era intenso, estaba relacionado con su idea de que la luna tenía poderes que ningún hombre, blanco o negro, podía comprender. Había oído hablar al señor Gus de que la luna movía las aguas, y aunque había contemplado el océano varias veces, desde Matagorda, nunca había conseguido saber de qué forma la luna las movía.

Pero estaba convencido de que los indios comprendían la luna. Nunca había hablado de ella con un indio, pero sabía que tenían más nombres para ella que los blancos, y esto indicaba una gran comprensión. Los indios estaban menos ocupados, y lógicamente tendrían más tiempo para estudiar esas cosas. A Deets siempre le había parecido que los blancos tenían suerte de que los indios no hubieran obtenido el control completo de la luna. Después de la terrible batalla de Fort Phanthom Hill, una vez soñó que los indios habían conseguido llevarse la luna por encima de una de aquellas pequeñas colinas que cubrían todo el oeste de Texas. La habían hecho detenerse en la cima de una montaña para poder saltar a caballo sobre ella. A veces aún pensaba que podía haber ocurrido y que había comanches o kiowas galopando por la luna. Muchas veces, cuando la luna estaba llena y cerca de la tierra, tenía la extraña sensación de que los indios ya estaban en ella. Era una sensación que le producía pánico y que nunca había discutido con nadie. Los indios odiaban a los blancos y si controlaban la luna, que a su vez controlaba las aguas, podían ocurrir cosas terribles. Los indios harían que la luna chupara toda el agua de los pozos y de los ríos, o que la transformaran en salada, como el océano. Este sería el fin, y un fin de lo más duro.

Pero cuando la luna no era sino un ganchito blanco, Deets olvidaba sus preocupaciones. Después de todo, el agua seguía siendo dulce, excepto en uno o dos ríos alcalinos, como el Pecos. Quizá si los indios se habían subido a la luna, ya se habían vuelto a caer todos.

A veces a Deets le hubiera gustado tener cierta instrucción para conseguir las respuestas a algunas cosas que le desconcertaban e intrigaban. La noche y el día, ya era algo que requería reflexión: Tenía que haber una razón para que el sol cayera, permaneciera escondido y volviera a aparecer por el lado opuesto de la llanura, y otras razones para la lluvia, los truenos y el cortante viento del Norte. Sabía que los grandes movimientos de la Naturaleza no eran accidentes; solo que su vida no le había dado suficiente información para poder comprender el funcionamiento de las cosas.

Y sin embargo, los indios, que ni sabían hablar una lengua normal, parecían comprender más cosas que el señor Gus, que podía hablar mucho sobre los movimientos de la Naturaleza o cualquier otra cosa que uno quisiera oír. Pero fue el señor Gus el que puso su nombre en el letrero para que todo el que supiera leer se diera cuenta de que formaba parte del equipo, y esto le compensaba de muchas bromas.

Deets descansaba feliz junto al abrevadero, mirando de vez en cuando a la luna. Las sombras le envolvían por completo y cualquier vaquero que estuviera lo bastante loco como para tratar de colarse, se llevaría una buena sorpresa.

El que tuvo una sorpresa fue Dish cuando entró en el «Dry Bean», porque Lorena no estaba sola, como había supuesto. Estaba sentada con Xavier y Jasper Fant, aquel mozo flaco de río arriba. Dish se había encontrado con Jasper una o dos veces y le caía bastante bien, aunque esta vez le habría caído mejor si se hubiera quedado río arriba, que era donde debía estar. Jasper tenía aspecto enfermizo, pero en realidad estaba tan sano como el que más y tenía un apetito que rivalizaba con el de Gus McCrae.

—Aquí está Dish —anunció Lorena al verle entrar—. Ahora podremos jugar una partida.

Lippy, como de costumbre, estaba de mirón, entrometiéndose en el juego, quisieran o no.

—No, a menos que haya estado en el Banco —dijo—. Xavier le dejó sin blanca anoche y en un día no ha podido recuperarse.

—No veo por qué no puede participar —comentó Jasper con un gesto amistoso—. Xavier hizo lo mismo conmigo, y todavía estoy jugando.

—Todos tenemos debilidades —observó Lippy— Wanz juega al póquer a crédito. Por eso no puede permitirse pagar un sueldo decente a su pianista.

Xavier soportaba sus gracias en silencio. Estaba de peor humor que de costumbre, y sabía por qué. Jake Spoon había vuelto al pueblo y le había arrebatado una puta, un valor vital para un establecimiento como el suyo en aquel lugar dejado de la mano de Dios que era Lonesome Dove. Algunos viajeros, que normalmente no irían tan lejos, lo hacían solo por Lorie. No había una mujer como ella en toda la frontera. No era simpática, pero los hombres venían por ella y se quedaban toda la noche bebiendo. No era fácil que pudiera encontrar a otra puta parecida: había mujeres mejicanas tan bonitas como ella, pero pocos vaqueros cabalgarían unas millas más por una mejicana, porque las había a montones en muchas partes del sur de Texas.

Además, él mismo se acostaba con Lorena una vez por semana, por lo menos. Una vez, en un período de inquieto entusiasmo, la había contratado seis veces en cinco días. Después, avergonzado de su extravagancia ya que no de su lujuria, se abstuvo durante dos semanas. Era una gran comodidad tener a Lorie en la casa, y un buen cambio respeto a su mujer, Thérèse, que había sido avara de sus favores y una mandona por si fuera poco. Una vez Thérèse le había mantenido a dieta durante cuatro meses, que para un hombre del temperamento de Xavier era de lo más doloroso. Durante aquellos cuatro meses no tuvo más remedio que buscar mejicanas, y a punto estuvo de sufrir la ira de un par de maridos mejicanos.

En cambio Lorie era tranquilizante y le había tomado cariño. No aparentaba sentir el menor afecto por él, pero tampoco ponía la menor objeción cuando tenía necesidad de comprar sus favores, algo que a Lippy le dolía profundamente. Se negaba a aceptar a Lippy a ningún precio.

Y ahora Jake Spoon lo había desbaratado todo, y el único medio que tenía Xavier para desfogarse era ganarle dinero a Jasper Fant, que en su mayor parte nunca cobraría.

—¿Dónde está Jake? —preguntó Lorie. Las esperanzas de Dish, que habían crecido al cruzar el oscuro saloon, se vinieron al suelo. Para ella, el hecho de preguntar tan descaradamente por un hombre indicaba la intensidad de un afecto que Dish apenas podía imaginar. Era imposible que alguna vez preguntara por él, aunque cruzara aquella puerta y se esfumara durante un año.

—Pues Jake está con Gus y los muchachos —respondió sentándose e intentando poner buena cara.

Nunca le había parecido tan bonita. Se había subido las mangas del vestido y cuando se puso a barajar las cartas le deslumbraron sus brazos blancos. Apenas podía pensar en la jugada contemplando sus labios firmes y sus brazos gordezuelos, los más bonitos que había visto en su vida. La deseaba tanto que no pensaba en lo que hacía; jugaba tan mal que en una hora perdió la paga de tres meses.

A Jasper Fant no le iba mejor, ya fuera por amor a Lorie o por falta de habilidad. Dish no lo sabía, y además le tenía sin cuidado. De lo único que se daba cuenta era de que de una u otra forma tenía que superar a Jake, porque para él no podía haber otra mujer que la que tenía enfrente. El afecto con que le trataba era como la mordedura de un escorpión, porque no significaba nada. Era el mismo afecto con que trataba a Lippy, un pobre imbécil con un agujero en el estómago.

La partida acabó siendo una tortura para todos menos para Lorie, que ganaba una mano tras otra. Le alegraba pensar en lo sorprendido que estaría Jake cuando volviera y viera sus ganancias. Por lo menos comprobaría que no era una inútil. Xavier no había perdido mucho, nunca perdía mucho, pero no jugaba con su habitual destreza. Lorie sabía que era debido a ella, pero no le importaba. Siempre le había gustado jugar a las cartas y ahora le gustaba mucho más porque era lo único que podía hacer hasta que Jake regresara. Incluso Dish y Jasper le gustaban un poco. Era un alivio no tener que pasarlo mal por culpa de lo que deseaban. Sabía que estaban desesperados, pero también ella se había sentido desesperada bastantes veces, esperando a que terminaran de decidirse o a que pidieran dos dólares prestados. Que aprendieran ahora.

—Dish, sería mejor que lo dejáramos —sugirió Jasper—. Tal como están las cosas, no pagaremos la deuda ni en un año.

—Voy a jugar yo —dijo Lippy—. Tal vez me encuentre oxidado, pero estoy dispuesto.

—Dejadle jugar —dijo Xavier de pronto. Era una regla de la casa que Lippy no jugara. Su estilo era extravagante y sus recursos escasos. Su vida había estado varias veces en peligro cuando algunos forasteros descubrían que no tenía dinero para pagarles lo que había perdido.

Pero Xavier ya no tenía confianza en las reglas de la casa porque también había una regla que decía que Lorena era una puta y ahora ya no lo era. Si una puta podía retirarse tan súbitamente, ¿por qué no iba Lippy a poder jugar a las cartas?

—¿Y con qué me vas a pagar cuando te gane? —preguntó Lorena.

—Con dulce música —respondió Lippy alegremente—. Tocaré tu canción favorita.

No era muy incitante, pensó Lorena, porque tocaba su canción favorita cada vez que entraba en la habitación, con la esperanza de que su habilidad en el teclado acabaría enterneciéndola y dejándole comprar sus favores.

No estaba dispuesta a acceder, pero le dejó jugar unas manos. Los jóvenes estaban demasiado abrumados incluso para beber. Los dos le dieron las buenas noches correctamente con la esperanza de que se enternecería, pero no fue así. Los muchachos la interesaban menos que las cartas.

Fuera, en la calle, Jasper se quedó fumando con Dish.

—¿Ya estás contratado? —preguntó Jasper. Tenía un bigote poco más ancho que un cordón de zapato y un caballo tan grueso como el bigote.

—Creo que sí. Ahora trabajo para la gente de Hat Creek. Piensan llevar ganado al Norte.

—¿Quieres decir que te han contratado para jugar a las cartas? —Jasper se creía gracioso.

—No, no tenía nada que hacer. Ayudo a un negro que está con ellos guardando una manada.

—Guardarla, de qué.

—Pues de los mejicanos a los que se la robamos —explicó Dish—. El capitán ha ido a contratar muchachos.

—Huy, si los mejicanos supieran que el capitán está fuera vendrían a despojar Texas.

—Creo que no —replicó Dish. Encontró algo molesto el comentario. El capitán no era el único hombre en Texas que podía y sabía luchar.

—Cuando vuelva puede contratarme, si quiere —ofreció Jasper.

—Probablemente lo hará —le aseguró Dish. Jasper tenía fama de persona capacitada, pero no brillante.

Aunque Jasper se daba cuenta de que Dish era susceptible respecto al tema, sentía curiosidad por saber qué había cambiado a Lorie. Miraba con nostalgia la luz de su ventana.

—¿Se ha casado la muchacha, o qué? —preguntó—. Cada vez que hice sonar el dinero me miró como si estuviera decidida a arrancarme el hígado.

A Dish le molestó la pregunta. No era tan vulgar como para hablar de Lorie con cualquier hombre que le preguntara. Por el contrario, era difícil ver un rival en Jasper Fant. Parecía medio muerto de hambre, y probablemente así era.

—Es un tipo llamado Jake Spoon. Creo que la ha hechizado.

—Ah, ¿es eso? Me parece que he oído hablar de él. Algo así como un pistolero, ¿verdad?

—No sabría decirte lo que es —contestó Dish en un tono que daba a entender su falta de interés en hablar del asunto. Jasper captó la indirecta y los dos cabalgaron en silencio hacia los corrales de Hat Creek, con sus mentes fijas en la mujer de blancos brazos del saloon. Ya no se mostraba antipática, pero los dos tuvieron la impresión de que las cosas estaban algo mejor antes del cambio.

Paloma solitaria
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