43

Por lo que atañía a Roscoe, el viaje había empezado mal y seguía peor. En primer lugar, parecía que nunca encontraría Texas, algo que enturbiaba su mente. Según todas las indicaciones, era un lugar muy grande y se le escapaba. Todo Fort Smith se reiría de él, suponiendo que regresara.

Cuando emprendió la marcha pensó que el medio más fácil para encontrar Texas sería ir preguntando a los colonos que encontrara, pero los colonos resultaron sorprendentemente ignorantes. La mayoría no parecían haber estado a más de un centenar de pies del lugar donde se habían instalado. Muchos eran incapaces de orientarle hacia el próximo poblado, y mucho menos a un lugar tan remoto como Texas. Algunos eran capaces de señalarle la dirección general hacia Texas, pero después de cabalgar unas millas, sorteando sotos y buscando vados apropiados en los diversos arroyos, Roscoe no tenía la seguridad de que fuera en la dirección apropiada.

Afortunadamente, el problema de dirección se solucionó por fin una tarde cuando tropezó con un pequeño grupo de soldados y un par de mulos. Le aseguraron que se dirigían a un lugar llamado Buffalo Springs, en Texas. Eran solo cuatro soldados, dos a caballo y dos en la carreta, y se emborrachaban para soportar el aburrimiento. Eran hombres generosos, tan generosos que Roscoe también terminó borracho. Su alivio al encontrar hombres que sabían dónde estaba Texas, le inducía a beber copiosamente. Pronto se le revolvió el estómago. Los soldados, muy considerados, le dejaron viajar en la carreta, aunque esto no alivió su estómago porque la carreta no tenía muelles. Roscoe se puso tan malo que se vio obligado a viajar tumbado en el suelo, con la cabeza colgando por la parte de atrás, de modo que cuando le atacaban las náuseas podía vomitar, o por lo menos escupir, sin entretener la marcha.

Roscoe se pasó toda una tarde vomitando a ratos, echado en el suelo de la carreta, tratando de recobrar el equilibrio. Cuando viajaba echado, el sol le daba de lleno en la cara y le producía un fuerte dolor de cabeza. El único medio que encontró para protegerse del sol fue ponerse el sombrero sobre la cara, pero cuando lo hacía, la atmósfera cerrada del interior del sombrero, que olía a loción capilar «Pete Peters» que el barbero de Fort Smith usaba generosamente, le revolvía de nuevo el estómago.

Pronto no le quedó otra cosa que echar que las tripas, y esperaba verlas salir de un momento a otro. Cuando por fin pudo sentarse, se sintió extremadamente débil. Se dio cuenta entonces de que habían llegado a la orilla de un río ancho y poco profundo. Los soldados habían ignorado su enfermedad, pero no podían ignorar el río.

—Es el Red —dijo uno de ellos—. Esto que se ve más allá es Texas.

Roscoe se arrastró fuera de su carreta, pensando montar a Memphis y cruzar, pero se dio cuenta de que ni siquiera podía subir a la silla. Memphis era un caballo alto, pero normalmente se podía llegar a la silla. De pronto vaciló con el calor. No era la silla lo que se alzaba, sino las piernas de Roscoe las que se hundían. Se encontró sentado en el suelo, agarrado a un estribo.

Los soldados se rieron de su apuro y lo echaron sobre la silla como si fuera un saco de patatas.

—Ha sido una suerte que se encontrara con nosotros, ayudante —le dijo un soldado—. Si hubiera seguido hacia el Oeste, los malditos indios le habrían arrancado y comido los testículos.

—¿Comido qué? —preguntó Roscoe, impresionado por la indiferencia con que el soldado le había anunciado aquello tan terrible.

—He oído decir que eso es lo que ocurre si te dejas coger vivo.

—¿Cómo está el asunto de los indios en Texas? —preguntó Roscoe.

Los soldados no parecían tener la menor información al respecto. Procedían de Missouri. Todo lo que sabían de los indios era que les gustaba hacer daño a los blancos cautivos. Uno explicó que a un soldado conocido le habían disparado una flecha desde tan cerca que la flecha le entró por un oído y le salió por el otro lado de la cabeza.

Parecían disfrutar contando este tipo de historias, pero Roscoe no compartía su entusiasmo. Permaneció despierto gran parte de la noche pensando en testículos y en flechas en la cabeza.

A la tarde siguiente los soldados se dirigieron hacia el Oeste, asegurándole que solo tenía que mantener el rumbo Sudoeste y que finalmente llegaría a San Antonio. Aunque se había recuperado de la borrachera, se sentía con pocas fuerzas. Al parecer, la falta de condiciones apropiadas para dormir le iba minando poco a poco la salud.

Aquella tarde, a medida que se acercaba la noche, estaba dispuesto a resignarse con otra noche apoyado al tronco de un árbol. No le gustaba dormir sentado, pero esto le permitía poder levantarse y echar a correr si se presentaba la necesidad. Pero antes de que pudiera elegir un buen árbol en el que apoyarse, descubrió una cabaña a poca distancia.

Al acercarse vio a un viejo con una barba manchada de tabaco, sentado en un tocón y despellejando a una zarigüeya. Roscoe se sintió animado. El viejo era la primera persona que había visto en Texas, y tal vez sería una buena fuente de información respecto al camino.

—Qué tal —saludó con voz fuerte porque el viejo no había levantado la cabeza de su trabajo y Roscoe consideraba peligroso presentarse ante la gente por sorpresa.

El viejo siguió sin levantar la vista, pero una forma apareció en la puerta de la cabaña. A Roscoe le pareció una muchacha aunque debido a la penumbra no podía estar seguro.

—¿Le importa que me quede a pasar la noche? —preguntó Roscoe descabalgando.

El viejo le miró de reojo.

—Si quiere cenar tendrá que matarse el bicho —le advirtió—. Y no moleste a la chica. Es mía, la compré y la pagué.

A Roscoe esto le pareció curioso. Los modales del hombre le parecieron cualquier cosa menos amistosos, así que le dijo:

—Me parece un poco tarde para ir a cazar zarigüeyas. Tengo galletas y puedo comerlas —respondió quitándole importancia.

—Deje a la chica en paz —repitió el viejo.

El hombre, de aspecto brutal, no volvió a levantar la mirada hasta que terminó de limpiar la zarigüeya. Roscoe permaneció de pie, incómodo. El silencio era opresivo. Roscoe casi deseó haber seguido su camino y dormido sentado contra un árbol. El nivel de civilización de Texas no era muy alto si aquel viejo era una muestra.

—Ven a coger el bicho —ordenó a la muchacha.

Ella salió y se llevó la pieza ensangrentada sin decir palabra. En la oscuridad solo pudo apreciar que era delgada. Iba descalza y el vestido que llevaba parecía hecho de una saca de algodón.

—Pagué veinte pieles de mofeta por ella —explicó de pronto el viejo—. ¿Tiene algo de whisky?

Roscoe tenía una botella que había comprado a los soldados. Le llegó olor a carne frita, la zarigüeya sin duda, y volvió a sentir hambre. No tenía nada en el estómago y no podía pensar en nada más que en comer un buen pedazo de zarigüeya frita. Alrededor de Fort Smith, los negros cazaban todas las zarigüeyas; pocas veces podían verse en las mesas de los blancos.

—Tengo una botella en la bolsa. Puedo compartirla con usted.

Supuso que el ofrecimiento le aseguraría un puesto en la mesa, pero había supuesto mal. El viejo cogió la botella cuando se la ofreció y allí, sentado en su tocón, se la bebió casi toda. Luego se puso en pie sin decir palabra y desapareció en el interior de la oscura cabaña. No reapareció. Roscoe se sentó en el tocón, el único lugar disponible, y la oscuridad fue haciéndose más densa hasta que casi no podía verse la cabaña a quince pasos de distancia. Evidentemente, el viejo y la muchacha no tenían luz, porque la cabaña estaba a oscuras.

Cuando se dio cuenta de que no iba a ser invitado a cenar, Roscoe se comió las dos galletas que le quedaban. Se sintió maltratado, pero no podía hacer nada. Cuando terminó las galletas apoyó sus mantas a la pared de la cabaña. Tan pronto como se tendió, salió la luna y llenó el pequeño claro de tanta luz que resultaba difícil dormir.

Entonces oyó decir al viejo:

—Prepara el jergón.

La cabaña estaba mal construida, con unas rendijas tan grandes entre los maderos que a Roscoe le pareció que por ellas se podían colar zarigüeyas. Oyó al viejo dando traspiés dentro.

—¡Maldito sea! ¡Ven aquí, condenada! —dijo el viejo.

Roscoe empezó a sentirse desgraciado por haberse detenido en la cabaña. Luego oyó un golpe, como si el viejo hubiera azotado a la muchacha con un cinturón, una tira de cuero o algo parecido. Luego oyó un forcejeo y la correa volvió a golpear un par de veces más. Después la muchacha empezó a gimotear.

—¿Qué pasa? —preguntó Roscoe, pensando que si hablaba el viejo podría dejarla en paz. Pero la cosa no funcionó. Los golpes continuaron y la muchacha siguió gimoteando. Luego le pareció que caían contra la pared de la cabaña a menos de un pie de la cabeza de Roscoe.

—Si no te quedas quieta mañana te golpearé hasta que desees no haberte movido —clamó el viejo. Parecía estar sin aliento.

Roscoe trató de pensar en lo que haría July en semejante situación. July le advertía siempre que no interviniera en disputas familiares, lo más peligroso de su trabajo según él. En una ocasión July intentó detener a una mujer que iba tras de su marido con una horca y acabó siendo herido por la mujer en una pierna.

En este caso, Roscoe ni siquiera sabía si lo que estaba oyendo era una disputa de familia o no. El viejo acababa de decirle que había comprado la muchacha, aunque naturalmente la esclavitud hacía años que estaba abolida y en todo caso la muchacha era blanca. La joven parecía presentar batalla, pese a su gimoteo, porque el viejo respiraba con dificultad y la maldecía siempre que podía recobrar el aliento. Roscoe deseó más que nunca no haber encontrado la cabaña. El viejo era una mala persona y la muchacha solo podía ser desgraciada con él.

El viejo pronto terminó con la joven, pero ella siguió lloriqueando un buen rato. Era un lloriqueo inconsciente, como el de un perro presa de un mal sueño. Aquello perturbó a Roscoe. Parecía una muchacha demasiado joven para haberse metido en tan horrenda situación, aunque le constaba que en los años del hambre, después de la guerra, muchas familias pobres con muchos hijos, daban los niños a quien los quisiera en cuanto alcanzaban una edad que los hacía útiles para el trabajo.

Roscoe despertó empapado, aunque no por la lluvia. Se había deslizado fuera de la manta y el fuerte rocío le había mojado. Al salir al sol, el agua relució en las hojas de hierba cercanas a sus ojos. Oía los fuertes ronquidos del hombre en la cabaña. No se oía nada de la muchacha.

Como no había la menor probabilidad de que le ofrecieran desayuno, Roscoe montó y se alejó, sintiendo mucha pena por la muchacha. El viejo canalla ni siquiera le había dado las gracias por el whisky. Si todos los tejanos iban a ser como él, aquel iba a ser un viaje desgraciado.

Durante un par de millas a lo largo del día, Memphis empezó a mostrarse inquieto, agitando las orejas y mirando a su alrededor. Roscoe también miró pero no vio nada. El terreno era muy boscoso. Roscoe pensó que tal vez les siguiera un lobo, o quizás unos cerdos salvajes, pero no podía ver nada. Recorrieron ocho o nueve kilómetros a paso tranquilo.

Roscoe se había quedado medio dormido en la silla cuando ocurrió algo terrible. Memphis tropezó con la rama de un árbol que tenía un nido de avispas. El nido se desprendió de la rama y cayó sobre las piernas de Roscoe. Luego resbaló de la silla al suelo pero no antes de que veinte o treinta avispas le atacaran. Cuando Roscoe despertó, lo único que podía ver eran avispas. Le picaron dos veces en el cuello, otras dos en la cara y una en la mano mientras peleaba con ellas.

Fue un despertar brutal. Puso a Memphis al galope y pronto dejó atrás a las avispas, pero dos de ellas se le habían metido dentro de la camisa y estas le picaron lo que quisieron antes de que pudiera aplastarlas contra su cuerpo. Rápidamente descabalgó y se quitó la camisa para asegurarse de que no había más avispas.

Mientras estaba allí, sufriendo por las picaduras, vio a la muchacha: la misma chiquilla esquelética que había estado en la cabaña, con el mismo traje hecho con una saca. Intentó ocultarse detrás de una mata pero Roscoe alzó la mirada en el momento oportuno y la vio. Volvió a ponerse apresuradamente la camisa, aunque las picaduras le escocían como fuego y por lo menos le hubiera gustado poder escupir sobre ellas. Pero un hombre no podía embadurnarse de saliva delante de una muchacha que le miraba.

—Bueno, ya que estás aquí, sal —dijo Roscoe, pensando que era sorprendente que la muchacha hubiera seguido fácilmente a Memphis durante más de nueve kilómetros. No le hubiera extrañado que el viejo la había enviado a pedirle más whisky.

La chiquilla se le acercó despacio, tímida como un conejillo. Seguía descalza y sus piernas estaban arañadas por las brozas. Se paró a veinte pasos, como si no supiera hasta dónde podía acercarse. Roscoe pensó que era bastante bonita, aunque su pelo oscuro estaba sucio y tenía moretones en los brazos debido a los malos tratos del viejo.

—¿Por qué me has seguido? —preguntó Roscoe. Era la primera vez que la veía bien; no debía tener más que catorce o quince años.

La muchacha se quedó quieta, demasiado intimidada para hablar.

—No he oído tu nombre —insistió Roscoe, intentando ser cortés.

—Madre me llamaba mi Janey —contestó la muchacha—. Me he escapado del viejo Sam.

—Oh —solo pudo decir Roscoe, deseando que las avispas hubieran elegido otro momento para picarle, y también que la muchacha llamada Janey hubiera elegido otro momento para huir.

—Casi le maté esta mañana. Me maltrataba y en realidad no soy suya, aunque le diera unas pieles de mofeta a Bill por mí. Pensé coger el hacha y matarle, pero entonces llegó usted y me he escapado para irme y dejarle. —La chiquilla tenía una voz ronca, como la de un muchacho, y una vez superada su timidez inicial no le importaba hablar—. He visto cómo le picaban. Hay un arroyo por aquí cerca. Los emplastos de barro son lo mejor para las picaduras de las avispas. Se mezcla el barro con saliva y alivia muchísimo.

Eso era sobradamente conocido, pero era de agradecer que la muchacha se lo recordara. Mas lo que importaba tratar cuanto antes era el asunto de su huida.

—Soy ayudante de sheriff —explicó Roscoe—. Voy a Texas en busca de un hombre. Llevo prisa y solo tengo un caballo.

No dijo nada más, convencido de que la muchacha entendería la alusión. Pero en lugar de ello, una especie de sonrisa iluminó su rostro por un instante.

—¿Y dice que lleva prisa? Yo pude haberle adelantado tres kilómetros corriendo a pie. Una vez vine andando desde San Antonio, y a menos que vaya al galope creo que le podré seguir muy bien.

La observación casi inclinó a Roscoe en favor de la muchacha. Si había estado en San Antonio, sabría cómo regresar. Él se había sentido desde el primer momento incapaz de encontrar el camino, y le hubiera gustado tener un guía.

Pero una muchacha que huía no era el tipo de guía que le hubiera convenido. Después de todo iba en busca de July por culpa de una mujer que había huido. ¿Qué pensaría la gente si se presentaba con otra? A July le parecería muy extraño y si la gente de Fort Smith llegaba a enterarse pensarían lo peor. Después de todo, el viejo Sam solo la mantenía porque sabía freír una zarigüeya a oscuras.

El recuerdo de la zarigüeya frita cruzó por su mente y le recordó que estaba muerto de hambre. Entre las picaduras y el hambre le resultaba difícil expresarse con claridad, o lo que era peor, pensar con claridad.

Como si leyera el hambre en su expresión, la muchacha se le anticipó.

—Sé cazar bichos —dijo—. Bill me enseñó. Y puedo correr más que ellos. Y además puedo pescar si tiene un anzuelo.

—Entonces fuiste tú la que cazaste la zarigüeya…

La chiquilla se encogió de hombros.

—Ando más deprisa de lo que corren las zarigüeyas. Si nos acercamos al arroyo le curaré las picaduras.

Las picaduras le quemaban como fuego. Roscoe pensó que no sería mala cosa acercarse al arroyo. Estaba a punto de ofrecerle que montara en la grupa del caballo, pero antes de que pudiera abrir la boca ya se había adelantado corriendo. No solo podía andar más deprisa de lo que podía correr una zarigüeya, sino que podía andar más rápidamente que Memphis. Tuvo que ponerle al trote para poder seguirla. Cuando llegaron al arroyo, Roscoe se sentía muy débil a causa del hambre y de las picaduras. La vista le bailaba como si estuviera borracho. Una avispa le había picado cerca del ojo y pronto lo tuvo tan hinchado que se le cerró. Le parecía que tenía la cabeza más grande que de costumbre. La vida estalla llena de problemas y por si fuera poco el viaje estaba yendo mal. Sintió una gran rabia contra July por haberse casado con una mujer que decidió largarse.

La muchacha llegó al arroyo antes que él y empezó a preparar los emplastos de barro y a escupir en ellos. Afortunadamente el arroyo tenía un ribazo alto y proyectaba cierta sombra. Roscoe se sentó a la sombra y dejó que la mucha fuera extendiendo el barro sobre las picaduras de su cara. Incluso consiguió poner un emplasto sobre la hinchazón cercana al ojo.

—Quítese la camisa. —La orden le causó tanta sorpresa que obedeció sin rechistar. El barro era fresco.

—El viejo Sam comía hormigas —le dijo mientras contemplaba su trabajo—. No sabe disparar, así que tenía que vivir de los bichos que yo cazaba.

—Pues a mí me gustaría que pudieras cazar un buen conejo —murmuró Roscoe—. Estoy muerto de hambre.

La muchacha desapareció al instante, por encima del ribazo. Roscoe se sintió un idiota porque realmente no había dicho en serio que se fuera a cazar un conejo. Podía ser rápida, pero los conejos seguro que lo eran mucho más.

Se sintió más débil y se echó a la sombra pensando que un sueñecito le vendría bien. Cerró los ojos por un momento y cuando volvió a abrirlos vio una cosa sorprendente…, bueno, realmente vio dos cosas. Una, un conejo muerto cerca de él. Y otra, la muchacha en el arroyo con un palo en la mano. De pronto una rana enorme saltó a la orilla. Mientras la rana estaba en el aire la muchacha le dio con el palo y la lanzó al ribazo. Luego corrió tras ella y Roscoe se puso en pie para mirar, aunque solo disponía de un ojo. La rana había ido a parar a unas hierbas, que en cierto modo entorpecían sus movimientos. Saltó una vez, pero no pudo hacerlo lejos, y la muchacha estaba allí con el palo. Un instante después bajó del ribazo con la rana muerta cogida por las patas. Le colgaba la lengua rosada.

—Tengo un conejo y una rana —anunció—. ¿Los quiere fritos?

—Nunca he comido rana. ¿Las ranas se comen? —preguntó Roscoe.

—Solo se comen las ancas. Deme su cuchillo.

Roscoe se lo pasó. La muchacha despellejó al conejo, que por cierto estaba bastante gordo. Luego cortó la parte superior de la rana, que arrojó al arroyo, y le arrancó la piel de las patas con los dientes. Roscoe llevaba algunos utensilios en la bolsa de la silla, que ella cogió sin que él dijera nada. Roscoe supuso que las picaduras le habrían afectado porque le parecía que estaba soñando. No dormía, pero no le apetecía moverse. La media rana, con las tripas colgando, flotó hasta la orilla. Aparecieron dos tortugas grises y empezaron a comerse las tripas. Roscoe se limitaba a observar a las tortugas mientras la muchacha preparaba una pequeña hoguera y asaba el conejo y las ancas de la rana. Observó con sorpresa que las ancas de la rana saltaban fuera de la sartén como si la rana siguiera viva.

Cuando las tuvo listas, él comió una y le encantó el sabor. Después se repartieron el conejo y lo comieron sin dejar más que los huesos, que arrojaron al arroyo. Las tripas de la rana y del conejo atrajeron a numerosas tortugas.

—Los negros comen las tortugas —explicó la muchacha, partiendo un hueso con los dientes.

—Comen casi de todo. Supongo que no pueden ser demasiado melindrosos.

Después de la comida Roscoe se sintió menos débil. La chiquilla estaba sentada a unos pasos de distancia, mirando las aguas del arroyo. Parecía una niña. Tenía las piernas llenas de barro del arroyo y los brazos amoratados a consecuencia de sus escaramuzas con el viejo Sam. Algunos morados aún estaban azules y otros ya se habían puesto amarillos. El vestido de saco de algodón estaba desgarrado por muchos sitios.

A Roscoe empezaba a preocuparle el problema de qué hacer con ella. Había sido muy generoso por su parte darle de comer, pero eso no le servía para dar respuesta a la pregunta de qué se podía hacer con ella. El viejo Sam no parecía un hombre que aceptara de buen grado perder algo que consideraba de su propiedad. En aquel momento podía estar siguiéndoles las huellas, y como no estaban muy lejos de la cabaña aún podía alcanzarles.

—Me imagino que el viejo vendrá en tu busca —observó Roscoe nervioso.

—No —contestó la chica.

—Bueno, pero él dijo que eras suya. ¿Por qué no va a venir en tu busca?

—Tiene reúma en las rodillas —explicó la muchacha.

—¿Y no tiene un caballo?

—No, se ahogó. Además le he dado un golpe en las rodillas con la sartén grande para que se quedara tranquilo unos días.

—¡Madre mía! —exclamó Roscoe—, eres un mal enemigo.

La muchacha meneó la cabeza.

—Yo no lo soy. El viejo Sam sí lo era.

Se llevó los utensilios de cocinar al arroyo y los lavó antes de volver a guardarlos en la bolsa.

A Roscoe le angustiaba la idea de que tenía que tomar una determinación. Era casi mediodía y solo había recorrido unas millas. Tenía que reconocer que la muchacha resultaba práctica para llevar de viaje. Pero por otra parte era una prófuga, y resultaría difícil explicárselo a July.

—¿No tienes familia? —le preguntó esperando que hubiera algún pariente por alguna parte con quien dejar a la chica.

—No —contestó sacudiendo la cabeza—. Tenía un hermano pero se lo llevaron los indios. Mamá murió y papá se volvió loco y se pegó un tiro. Viví con un holandés hasta que Bill me cogió.

—¡Menuda tragedia! ¿Y quién era ese Bill?

Una expresión de tristeza cruzó el rostro de la chiquilla.

—Bill me llevaba a Fort Worth. Entonces tropezó con el viejo Sam arriba, junto al Waco. Se emborracharon y Sam me cambió por las pieles.

No llegó a explicar quién era Bill, y Roscoe no insistió. Decidió retrasar al menos un día la decisión de qué hacer con ella. Le dolían las picaduras y no se creía capaz de tomar una decisión acertada cuando solo podía ver por un ojo. Tal vez encontrarían un poblado y él podría localizar a una familia decente que necesitara alguien que les ayudara. Se la quitarían de las manos.

El único problema era que solo tenía un caballo. No le parecía bien ir él montado y ella a pie. Claro que casi no pesaba nada. Memphis no tendría problema en cargar con los dos.

—Mejor que sigas conmigo un par de días. Puede que podamos encontrar un sitio mejor que lo que has dejado atrás; no me gustaría que tuvieras que regresar.

—No pienso regresar. El viejo Sam me mataría.

Cuando Roscoe le ofreció empujarla hacia arriba, le miró de forma peculiar.

—No me importa andar —dijo.

—Pero tenemos que darnos prisa. July nos lleva mucha delantera. Venga, salta.

La muchacha lo hizo. Memphis pareció fastidiado, pero era demasiado perezoso para protestar. La muchacha enganchó sus pies en la cincha y se agarró a las cuerdas de la silla.

—Es muy alto, ¿no cree? Puedo ver por encima de las matas.

—Avísame si me equivoco —le pidió Roscoe al cruzar el arroyo—. Tengo que ir a San Antonio, no puedo pasar de largo.

Paloma solitaria
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