20

Tan pronto como Jake cruzó el umbral del «Dry Bean», Lorena vio que estaba malhumorado. Fue directamente al bar y cogió una botella y dos vasos. Ella estaba en una mesa entreteniéndose con una baraja. Era todavía temprano y no había nadie por allí excepto Lippy y Xavier, lo que resultaba sorprendente. Generalmente a aquella hora siempre había tres o cuatro vaqueros de Hat Creek.

Lorena miró atentamente a Jake para averiguar si era ella la causa de su malhumor. Después de todo, había estado con Gus aquella misma tarde. Cabía dentro de lo posible que Jake lo hubiera descubierto de algún modo. No era mujer que esperara tener suerte en la vida. Si hacía una cosa confiando en que cierta persona no se enterara, siempre se enteraba. Cuando Gus la engañó y consiguió subir con ella, estaba convencida de que finalmente llegaría a oídos de Jake. El pobre Lippy era humano, y todo lo que le sucedía a ella se contaba y se repetía. No quería que Jake se enterara, pero tampoco le tenía miedo. Podía pegarla o podía matar a Gus: le resultaba impredecible, y esta era una de las razones por las que no le importaba que lo descubriera. Después de eso le conocería mejor, hiciera lo que hiciera.

Pero cuando él se sentó a la mesa y puso un vaso delante de ella se dio cuenta de que no era por su causa por lo que tenía aquella expresión tensa. No vio nada hostil en sus ojos. Bebió uno o dos sorbos de whisky y entonces, llegó Lippy y se sentó a la mesa con ellos como si se le hubiera invitado.

—Veo que has venido solo —dijo Lippy echándose atrás, sobre su frente arrugada, el sucio bombín.

—Así es, y por Dios que me propongo seguir solo —contestó Jake irritado. Se puso en pie y sin más palabras cogió su botella y su vaso y marchó hacia la escalera.

Lorie se quedó mirando desconcertada a Lippy, porque en su alcoba hacía mucho calor y hubiera preferido quedarse en el saloon, donde por lo menos corría cierta brisa.

Pero con Jake tan irritado no podía hacer otra cosa que subir. Al levantarse dirigió una fría mirada a Lippy que le dejó tan sorprendido que se le quedó colgando el labio.

—¿Por qué me has mirado así? —preguntó—. Yo no he dicho nada de ti.

Lorena no contestó. Una mirada era más efectiva que las palabras por lo que tocaba a Lippy.

Tan pronto como llegó a la habitación, Jake decidió que la deseaba y rápidamente. Había bebido medio vaso de whisky mientras iba subiendo la escalera y un buen trago de whisky siempre le animaba. Después de todo un día con el ganado estaba lleno de polvo, y normalmente habría esperado a darse un baño o por lo menos lavarse la cara y las manos en la palangana, pero esta vez no esperó. Incluso trató de besarla con el sombrero puesto, pero la cosa no resultó bien. Su sombrero estaba tan polvoriento como el resto de su persona. El polvo se le metió en la nariz y la hizo estornudar. Su prisa era inusitada; era un hombre exigente que solía quejarse cuando las sábanas no estaban suficientemente limpias para su gusto.

Pero esta vez no parecía ni fijarse que el polvo iba cayendo de su ropa al suelo. Cuando se desabrochó los pantalones y sacó el faldón de su camisa, cayó de ella un chorrito de arena. La noche era pesada y Jake tan polvoriento que para cuando hubo terminado había tanta tierra en la cama que era como si hubieran estado revolcándose en el polvo. No la molestaban especialmente; era mejor que los botes de humo y los mosquitos.

Jake solo se dio cuenta del polvo cuando se incorporó para alcanzar la botella de whisky.

—Estoy lleno de arena, maldita sea —exclamó—. Hubiera debido bañarme en el río.

Suspiró, se sirvió un whisky y se sentó con la espalda apoyada en la pared, acariciando distraído la pierna de Lorie. Esta esperó, tomando uno o dos sorbos. Jake parecía cansado.

—Esos muchachos son exasperantes —dijo.

—¿Qué muchachos?

—Call y Gus —respondió—. Solo porque les hablé de Montana, esperan con que les ayude a llevar el ganado hasta allí.

Lorena le observó. Miraba por la ventana y rehuía sus ojos.

—Que me ahorquen si voy a hacerlo. No soy ningún vaquero. A Call se le ha metido en la cabeza ir, pues que vaya.

Pero ella sabía que enfrentarse a Gus y al capitán no le iba a resultar fácil. La miró con tristeza en los ojos, como si le estuviera suplicando que buscara el modo de ayudarle. Pero después esbozó una sonrisa, una sonrisita perezosa y astuta.

—Gus cree que deberíamos casarnos.

—Yo prefiero ir a San Francisco —dijo Lorena.

Jake volvió a acariciarle la pierna.

—Bueno, ya iremos. ¡Pero que no venga Gus con estas ideas! Además cree que debería llevarte con nosotros en el viaje.

Y volvió a mirarla como si tratara de adivinar lo que estaba pensando. Lorena le dejó mirar. Cansado como estaba, con la camisa abierta, no había nada en él que diera miedo. Era difícil saber lo que le daba miedo. Era orgulloso como un pavo cuando estaba con otros hombres, irritable y rápido en responder a los insultos. Sentado encima de la cama parecía todo menos un tipo duro.

—¿Qué ha estado haciendo Gus toda la tarde? No volvió hasta la puesta del sol.

—Lo mismo que has estado haciendo tú.

Jake alzó las cejas, sin mostrarse realmente sorprendido.

—Lo sabía, menudo sinvergüenza. Me dejó trabajando para poder venir a molestarte.

Lorena decidió contárselo. Sería mejor eso que no que él se enterara por otra persona. Además, aunque se consideraba su novia, no lo consideraba a él su dueño. Él no había dominado ninguna otra cosa más que el póquer, aunque la había ayudado a jugar mejor a las cartas.

—Gus me ofreció cincuenta dólares —dijo ella.

Jake volvió a alzar las cejas con cansancio, como si nada de lo que se le pudiese decir fuera a sorprenderle realmente. A ella le molestaba aquella pose como de saberlo todo de antemano.

—Es un loco con el dinero —dijo Jake.

—Le rechacé —dijo Lorena—. Le dije que estaba contigo.

Los ojos de Jake brillaron por un momento y le dio una rápida bofetada en la mejilla, tan rápida que ella ni siquiera la vio llegar. Aunque le escoció la mejilla, no había verdadero enfado en él, y no se parecía en nada a las palizas que había recibido de Tinkersley. Jake le pegó una vez, como si formara parte de las reglas del juego, y al momento sus ojos volvieron a perder vida y solo la contempló con cansada curiosidad.

—Y echó el polvo. Y si no lo hizo, puedes pegarme.

—Lo jugamos a las cartas y me hizo trampas al cortar. No lo puedo demostrar, pero lo sé. De todas formas me dio cincuenta dólares.

—Debí advertirte que nunca cortaras con ese viejo zorro. A menos que estés dispuesta a lo que él se propone. Es el hombre más tramposo que he conocido. No suele hacerlo con frecuencia, pero cuando lo hace no hay quien le coja.

Le limpió el polvo que tenía en el vientre y continuó:

—Ahora que eres rica, podrías prestarme veinte dólares.

—¿Por qué iba a hacerlo? Ni te lo has ganado, ni lo has impedido.

Además él tenía dinero de sus partidas. Si algo sabía hacer, era no dar dinero a ningún hombre. Esto no era más que una invitación a venderse, con su ayuda.

—Entonces quédatelos. —Jake parecía divertido—. Pero si se hubiera tratado de otro hombre, y no de Gus, te habría matado.

—Si lo hubieras sabido —le respondió, levantándose.

Jake siguió mirando por la ventana mientras ella deshacía la cama. Iba bebiendo su whisky pero no volvió a mencionar la marcha.

—¿Vas a ir con el rebaño? —le preguntó.

—Aún no estoy decidido. No saldrán hasta el lunes.

—Pienso marcharme cuando te marches. Con el rebaño o sin él.

Jake se volvió a mirarla. Llevaba solo la camisa y tenía una mancha roja donde él le había dado aquella bofetada que no la había impresionado lo más mínimo. Tuvo la impresión de que nunca se está suficiente tiempo con las mujeres. Antes de que uno se dé cuenta, le meten en una discusión y además explican lo que va a suceder.

—Menuda pinta que tendrías en un campamento de vaqueros. Y además, todos enamorados de ti. Tendría que matar a la mitad antes de que pudiéramos llegar a Red River, si vinieras con nosotros.

—Nadie me molestaría. Gus es el único capaz de intentarlo.

—Sí, querría cortar la baraja dos veces al día —rio Jake.

A medida que se iba haciendo viejo, le parecía más difícil encontrar un modo sencillo de vivir. Por una parte estaban sus amigos, que siempre esperaban algo de él; por la otra estaba Lorie, que esperaba algo más. Y él mismo no tenía ideas claras sobre lo que iba a hacer, aunque pensaba que sería agradable vivir en un pueblo cálido donde pudiera jugar una buena partida de cartas. Tener una mujer a su lado hacía la vida más feliz, por supuesto, pero tampoco significaba tener que llevársela a San Francisco.

Claro que podía salir corriendo: no estaba encadenado a la pata de la cama ni a sus amigos. Frente a la ventana estaba México. Pero ¿qué iba a conseguir? México era aún más violento que Texas. Los mejicanos colgaban siempre a los tejanos para compensar los mejicanos ahorcados por los tejanos.

Si la horca era lo único que le esperaba, prefería que lo hicieran en Arkansas.

Lorie le contemplaba con un extraño fulgor en la mirada. Y no porque le hubiera pegado. Sintió que le estaba leyendo el pensamiento. Ignoraba por qué tantas mujeres podían leer lo que pensaba. Solo había engañado a una, una putita pelirroja de Cheyenne que era todo corazón y nada de cerebro. A Lorena no iba a engañarla. Su expresión le puso a la defensiva. Muchos hombres la hubieran dejado negra y morada a golpes por lo que había hecho aquella tarde, y sin embargo ella ni siquiera trató de ocultarlo. Jugaba según sus reglas. Pensó que, llegado el momento, ella podría ser la que matara al sheriff de Arkansas. No vacilaría, si seguía queriéndole.

—No es preciso que sigas aquí con esta expresión tan rara —le dijo—. No me escaparé sin ti.

—No estoy rara. Tú sí que lo estás. No quieres quedarte ni quieres marcharte.

Jake la miró apabullado.

—He recorrido aquel camino. Es duro. ¿Por qué no nos vamos a San Antonio y jugamos una temporada?

—Tinkersley me llevó allí. No quiero volver.

—Eres difícil de complacer —dijo Jake, irritado de pronto.

—No es verdad. Me gustas. Solo que quiero ir a San Francisco como me prometiste.

—Bueno, si no te gusta San Antonio, podemos ir a Austin o a Fort Worth. Hay infinidad de ciudades preciosas y no tan difíciles de llegar a ella como San Francisco.

—No me importa que resulte difícil. Vayamos.

Jake lanzó un suspiro y le ofreció más whisky.

—Échate —le dijo— y te frotaré la espalda.

—No necesito que me frotes la espalda.

—Lorie, no podemos irnos esta noche. Yo solo quería mostrarme amable y amistoso.

No era la intención de Lorie presionarle de aquel modo, pero para ella era importante llegar a una decisión. Había pasado demasiadas noches en aquella pequeña alcoba caliente donde ahora se encontraban. Se dio cuenta al sacar las sábanas llenas de tierra. Las había cambiado muchas veces porque los hombres bajo los que se tendía habían estado tan sucios como Jake. Era algo que había repetido demasiadas veces. Ahora estaba harta. Se había acabado. Quería tirar las sábanas, el colchón y la cama por la ventana. Había acabado con aquella habitación y con todo lo que significaba, y no estaba de más que Jake Spoon se enterara.

—Cariño, parece que tengas fiebre —le dijo Jake sin darse cuenta de que se trataba de una fiebre de impaciencia por terminar con Lonesome Dove y todo lo que allí había—. Si estás decidida nos iremos, pero lo que no quisiera es vivir en un campamento de ganado. Además, Call no lo permitiría. Podemos cabalgar con ellos de día y acampar por nuestra cuenta.

Lorena se mostró satisfecha. La tenía sin cuidado dónde acamparan. Luego Jake empezó a hablar de Denver y de que desde allí sería fácil ir a San Francisco. Le escuchó a medias. Jake se lavó lo mejor que pudo en la pequeña palangana. A Lorie solo le quedaba una sábana de repuesto, así que la puso en la cama mientras él se lavaba.

—Vámonos mañana —dijo.

—Pero el ganado no sale hasta el lunes —le recordó Jake.

—No es nuestro ganado. No tenemos por qué esperar.

Jake tuvo que admitir que había algo diferente en ella. Tenía un rostro hermoso, un cuerpo hermoso, pero al mismo tiempo un no sé qué distante que no había encontrado en ninguna otra mujer. Algunas montañas como las Bighorn, eran como ella. El aire que las rodeaba era tan claro que se podía cabalgar durante días hacia ella, sin que a uno le pareciera que se acercaba. Y no obstante, si se seguía cabalgando, se llegaba a las montañas. No estaba seguro de conseguir llegar a Lorie. Incluso cuando la poseía, había una distancia entre ellos. Sin embargo, no quería dejarla marchar.

Cuando apagaron la luz, un rayo de luna entró por la ventana y cruzó sus cuerpos. Lorie dejó que le frotara la espalda, porque le divertía hacerlo. No tenía sueño. Mentalmente, ya había abandonado Lonesome Dove; solo esperaba que terminara la noche para poder marcharse de verdad. Jake se cansó de frotarle la espalda y trató de darle la vuelta para entrar otra vez en ella, pero no estaba dispuesta. Apartó su miembro, cosa que a él no le hizo la menor gracia.

—¿Qué te pasa ahora?

Lorie no contestó. No había nada que decir. Lo intentó por segunda vez y ella volvió a apartárselo de nuevo. Sabía que le molestaba que le rechazara, pero no le importaba. Tendría que esperar. Escuchando su respiración pesada y frustrada, pensó que tal vez tendría que pelear, pero no hizo falta. Estaba ofendido, pero no tardó en bostezar. Siguió agitándose y volviéndose, esperando que cediera. De vez en cuando le tocaba la cadera, como si fuera accidentalmente. Pero había trabajado todo el día; estaba cansado. No tardó en dormirse. Lorie siguió despierta, mirando por la ventana, esperando que fuera la hora de marcharse.

Paloma solitaria
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