81

Cuando July regresó de la ciudad volvía tan abatido que no podía hablar. Clara le había pedido que le hiciera unos cuantos encargos, pero la visita a Elmira le había turbado tanto que se le habían olvidado. Incluso después de volver al rancho no recordaba que se le hubiera hecho ningún encargo.

Clara se dio cuenta enseguida de que había sufrido un revés. Cuando le vio volver sin tan siquiera el correo a punto estuvo de decirle algo sobre su mala memoria. Ella y las niñas suspiraban por las revistas y catálogos que venían en el correo, y era decepcionante que alguien pasara junto a la oficina y no los recogiera. Pero July tenía un aspecto tan abatido que se abstuvo de decirle nada. A la hora de la cena, en la mesa, intentó varias veces sacarle una palabra, pero él estaba allí sentado, sin apenas tocar la comida. Desde que llegó de los llanos estaba siempre muerto de hambre, así que se tratara de lo que se tratara debía ser muy serio.

Sabía que era un hombre que agradecía cualquier amabilidad; había tenido todo tipo de amabilidades para con él, y ahora, volvió a ser amable permaneciendo en silencio y dándole tiempo a superar lo que le había ocurrido en la ciudad. Pero había algo en su actitud abatida y silenciosa que la irritaba.

—Todo parece triste —observó Betsey. Betsey era rápida en notar los cambios de humor.

—Sí —contestó Clara. Sostenía al niño que parloteaba y se chupaba el puño. Es una suerte que tengamos a Martin. Es el único hombre que todavía puede hablar.

—No habla —la contradijo Sally—. Esto no es hablar.

—Bueno, pero por lo menos suena —observó Clara.

—Creo que eres injusta —le reprochó Sally. Era rápida atacando, tanto a su madre como a su hermana—. Papá está enfermo, si no hablaría.

—Está bien, retiro lo dicho —contemporizó Clara. Pero recordaba millares de comidas en las que Bob no había abierto la boca.

—Pienso que eres injusta —insistió Sally, que no estaba satisfecha.

—Sí, y tú eres como yo —saltó Clara, mirando a su hija.

July se dio cuenta de que todo aquello tenía que ver con él, pero no acertaba a centrar su mente. Llevó su plato a la fregadera y dio las gracias a Clara por la comida. Luego salió al porche delantero, agradecido de que fuera una noche oscura. Sentía que iba a llorar. Era desconcertante; no sabía qué hacer. Nunca había oído hablar de una esposa que hiciera alguna de las cosas que había hecho Elmira. Se sentó en los peldaños del porche, más triste y desconcertado que aquella noche cuando al regresar junto al río se encontró con los tres cadáveres. No tenía nada que ver con la muerte, Elmira estaba viva. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué.

Las niñas salieron y parlotearon detrás de él por unos instantes, pero ni se fijó. Tenía dolor de cabeza y pensó que debería echarse, aunque cuando se echaba el dolor de cabeza solía aumentarle y era peor.

Clara salió con el niño en brazos y se sentó en una mecedora.

—No parece que se encuentre bien, señor Johnson —le dijo.

—Llámeme July.

—Lo prefiero, pero entonces, deje de llamarme señora. Creo que ya nos conocemos lo bastante como para llamarnos por nuestros nombres.

July no creía conocerla bien, pero se lo calló. No creía conocer a ninguna mujer.

—Necesito pedirle un favor. ¿Podría ayudarme a dar la vuelta a mi marido, o se encuentra muy mal?

Por supuesto que la ayudaría. Ya la había ayudado otras veces a mover al marido. El pobre había perdido tanto peso que July lo levantaba sin dificultad mientras Clara cambiaba las sábanas. La primera vez le angustió mucho porque el hombre nunca cerraba los ojos. Aquella noche le preocupó que pudiera pensar que otro hombre estaba con su mujer. Clara le advertía cuando él iba demasiado despacio. July se preguntaba si el hombre podría oír y lo que pensaría en el caso de que oyera.

Clara le entregó una linterna y entraron juntos. Dejó al pequeño con las niñas, por un momento. Clara se detuvo ante la puerta del dormitorio y escuchó antes de entrar.

—Cada vez que vengo pienso que ha dejado de respirar —observó—. Por eso siempre me paro y escucho.

Pero el hombre respiraba. July le levantó y Clara quitó las sábanas.

—Maldita sea, se me ha olvidado el agua —exclamó yendo hacia la puerta—. Sally, súbeme un cubo —le gritó, y al poco rato la niña subió con el cubo de agua.

—Betsey va a dejar caer al niño de la cama —anunció—. No sabe sostenerlo.

—Bueno, pues que aprenda. Y dejad de pelear por el niño.

July se sentía avergonzado sosteniendo al enfermo, desnudo, mientras Clara le limpiaba con la esponja y agua tibia. No le pareció decente. Clara intuyó lo que pensaba y se apresuró a terminar de hacer la cama.

—Es simple trabajo de enfermera, señor Johnson —le explicó—. Intenté tenerle vestido, pero fue inútil. El pobre no puede controlarse. —Calló de pronto y le miró diciendo—: Se me olvidaba que tengo que llamarle July.

A July no le importaba que le llamara de una manera o de otra. Le dolía tanto la cabeza que apenas podía bajar la escalera. Al llegar abajo tropezó con la puerta que allí había. El bebé berreaba.

Clara se disponía a comprobar lo que le pasaba al niño, pero cuando July se dio contra la puerta cambió de idea. Él salió al porche y se dejó caer sobre los peldaños como si las fuerzas le abandonaran. Clara se inclinó y le apoyó la palma de la mano en la frente. Esto le hizo saltar como si le hubiera golpeado.

—Válgame Dios, es tan tímido como un potro. Pensaba que tendría fiebre, pero veo que por ahora no.

—Es la cabeza —se quejó July.

—Entonces necesita una compresa fría.

Clara volvió a entrar en la casa, buscó un trapo y un poco de agua. Y le bañó la frente y las sienes. Tuvo que admitir que el agua fresca le aliviaba.

—Gracias —murmuró.

—Oh, no tiene que darme las gracias. No soy una gran enfermera. Es uno de mis fallos. Soy demasiado impaciente. Doy una o dos semanas de margen a las personas y luego, si no mejoran, prefiero que se mueran. Los niños, no. No soy tan dura con los niños. Prefiero que estén cinco años enfermos a perder uno solo. Es que me he dado cuenta de que los cuidados no sirven de gran cosa. La gente se pone bien si puede, y si no se muere.

Guardaron silencio unos minutos.

—¿Encontró a su mujer? —preguntó Clara—. Ya sé que no es asunto mío, pero de todos modos se lo pregunto.

—Sí. Estaba en casa del médico.

—No debe haberse alegrado mucho de verle —comentó Clara.

July hubiera deseado que le dejara en paz. Le había acogido y alimentado, salvado a su mujer y cuidado al niño; no obstante, solo deseaba que le dejara en paz. Se sentía tan débil que de no estar apoyado en la barandilla habría rodado escalera abajo. No tenía nada que decir ni que ofrecer. Pero en Clara había algo incansable que no parecía ceder nunca. La cabeza le dolía de tal modo que se hubiera pegado un tiro. El niño berreaba arriba y ella seguía haciendo preguntas.

—Me imagino que sigue estando enferma. No dijo gran cosa —respondió July.

—¿Quería al niño?

—No dijo nada.

—¿Preguntó por él o dijo algo?

—No —confesó July—. Ni una palabra.

El niño había dejado de llorar. Oyeron un caballo chapoteando al salir del río; Cholo llegaba tarde. Incluso sin luna pudieron ver su pelo blanco mientras trotaba en dirección a los corrales.

—July, ya sé que está cansado —insistió Clara—. Me figuro que tendrá el corazón destrozado, pero voy a decirle algo terrible. Yo solía ser muy tímida, pero Nebraska me ha hecho atrevida. No creo que esa mujer le quiera a usted ni al niño. No sé qué es lo que quiere, pero dejó a esa criatura sin mirarla siquiera.

—Debía de estar agotada y confusa —la excusó July—. Tuvo un viaje duro.

Clara suspiró.

—Tuvo un viaje duro, pero no estaba confusa. No todas las mujeres quieren a sus hijos, y muchas esposas tampoco quieren a los maridos con los que se han casado. Es el hijo de los dos. Pero no creo que lo quiera y si piensa cambiar de parecer, será mejor que lo haga cuanto antes.

July no entendió lo que le quería decir, aunque en realidad tampoco le importaba. Estaba demasiado destrozado para prestar atención.

—Me gustan los pequeños, lo mismo niños que caballos. Me encariño igual de deprisa. No tienen que ser necesariamente míos.

Hizo una pausa. Sabía que él deseaba que se callara de una vez, pero estaba determinada a decir lo que pensaba.

—Me estoy encariñando con Martin —prosiguió—. No es mío, pero ya no es de su esposa tampoco. Las cosas jóvenes se pertenecen a sí mismas. El que crezcan de una manera o de otra dependerá de quién se ha encariñado con ellas. Yo me quedaré con Martin si ella no lo quiere y usted tampoco.

—Pero su marido está enfermo —objetó July. ¿Por qué querría aquella mujer ocuparse de un niño cuando ya tenía dos niñas y un enorme negocio de caballos que atender?

—Mi marido se está muriendo. Pero muerto o vivo, yo aún puedo criar al niño.

—No sé qué hacer —dijo July—. Hace tanto tiempo que no he hecho nada bien que ni me acuerdo. No sé si volveré con Ellie a Fort Smith. A lo mejor ya han contratado a un nuevo sheriff.

—Encontrar trabajo no es problema. Le proporcionaré uno si lo desea. Cholo ha estado haciendo el trabajo de Bob y el suyo, y no puede aguantar eternamente.

—Yo siempre he vivido en Arkansas —observó July. Nunca se le había ocurrido pensar que podía vivir en otra parte.

—Váyase a la cama —le dijo Clara riendo—. Ya le he fastidiado bastante la noche.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, no parecía tener mejor aspecto ni se encontraba mejor. Apenas habló con las niñas, que le adoraban. Clara las mandó en busca de huevos para poder hablar unas palabras a solas con July.

—¿Comprendió lo que le dije anoche de ocuparme de Martin? —le preguntó.

July no había comprendido nada. Solo deseaba que se callara. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer, ni la había tenido cuando salió de Fort Smith, meses atrás. En ciertos momentos solo deseaba volver a casa. Dejaría que Ellie se fuera si no quería seguir siendo su esposa. Que Clara se quedara con el niño, si tanto lo deseaba. En otro tiempo se había sentido competente haciendo de sheriff. Quizá si regresaba volvería a ser competente. Ignoraba cuánto tiempo podría soportar sentirse un fracasado.

—Si su esposa no quiere a Martin, ¿tiene usted madre o una hermana que quiera hacerse cargo de él? —preguntó Clara—. Lo que no quiero es tenerle un año o dos y después tener que cederle. Si tengo que entregarle, preferiría que fuera enseguida.

—No, mi madre ha muerto. Solo tengo hermanos.

—Yo he perdido tres chicos —explicó Clara—. No quiero perder otro por culpa de una mujer que no sabe lo que quiere.

—Se lo preguntaré. Volveré a verla dentro de uno o dos días. Quizá se sienta mejor.

Pero comprendió que no podría soportar la espera. Tenía que volver a verla, incluso aunque ella no quisiera mirarle. Por lo menos él sí la miraría ahora que al fin la había encontrado. Tal vez cambiaría si se mostraba paciente.

Cabalgó hacia la ciudad, pero cuando llegó a la casa del médico no encontró a nadie. La habitación de Ellie estaba vacía y al gigante no se le veía por ninguna parte.

Preguntando a unos y a otros encontró al doctor que estaba atendiendo un parto en una de las casas de putas.

—Se marchó —dijo el médico—. Ayer, al volver a casa, ya no estaba. No dejó ninguna nota.

—Pero estaba enferma —objetó July.

—No, solo se sentía desgraciada —explicó Patrick Arandel. Compadecía al joven. Cinco putas ociosas escuchaban la conversación mientras una de sus compañeras daba a luz en la habitación adyacente.

—Se quedó muy impresionada cuando ahorcaron a aquel asesino —continuó—. Eso y el parto casi la mataron. Yo creía que iba a morir; tenía una fiebre altísima. Es buena señal que se haya ido. Eso quiere decir que ha decidido vivir un poco más.

El viejo de la cuadra meneó la cabeza cuando July le preguntó qué camino habían tomado.

—El malo —le contestó—. Tendrán mucha suerte si no se encuentran con los sioux.

July estaba como loco. Ni siquiera se había traído el rifle a la ciudad, ni la manta, ni nada. Llevaban ya un día de ventaja, aunque viajaban en una carreta y su desplazamiento tenía que ser forzosamente lento. Si tenía que volver al rancho a buscar sus cosas perdería medio día más. Se sintió tentado de seguirles con solo su pistola e incluso salió un trecho al Este, fuera de la ciudad. Pero solo veía los llanos inmensos, interminables. Una vez casi se lo habían tragado.

Volvió grupas y regresó galopando al rancho. Casi agotó al caballo, y al recordar que era un caballo prestado disminuyó la marcha. Cuando llegó a casa de Clara, iba al paso. Se le habían acabado las fuerzas y le dolía otra vez la cabeza. A duras penas pudo desensillar; en lugar de ir directamente a la casa, se sentó detrás del cobertizo de los arreos y se echó a llorar. ¿Por qué escapaba siempre? ¿Y él qué podía hacer? ¿Ignoraba Ellie que había indios? Le pareció que tendría que perseguirla toda la vida, pero encontrarla no servía de nada.

Al levantarse vio a Clara. Volvía del huerto con una cesta de verduras. Hacía calor y se había remangado las mangas del traje. Sus brazos eran delgados, pero fuertes, como si fueran totalmente de hueso.

—¿Se ha ido? —preguntó Clara.

July asintió con la cabeza. No tenía ganas de hablar.

—Venga a ayudarme a desenvainar el maíz. Los elotes están casi terminados. Me gustan tanto durante el invierno, que me los comería por docenas.

Siguió caminando hacia la casa, cargada con la pesada cesta de hortalizas. Al no oír los pasos de July se volvió a mirarle. July se secó el rostro y la siguió a la casa.

Paloma solitaria
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