80

Cuando por fin cedió la fiebre de Elmira, estaba tan débil que apenas podía mover la cabeza en la almohada. Lo primero que vio fue a Zwey mirando por la ventana de la casita del doctor. Estaba lloviendo, pero Zwey permanecía allí, metido en su abrigo de búfalo, contemplándola.

Al día siguiente seguía allí y al otro también. Quería llamarle por si tenía noticias de Dee, pero estaba demasiado débil. Su voz no era más que un susurro. El doctor que la atendía, un hombre bajito de barba roja, no parecía estar más sano que ella. Tosía tanto que a veces tenía que dejar la medicina de ella sobre la mesa por temor a derramarla. Su nombre era Patrick Arandel, y le temblaban las manos después de cada acceso de tos. Pero la había cuidado constantemente durante la primera semana, esperando todo el tiempo que se le muriera.

—Es tan leal como un perro —le murmuró cuando estuvo mejor para entender una conversación. Por un momento Ellie se le quedó mirando sin comprenderle. Se refería a Zwey, por supuesto.

—Ni siquiera conseguí que se fuera a comer —siguió diciéndole el médico—. Yo solo vivo de té, pero él es un hombre grande. El té no le mantendría en movimiento. Me preguntó mil veces si iba usted a vivir.

El médico se sentó en una sillita de madera junto a la cama y le iba dando la medicina a cucharadas.

—Es para reconstituirla —explicó—. Apenas tenía sangre cuando llegó aquí.

Elmira hubiera querido que hubiera una persiana para no ver a Zwey. Hacía horas que la miraba. Sentía sus ojos fijos en ella, pero estaba demasiado débil para volver la cabeza. Luke parecía haber desaparecido; por lo menos no venía nunca.

—¿Dónde está Dee? —preguntó con un hilo de voz. El médico no la oyó, pero casualmente observó que movía los labios. Tuvo que repetir la pregunta.

—¿Dee Boot? —murmuró.

—¿Se enteró de la historia? Le ahorcaron según lo previsto una semana después de que la trajeran aquí. Le enterraron en Boot Hill. Parece una broma, dado que se llamaba Boot. Mató a un niño de nueve años. Nadie va a echarle en falta por aquí.

Elmira cerró los ojos deseando estar muerta. A partir de entonces escupía la medicina, dejando que le manchara el camisón que el médico le había proporcionado. Al principio no entendía nada.

—¿Tiene mareo? —le preguntó—. Es natural. Probaremos la sopa.

Probó la sopa y la escupió durante un día, pero estaba demasiado débil para resistirse al doctor, que casi era tan paciente como Zwey. La mantuvieron prisionera de su paciencia, cuando lo único que deseaba era morir. Dee se había ido, después de recorrer tan largo camino y de encontrarle. Odiaba a Zwey y a Luke por llevarla al doctor. Si no la hubieran llevado habría muerto. Lo último que deseaba era reponerse y tener que vivir, pero pasaban los días y el médico seguía sentado en su sillita, dándole la sopa, y Zwey la contemplaba por la ventana aunque ella no quería mirar.

Aun sin mirar, podía oler a Zwey. Era un verano caluroso y el médico dejaba la ventana abierta todo el día. Podía oír cómo pasaban los caballos por la calle y oler a Zwey, de pie ante la ventana, a pocos pasos de ella. Las moscas la molestaban. El médico le preguntó si quería que Zwey entrara, porque él se sentiría feliz solo con sentarse y apartarle las moscas, pero Elmira no contestó. Si Dee había muerto, ya no iba a volver a hablar.

Una noche se le ocurrió que podía pedir a Zwey que la matara. Él le daría una pistola, pero no creía tener suficiente fuerza para apretar el gatillo. Sería mejor pedirle que la matara él. Así se solucionaría todo y a Zwey no le harían gran cosa si les explicaba que la había matado a petición de ella.

Al pensar en una solución tan simple pareció tranquilizarse un poco… Sí, haría que Zwey la matara. Pero pasaron los días y no le pidió nada. Su mente seguía volviendo al punto de luz por donde había desaparecido la cara de Dee. Su cara se había esfumado al sol. No podía dejar de pensar en ello. Lo veía en sueños con tanta claridad que despertaba al son de los ronquidos de Zwey. Dormía al otro lado de la ventana, con la espalda apoyada en la pared de la casa. Sus ronquidos eran tan fuertes que cualquier persona hubiera creído que allí dormía un toro.

—¿Dónde está Luke? —le preguntó un día.

—Se fue a Santa Fe —respondió Zwey. Hacía un mes que no había hablado con él. Pensó que probablemente nunca jamás volvería a hacerlo—. Le contrataron unos tratantes —le explicó—. Recorrer tanto camino para volver a marcharse…

—Imagino que su hijo no sobrevivió —le dijo un día el doctor—. Tampoco lo esperaba, con usted tan enferma y en mitad de la pradera.

Elmira no contestó. Se acordó que le dolían los pechos y nada más. Se había olvidado del niño, de la mujer con las dos niñas, de la gran casa. Quizás el niño había muerto. Después se acordó de July, de Arkansas y de lo mucho que había olvidado. Y era una suerte que así fuera: solo le importaba Dee. Todo había pasado y bien pasado. Algún día le pediría a Zwey que le pegara un tiro y así no tendría que pensar en nada más.

Pero lo fue retrasando y con el tiempo mejoró tanto que pudo andar. No iba lejos, solo hasta la puerta, o a buscar un orinal o a sacarlo de la habitación; el calor hacía insoportables los olores. Incluso Zwey se había despojado al fin del abrigo de búfalo. Estaba junto a la ventana, con una camisa vieja llena de agujeros por donde le salían los gruesos pelos del pecho.

El médico nunca le pidió dinero. Aunque había mejorado, no le pidió nada. Le oía toser a través de la pared y a veces le veía escupir en su pañuelo. Sus manos temblaban mucho y siempre olía a whisky. La intranquilizaba que no le pidiera dinero. Siempre había pagado lo que gastaba. Por fin se decidió a decírselo. Sabía que Zwey se pondría a trabajar y conseguiría dinero para ella si se lo pedía.

—Tendrá que decirme lo que le debo —le dijo, pero Patrick Arandel se limitó a sacudir la cabeza.

—Vine aquí para alejarme del dinero. Y lo conseguí. No es fácil alejarse del dinero.

Elmira no volvió a mencionarlo. Si quería cobrar ya lo diría. Ella lo había intentado.

Y un buen día, sin que nadie la avisara, se abrió la puerta de su cuarto y entró July. Zwey permanecía junto a la ventana. El rostro de July estaba más delgado.

—Te he encontrado, Ellie —dijo con los ojos llenos de lágrimas.

Zwey vigilaba, pero debido a las sombras no sabía si él podía ver que July estaba llorando.

Elmira volvió la cabeza. No sabía qué hacer. Lamentaba sobre todo no haber pedido a Zwey que la matara. Ahora July la había encontrado. No había entrado del todo en la habitación, pero allí estaba, con la puerta entreabierta, esperando que ella le invitara a pasar.

No le pidió que entrara, no dijo nada. Le parecía que siempre tendría mala suerte, si había podido llegar de tan lejos a través de los llanos y encontrarla.

July se decidió por fin a entrar y cerró la puerta.

—El doctor dice que estás lo bastante fuerte para hablar —comentó, secándose los ojos con la manga—. Pero no tienes por qué hablar. Lo único que tienes que hacer es quedarte aquí tranquila y ponerte bien. No me quedaré mucho rato. Solo quería que supieras que he venido.

Elmira le miró una vez y después miró a la pared. «Eres un imbécil —pensó—. No debiste seguirme. Debiste decir a la gente que había muerto».

—Tengo que darte una mala noticia —dijo July, y se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas—. Es muy mala y es por mi culpa. Mataron a Joe, a Roscoe y a una muchacha. Les mató un forajido. Tenía que haberme quedado con ellos, pero no sé si las cosas habrían sido distintas si lo hubiera hecho.

«En todo caso —pensó Elmira—, no estarías aquí contándomelo».

La noticia sobre Joe no la conmovió. Nunca había pensado gran cosa de Joe. Había nacido cuando ella tenía otras cosas que la preocupaban y se había acostumbrado a despreocuparse de él. Pero le daba menos molestias que July. Por lo menos tenía el suficiente sentido común para comprender que no quería que la molestara y la dejaba en paz. Si estaba muerto, pues bueno. No le recordaba bien, no era hablador. Había tenido mala suerte en los llanos. Podía haberle sucedido a ella, ojalá hubiera sido así.

—Ellie, el niño es precioso —continuó July—. Ni siquiera sabía que fuera nuestro, fíjate qué curioso. Vi a Clara que lo sostenía en brazos y yo sin saber que era nuestro. Le ha llamado Martin, si no te parece mal. Ahora ya tenemos nuestra propia familia.

Tenía el corazón tan encogido que casi le fallaba la voz; Ellie no había vuelto la cabeza y solo había dado una momentánea impresión de reconocimiento. No había hablado. Quería pensar que era solo debido a la debilidad, pero sabía que era más que eso. No era feliz porque la hubiera encontrado. No le interesaba el niño, ni siquiera le importaba que Joe hubiera muerto. Desde la primera mirada de sorpresa, su rostro no había cambiado de expresión.

Y todo el tiempo, el hombretón con los agujeros en la camisa había permanecido silencioso junto a la ventana, mirándoles. July supuso que sería uno de los cazadores de búfalos. El doctor le había hablado bien del hombre, mencionando su gran lealtad hacia Elmira. Pero July no comprendía por qué seguía allí, y el corazón se le iba encogiendo porque Elmira no quería ni mirarle. También él había llegado de muy lejos. Pero ella no quería saber nada y él no creía que solo fuera porque estaba enferma.

—Te traeremos al niño cuando quieras —le ofreció July—. Puedo alquilar una habitación hasta que estés mejor. Es un niño muy fuerte. Clara dice que no le perjudicaría venir a verte. Tienen una pequeña carreta.

Elmira esperaba. Si no hablaba, tarde o temprano se marcharía.

A July le temblaba la voz. Estaba sentado en la silla donde habitualmente se sentaba el doctor, al lado de la cama. Le cogió un momento una de las manos. Zwey seguía mirando. July solo le sostuvo la mano un instante, luego la soltó y se puso en pie.

—Vendré a verte de vez en cuando, Ellie. Si me necesitas, el doctor mandará a buscarme.

Hizo una pausa. No sabía qué decir ante su silencio. Estaba sentada, apoyada en la almohada, silenciosa. Era casi como si estuviera muerta. Le recordaba aquellos tiempos en Arkansas, cuando se sentaba en el altillo como si estuviera con alguien ausente. Cuando Clara le dijo que estaba viva y en casa del médico en Ogallala, se había retirado detrás del cobertizo de los arreos y había llorado de alivio durante una hora. Después de tantas preocupaciones y dudas, la había encontrado.

Pero ahora se había desvanecido el alivio en un momento y se acordó de cómo era ella, de cómo nada que él hiciera le gustaba, ni siquiera que la hubiera encontrado en Ogallala. No sabía qué más decirle. Se había casado con él y sin embargo ahora no quería ni volver la cabeza para mirarle.

«Quizás es muy pronto», pensó al salir vacilante y apenado de la casa del doctor. El hombretón seguía vigilando.

—No sabe cuánto le agradezco toda la ayuda que ha prestado a Ellie. Compensaré todos sus gastos —dijo al salir.

Zwey no dijo nada y July se alejó en busca de su caballo.

Ellie le vio pasar por delante de la ventana. Se levantó y le siguió con la mirada hasta perderle de vista. Zwey también lo miró.

—Zwey —dijo Elmira—. Trae la carreta. Quiero irme.

Zwey se quedó asombrado. Se había acostumbrado a verla en la cama en casa del médico. Le gustaba estar al sol, vigilándola. Estaba preciosa en la cama.

—¿Ya no estás enferma? —preguntó.

—No, trae la carreta. Quiero marcharme hoy.

—¿Y adónde quieres ir?

—Quiero irme, alejarme de aquí. No me importa dónde. A San Luis bastará.

—No conozco el camino a San Luis —objetó Zwey.

—Tú trae la carreta, ya encontraremos el camino. Me imagino que habrá un camino. —Los hombres la impacientaban. Eran terribles, haciendo siempre preguntas. Incluso Zwey preguntaba, y era un hombre que casi no hablaba.

Zwey hizo lo que se le ordenaba. El doctor no estaba porque había ido a visitar a un granjero que se había roto la cadera. Elmira pensó en dejarle una nota, pero no lo hizo. El doctor era listo, comprendería enseguida por qué se había ido. Y antes de que el sol se pusiera, abandonaron Ogallala en dirección este. Elmira iba en la carreta sobre una piel de búfalo. Zwey conducía. Su caballo estaba amarrado a la trasera del vehículo. Le había pedido que se la llevara y esto le llenaba de orgullo. Luke había tratado de confundirle pero ahora Luke no estaba y el hombre que había ido a visitar a Elmira se quedaba atrás. Le había pedido a él que se la llevara, no al otro hombre. Eso debía significar que estaban casados, tal como él esperaba. No le decía gran cosa, pero le había dicho que se la llevara, y eso le hacía sentirse feliz. La llevaría a cualquier parte que ella quisiera.

Lo único que le inquietaba era lo que el hombre de la cuadra le había dicho. Era un hombrecillo reseco, más pequeño que Luke. Le había preguntado hacia dónde iban y Zwey había señalado al Este…, sabía que San Luis estaba al Este.

—Lo mejor es que dejéis las cabelleras —dijo el hombre—. Que os las envíen por correo cuando lleguéis.

—¿Por qué? —preguntó Zwey desconcertado. Nunca había oído decir que alguien mandara la cabellera por correo.

—Por los sioux —contestó.

—En todo el camino desde Texas no hemos visto un solo indio —observó Zwey.

—Puede que tampoco veáis a los sioux. Pero ellos sí os verán. Estás loco llevándote una mujer hacia el Este.

Zwey se lo comentó a Elmira mientras la ayudaba a subir a la carreta.

—Puede que haya indios por allá.

—No me importa —replicó Elmira—. Vámonos.

Muchas noches, cuando venían de Texas, había permanecido despierta por miedo a los indios.

No habían visto ninguno, pero el terror persistió durante todo el camino hasta Nebraska. Había oído demasiadas historias.

Ahora no le importaba. La enfermedad la había cambiado…, esto y la muerte de Dee. Había perdido el miedo. Acamparon a pocos kilómetros de la ciudad. Permaneció despierta parte de la noche en la carreta. Zwey dormía en el suelo, roncando, con el rifle fuertemente sujeto entre las manos. Ella no durmió pero tampoco sintió miedo. Estaba nublado y los llanos aparecían muy oscuros. Cualquier cosa podía salir de la oscuridad: indios, bandidos, serpientes… El doctor había dicho que había panteras. Pero solo oía el viento moviendo la hierba. Su único temor era que July la siguiera. La había estado siguiendo desde Texas; podía volver a hacerlo. A lo mejor Zwey le mataría si les siguiera. Era extraño que July le disgustara tanto, pero así era. Si no la dejaba en paz, pediría a Zwey que le matara.

Zwey despertó temprano. El hombre de la cuadra le había dejado inquieto. Había estado en tres peleas con indios pero dos de las veces había varios hombres con él. Ahora sería él quien tendría que pelear solo, si llegaba el momento. Ojalá Luke no hubiera tenido tanta prisa por irse a Santa Fe. Luke no siempre se comportaba bien, pero era un gran tirador. El hombre de la cuadra parecía como si les diera por muertos. Pero no estaban muertos, aunque Zwey seguía muy preocupado. Creía que a lo mejor no había explicado bien la situación a Ellie.

—No dejo de pensar en los sioux de Ogallala —dijo asomando la cabeza por la carreta. Era una mañana tibia y Ellie se había quitado las mantas—. El viejo dijo que el Ejército los había soliviantado.

—La que se va a soliviantar voy a ser yo si no dejas de hablarme de indios —protestó Elmira—. Te lo dije ayer. Quiero estar muy lejos antes de que July vuelva a aparecer por la ciudad.

Al hablar sus ojos lanzaban destellos, como antes de enfermar. Avergonzado por haberla hecho enfadar, Zwey empezó a atizar el fuego por debajo de la cafetera.

Paloma solitaria
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