41

Antes de que el rebaño hubiera rebasado San Antonio, casi perdieron a Lippy en un estúpido accidente con la carreta. Era un día de mucho calor y el rebaño avanzaba despacio. Para satisfacción de todos había menos mosquitos, y los vaqueros cabalgaban medio dormidos en sus monturas cuando empezó el problema.

El rebaño acababa de vadear un arroyo cuando Newt oyó animales corriendo y al mirar hacia atrás vio la carreta disparada hacia el arroyo como si los comanches la persiguieran. Bol no estaba en el pescante y los mulos corrían sin control. Lippy estaba en su asiento, pero no llevaba las riendas y no podía parar a los animales.

Jim Rainey, que iba detrás, intentó detener los mulos. Pero los mulos no se dejaron dirigir y lo único que Jim consiguió fue desviarlos del vado fácil por donde había cruzado el rebaño. Entonces quisieron cruzar el arroyo por un lugar donde el ribazo estaba a tres pies de altura sobre el agua. Newt se dio cuenta de que iba a ocurrir un terrible accidente, pero a menos que disparara a los mulos, no había forma de detenerlos. Lo que no podía comprender era por qué Lippy no saltaba. Seguía sentado en el pescante, desamparado, mientras los mulos estaban a punto de precipitarse.

Al pasar, Newt se dio cuenta de que el faldón de la vieja chaqueta de Lippy estaba cogido entre las maderas del pescante, lo que explicaba por qué no había saltado. La carreta cayó, rebotó una vez y se volcó al chocar contra el agua. Los mulos, que seguían enganchados, cayeron de espaldas sobre el revoltijo. Las cuatro ruedas de la carreta giraban en el aire cuando Newt y los Rainey saltaron de sus caballos. El problema era que no sabían por dónde empezar.

Por suerte, Augustus había visto el desastre y en un momento estuvo en el agua sobre el viejo Malaria, Lanzó un lazo sobre una de las ruedas y espoleó con fuerza su caballo tirando de la carreta hasta inclinarla a un lado.

—A ver si le sacáis, muchachos, o llegaremos a Montana sin pianista. —Lo cierto es que dudaba de que sus esfuerzos sirvieran para algo porque la carreta había caído encima de Lippy. Si no se había ahogado, probablemente estaría desnucado.

Cuando la carreta se inclinó, Newt vio las piernas de Lippy. Él y los Rainey se metieron en el agua y trataron de sacarlo, pero la chaqueta seguía cogida al banco. Lo único que pudieron hacer fue mantenerle la cabeza fuera del agua, aunque estaba tan cubierta de barro que al principio fue difícil saber si estaba muerto o vivo. Por suerte llegó Pea y cortó el faldón de la chaqueta con su cuchillo.

—¡Es una calamidad! —exclamó Pea secando cuidadosamente su cuchillo—. Ahora se pondrá furioso conmigo durante diez años porque le he estropeado la chaqueta.

Lippy estaba hecho polvo y no había movido ni un músculo. Newt sintió que se le revolvía el estómago. Una vez más, en un día precioso con todo yendo perfectamente, la muerte había asestado su golpe y se había llevado a otro de sus amigos. Lippy había formado parte de su vida desde que podía recordar. Cuando era un niño, Lippy le había entrado alguna vez en el saloon y le había dejado aporrear el piano. Ahora tendrían que enterrarle como habían hecho con Sean.

Pero curiosamente, ni Pea ni el señor Gus parecían muy preocupados. Los mulos se habían puesto en pie y esperaban en el agua poco profunda, agitando los rabos y con aspecto soñoliento. Call llegó en aquel momento. Había estado a la cabeza del ganado con Dish Boggett.

—¿Es que nadie va a desenganchar a estos animales? —preguntó. Había caído un gran saco de harina de la carreta y estaba en el agua estropeándose. Newt no se había dado cuenta hasta que el capitán se lo indicó.

—Yo no, desde luego —contestó Augustus—. Pueden hacerlo los muchachos, que ya tienen los pies mojados.

A Newt le parecía que todo el mundo parecía muy insensible respecto a Lippy, que yacía en la orilla con la cabeza llena de barro. Entonces, con gran sorpresa, vio que Lippy daba la vuelta y empezaba a vomitar agua. Vomitó durante unos minutos, haciendo un ruido espantoso, pero el alivio de Newt al ver que no estaba muerto fue tan grande que le encantó el ruido y volvió a meterse en el agua para ayudar a los Rainey a desenganchar los mulos.

Pronto se vio que el piso de la carreta estaba perdido sin remedio por el accidente. Cuando la enderezaron, todas las provisiones que llevaba dentro flotaban en el agua.

—¡Vaya sitio para un naufragio! —exclamó Augustus.

—Hasta ahora nunca había visto una carreta partirse en dos —comentó Pea.

El piso del carromato, viejo y podrido, se había reventado con el impacto. Varios vaqueros se acercaron y empezaron a recoger sus rollos de mantas en el agua fangosa.

—¿Y Bol? —preguntó Pea—. ¿No conducía la carreta?

Lippy se había incorporado, sacándose barro de la cabeza. Pasó el dedo por debajo de su labio colgante como si esperara encontrar un renacuajo o un pececito, pero solo encontró barro. Entonces llegaron los Spettle y cruzaron al rebaño de caballos.

—¿Habéis visto al cocinero? —preguntó Augustus.

—Pues sí, viene andando con su rifle —respondió Bill Spettle—. Los cerdos vienen con él.

Bolívar no tardó en aparecer a unos doscientos metros de distancia, con los cerdos azules andando junto a él.

—Oí un disparo —explicó Lippy—, y entonces los mulos se pusieron a correr. Supongo que nos disparó un bandido.

—Ningún bandido auténtico hubiera malgastado una bala en ti o en Bol —estalló Augustus—. No hay recompensa por ninguno de vosotros dos.

—Parecía un disparo de rifle —dijo Bill Spettle.

—A lo mejor Bol hacía prácticas de tiro. Quizá le disparó a una urraca —comentó Augustus.

—Fuera lo que fuera —cortó Call—, el daño ya está hecho.

Augustus disfrutaba del pequeño descanso producido por el accidente. Caminar todo el día junto a un rebaño de vacas empezaba a resultar monótono. Cualquier trabajo regular siempre le había parecido monótono. En su opinión eran los accidentes los que mantenían el interés de la vida; de lo contrario, los días se repetían sin otro aliciente que alguna que otra partida de cartas.

La cosa se puso mucho más interesante cuando unos minutos más tarde Bolívar se acercó y presentó su dimisión. Ni siquiera dirigió la mirada a los restos de la carreta.

—No quiero seguir este camino —dijo dirigiéndose al capitán—. Me vuelvo a casa.

—Pero Bol, no tendrás ninguna oportunidad —le recordó Augustus—. ¡Un famoso criminal como tú! Algún sheriff joven deseoso de labrarse una buena reputación te ahorcará antes de llegar a mitad de camino de la frontera.

—No me importa —insistió Bol—. Me voy a mi casa.

De hecho esperaba que le despidieran de un momento a otro. Se había dormido en el pescante soñando con sus hijas y accidentalmente había disparado su calibre diez. El retroceso le había derribado de la carreta, pero así y todo le costó librarse del sueño. Era un sueño en el que su mujer estaba furiosa, y entonces despertó y vio los mulos desbocados. Los cerdos estaban escarbando en un nido de ratas debajo de un gran cacto. Bol estaba tan rabioso por el comportamiento de los mulos que les hubiera matado, solo que ya estaban fuera de tiro.

No había visto despeñarse la carreta, pero no le sorprendía que se hubiera partido. Los mulos eran rápidos. Probablemente no le habría podido dar a ninguno de ellos ni siquiera con un rifle, dado lo aturdido que estaba por causa del sueño.

Su caída le convenció de que ya había vivido suficiente tiempo con los americanos. No eran compañeros suyos. La mayor parte de sus compañeros estaban muertos, pero su patria no había muerto y en su aldea aún había unos cuantos hombres a los que les gustaba hablar de los tiempos en que pasaban los días robando ganado en Texas. En aquella época su mujer no se enfadaba tanto. A medida que se acercaba a la carreta rota y al pequeño grupo de hombres fue cuando decidió regresar. Estaba cansado de ver a su familia solo en sueños. Quizás esta vez, cuando llegara, su mujer estaría contenta de verle.

De todos modos, los americanos iban demasiado lejos al Norte. No había creído a Augustus cuando este le dijo que cabalgarían varios meses en dirección norte. Muchas cosas que decía Augustus no eran otra cosa que palabras vacías. Suponía que cabalgaría unos días y que luego venderían el ganado, o montarían un rancho. Él ni siquiera había estado a más de dos días de marcha forzada de la frontera en toda su vida. Ahora había pasado una semana y los americanos no daban señales de pararse. Ya estaba lejos del río. Añoraba a su familia. Y ya bastaba.

Call no estaba especialmente sorprendido.

—Está bien Bol, ¿quieres un caballo? —le preguntó. El viejo les había cocinado durante diez años. Merecía una montura.

—Sí —dijo Bol, recordando que había un largo camino hasta el río y desde allí tres días hasta su aldea.

Call buscó un animal manso para el viejo.

—No tengo silla que darte —se excusó cuando le entregó el caballo.

Bol se encogió de hombros. Tenía un sarape extra y no tardó en utilizarlo como silla. Aparte del rifle, era su única posesión. Al momento estuvo preparado para emprender el camino de casa.

—Bueno, Bol, si cambias de parecer, nos podrás encontrar en Montana —le recordó Augustus—. Puede que encuentres a tu mujer demasiado oxidada. A lo mejor te gustaría volver y guisarnos unas cuantas cabras y serpientes.

—Gracias, capitán —murmuró cuando Call le entregó las riendas del caballo. Entonces se alejó sin decir palabra a nadie. A Augustus, no le sorprendió porque Bol había trabajado todos aquellos años para ellos sin decir una palabra a nadie a menos que se le obligara directamente a ello, por lo general pinchado por Augustus.

Pero su marcha sorprendió y entristeció a Newt. Le aguó la alegría de que Lippy estuviera vivo; después de todo había perdido a otro amigo, a Bol en lugar de Lippy. Newt no dijo nada, pero hubiera preferido perder a Lippy. No deseaba la muerte de Lippy, por supuesto, pero no le habría importado que decidiera regresar a Lonesome Dove.

Bol se alejó de ellos con su viejo rifle atravesado sobre el caballo. Newt se sintió tan triste que casi estuvo a punto de ponerse a llorar delante de todos. ¿Cómo podía Bol marcharse así? Siempre había sido el cocinero, y en cinco minutos le habían perdido como si hubiera muerto. Newt dio media vuelta y aparentó extender las mantas, pero era solo para ocultar su tristeza. Si la gente seguía yéndose, no quedaría nadie antes de que llegaran al norte de Texas.

Al alejarse, Bol también se sentía triste. Ahora que se iba ya no sabía bien por qué había decidido marcharse. Quizá porque no se veía con ánimos para soportar la vergüenza. Después de todo, él había hecho el disparo que provocó la estampida de los mulos. Tampoco quería alejarse tanto hacia el Norte que no supiera encontrar el camino de vuelta al río. Mientras cabalgaba pensó que había hecho una elección estúpida. Hasta el momento, en su opinión, casi todas las decisiones de su vida habían sido estúpidas. No añoraba tanto a su mujer; habían perdido el hábito de estar juntos y tal vez no lo recobrarían. Sintió cierta amargura al irse alejando. El capitán no debió haberle dejado marchar. Después de todo, él era el único que sabía cocinar. Realmente, los americanos no le gustaban, pero se había acostumbrado a ellos. Era una mala suerte que de pronto hubieran decidido reunir todo aquel ganado y marchar hacia el Norte. La vida en Lonesome Dove había sido fácil. Abundaban las cabras y eran fáciles de coger, y su mujer estaba a la distancia apropiada. Cuando se aburría tocaba la campana de la cena con una palanca rota. Por alguna extraña razón, tocar la campana le producía una enorme satisfacción. No tenía nada que ver con la cena ni con nada. Solo era algo que le gustaba hacer. Cuando dejaba de tocar, podía oír el eco de su trabajo perdiéndose hacia México.

Decidió que, puesto que no tenía prisa, se detendría en Lonesome Dove y tocaría la campana unas cuantas veces más. Siempre podría decir que lo hacía siguiendo las órdenes del capitán. La idea le reconfortaba. Le compensaba del hecho de que la mayoría de sus decisiones hubieran sido estúpidas. Siguió cabalgando hacia el Sur sin volver la cabeza.

Paloma solitaria
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